Mi vida como observadora de aves
Quinta y última entrega: Los sádicos anales
En mi barrio hay muchos perversos, muchos perros y muchos perversos que tienen perro. Después de algunos años de convivencia cada perro se mimetiza con su dueño y adquiere la expresión de resentimiento, mezquindad o paranoia de su humano.
Hay pocos perros mestizos. Casi todos son de alguna raza de las que se usan ahora: hay unos larguísimos y flacos con cara melancólica y otros de rabos erectos, provocativos, con ojos celestes y culos bamboleantes.
Hay una pareja con un perrillo minúsculo. Con el pretexto de sacarlo a pasear controlan cada sustancia que sale de sus orificios mientras discuten agriamente entre ellos.
—¿No ves que todavía no hizo?—, dice ella observando con fijeza el ano canino.
—¡Pero si hoy a la mañana ya hizo, te dije!—, contesta el hombre tironeando de la correa.
—Bueno, esperemos un poquito más que tiene ganas, ¿no ves, no ves? Mirá cómo hace fuerza...
—No está haciendo fuerza, Norma, te digo que ya hizo, vamos que hace frío...
Y remolca al perro por la vereda hasta la entrada de la casa.
El cadáver ambulante masculino
Los cadáveres que fueron hombres tienen trajes de lino del que ya no hay (no el lino de nylon coreano de Zara, sino el verdadero, fresco y con el peso justo, que envejece con tanta gracia), hechos a medida en la década del '30. Las camisas gastadísimas les quedan grandes sobre todo de cuello, y en el espacio resultante se puede ver bailar la nuez como en un dibujo de Posada.
En mi edificio vivía uno de ellos, al que cariñosamente y para mí yo llamaba El Cadavercito. Era un señor amabilísimo y simpático. Además de los trajes, conservaba las rutinas de cortesía que se estilaban en su juventud. Me abría la puerta, me esperaba en el ascensor y me cedía el paso con una gran sonrisa de su calavera, equipada con los dientes más blancos que el dinero puede comprar. Yo creo que él percibía cuánto me gustaba y cuánto me asombraba verlo con tanta apariencia de vida. Una tarde, mientras sostenía la puerta para dejarme pasar, me dijo:
—¿Vio? ¡Todavía estoy aquí!
Después lo encontré tres o cuatro veces más, pero hace más de dos años que no lo veo y no me animo a preguntarle por él al encargado del edificio. Para consolarme pienso que tal vez sus bisnietos se lo llevaron a vivir al campo, pero yo misma no me lo creo.
- Los cinco entregas publicadas en El Cohete a la Luna son fragmentos del libro 'Seres Raros' que será publicado próximamente por Editorial Planeta.
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