Mi vida como observadora de aves
Segunda entrega: De noche se ve mejor
1. Restaurante tradicional, una de la mañana. Al señor de traje gris con raya diplomática que come en la mesa de al lado empiezan a cerrársele los ojos. Con el codo apoyado sobre la mesa y la barbilla en la mano, va escorando suavemente a estribor. Sobre la mesa hay un flan intacto y una copa de vino, tinto y caro, vacía.
Los pocos clientes que quedan ya no pueden comer. Están tensos: temen que el codo se desplace o que la mano claudique y el hombre caiga de cara sobre el flan. Con ese increíble control inconsciente del espacio que tienen los borrachos, se inclina hasta que su centro de gravedad queda fuera de eje, activa el sensor y produce un inmediato regreso a la vertical, desde donde se reinicia el mismo ciclo de deslizamiento imperceptible y vuelta al eje una y otra vez.
Cuando me voy, me acerco y lo miro. Está desmadejado sobre la mesa, la boca entreabierta y burbujas de saliva asomando entre los labios. Calculo que no le falta mucho para el coma etílico. Le pregunto al mozo que lo custodia:
—¿No habrá que despertarlo? ¿No habrá que llamar al SAME?
—Pero no, quédese tranquila, siempre le pasa lo mismo... es el doctor X. —dice, y lo mira con simpatía.
—¿Es médico? — pregunto, espantada de sólo pensarlo.
—No, es el juez X. ¿No lo reconoce?
Lo reconozco. Pienso en las centenas de presos que en ese momento están durmiendo hacinados en una miseria medioeval esperando que el juez X. se pronuncie en su causa.
La actitud de los mozos es desconcertante. Lo delatan con un morbo evidente pero al mismo tiempo parecen muy contentos de tener ese espectáculo en el restaurante. Se ve que X. les cae bien y lo cuidan como a una mascota, como a un cachorrito encontrado en la calle. ¿Qué harán con él a la hora de cerrar el restaurante? ¿Lo despertarán y lo despacharán en un taxi? ¿Se irá caminando o gateando hasta su casa? ¿Llegará? ¿Nadie lo espera? Pobre hombre, pienso, qué ganas debe tener de que lo dejen dormir tranquilo, acomodado sobre dos sillas como cuando era chiquito.
2. Este ejemplar es único, un ave rara que se avista sólo una vez en la vida. Es un viejo mocasín de unos setenta años. De día circula muy orondo con campera Burberrys, sweater celeste patito y jeans gastados tomando café en las mesitas de afuera para poder fumar. Nunca lo vas a ver vestido como se visten los ganapanes para ir a trabajar. Él está siempre sportivo, como si acabara de llegar o estuviera por irse al campo en ese mismo momento.
Se detiene a conversar un ratito con cada encargado en la puerta de los edificios, saluda al diariero y a la señora que vende flores sin olvidar a nadie, cumpliendo con todo lo necesario para ser un buen vecino, de esos que cuando son asesinados o asesinan a alguien, la gente del barrio describe como "un hombre muy amable, muy educado, siempre saludaba a todo el mundo”.
Por eso, mi sorpresa fue mayúscula cuando un sábado de verano a eso de las tres de la mañana lo vi en el kiosco 24 horas de la esquina con una robe de chambre muy baqueteada y dos piernitas terminadas en un par de pantuflas raídas. No parecía tener nada debajo de la bata; a lo sumo un slip desteñido que por fortuna no alcancé a ver. Estaba comprando una lata de cerveza. Se ve que estaba en la cama viendo una serie y comiendo una pizza fría de ayer y justo se le había acabado la birra.
Me dio mucha tristeza. Su pavoneo diurno me había hecho creer que tenía una esposa, varias amantes y una vida regalada, pero desde esa noche no pude dejar de imaginarlo levantándose para atender urgencias prostáticas y pateando latas vacías, ceniceros llenos y medias usadas en su camino hacia el baño. Recién entonces tuve conciencia de lo arduo que es su trabajo de cada mañana para ponerse su uniforme de garca, salir a la calle y parecer una persona respetable y correcta durante todo el día.
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