Ya nos hemos referido en este espacio a los ejes ordenadores de la política exterior de “occidentalización dogmática” del gobierno de Javier Milei. El Presidente anunció esta semana —con cierta ampulosidad— que asistimos a una “nueva doctrina de política exterior para la Argentina”. Los rasgos centrales de esta estrategia son:
- a) un alineamiento inquebrantable con lo que el elenco gobernante caracteriza maniqueamente como las “fuerzas del bien” —fuerzas extremadamente conservadoras localizadas en Estados Unidos, Israel y Occidente en general—;
- b) una sobrecarga ideológica que lleva al gobierno a actuar con rigidez y carencia de capacidad crítica;
- c) una imprudencia antirrealista que conduce al espíritu de cruzada y a anteponer el dogma al interés;
- d) una desconexión absoluta de la propia región que contrasta con la postura de todos los antecesores de Milei, incluidos los que más se desentendieron de América Latina, y
- e) un desinterés general en los asuntos externos, que colocan al Presidente —más allá de pronunciamientos generales sobre un supuesto “Occidente en peligro”— como un líder carente de narrativa sobre el orden global, el multilateralismo o los desafíos que plantea la comunidad internacional.
En la semana que pasó, el gobierno ha sido especialmente prolífico en materia de sobreactuación externa, condimento sazonador de la “occidentalización dogmática”. Inspirado en su admirado Carlos Menem, quien envió por decreto [1] –en una movida altamente costosa– dos fragatas misilísticas y 450 marinos para apoyar el bloqueo naval impuesto al régimen de Saddam Hussein en la Guerra del Golfo (1990-1991), el Presidente Milei relativizó con desdén las críticas a su decisión de mudar la embajada argentina en Israel de Tel Aviv a Jerusalén. Lo hizo al ser entrevistado por Alejandro Fantino, quien lo consultó respecto de si esa decisión podía traer como respuesta algún tipo de represalia por parte de grupos terroristas. Contradiciendo la información que elabora la comunidad de inteligencia de los Estados Unidos a través del Worldwide Threat Assessment de 2023 —donde no se identifica a América Latina como un área principal del terrorismo transnacional ni hay una sola mención a nuestro país en relación con el tema—, el Presidente afirmó muy suelto de cuerpo: “Es falso que a la Argentina eso la pone en el radar de los atentados. ¿De dónde creés que vinieron los atentados que tuvimos (a la Embajada de Israel y a la AMIA)? Nosotros ya estamos en el mapa, la diferencia es si somos cobardes o nos plantamos del lado del bien”.
Por otra parte, sin explicitar cuáles son los intereses vitales que ameritarían la decisión de intervenir en la guerra entre Rusia y Ucrania, Milei adelantó que evaluaba la posibilidad de enviar armas a este último país. El Presidente afirmó en declaraciones a CNN Radio: "Los gobiernos están en contacto, nuestro ministro de Defensa está en contacto con las autoridades de Ucrania. En todo lo que podamos ayudarlos, los vamos a ayudar". Y agregó: “Se va a hacer un foro en defensa de Ucrania en Latinoamérica, Zelenski me pidió que sea acá y yo le dije que sí”. En esta línea, envalentonado por la voluntad de sumisión de su jefe, el ministro radical de Defensa, Luis Petri, viajaría en los próximos días a Bruselas para pedir el ingreso de la Argentina a la OTAN, la alianza militar internacional con sede en Europa, pero digitada desde Washington. La Argentina es aliada extra-OTAN desde 1998, cuando Bill Clinton dio luz verde a la iniciativa de Carlos Menem. Milei aspira, de este modo, a formar parte de este sistema de defensa colectiva como socio pleno. Nuestro país se ubicaría, de este modo, en el lote de naciones compuesto por Ucrania, Georgia, Azerbaiyán, Armenia, Kazajistán, Moldavia, Bosnia y Serbia que han iniciado el trámite de ingreso al organismo regido por el Tratado del Atlántico Norte de abril de 1949.
Adicionalmente, el Presidente liberal libertario —como reconstruye Roberto C. López en Ámbito.com— no se privó de ningún gesto de subordinación a los Estados Unidos desde Ushuaia, donde munido de un traje de fajina militar anunció, ante la generala Laura Richardson (jefa del Comando Sur) y el embajador Marc Stanley, la creación de una base naval conjunta con los Estados Unidos. Se trata de una decisión comprometedora de la soberanía nacional, por medio de la cual Milei desvirtuó por completo el proyecto de instalación de un Polo Logístico Antártico, viejo anhelo del Ministerio de Defensa y de la Armada Argentina. Según López, “la elección de los socios estratégicos para semejante iniciativa debería contemplar, como mínimo, algunas cuestiones básicas (…); nuestro país sostiene un reclamo de casi 200 años por la ocupación ilegal de una parte del territorio nacional. Como cada 2 de abril recordamos respetuosos a todos los argentinos que dejaron su vida o volvieron con secuelas imborrables de la guerra por la recuperación de las islas Malvinas. La elección del socio debería ajustarse, al menos, a este parámetro. Ushuaia es la capital de Tierra del Fuego, Antártida e islas Malvinas, por cuanto debería saberse que Estados Unidos es, de antemano, aliado incondicional del reclamo británico sobre las Malvinas”.
Pero Richardson logró mucho más que esta concesión de Milei. Con la destreza para no quedarse atada a la definición de poder que enarbola la escuela neorrealista de las relaciones internacionales (encuadre teórico que encandila a los docentes de los institutos castrenses argentinos)[2], la generala demostró —con versatilidad— que es claramente una liberal en términos de su comprensión conceptual del poder. El académico liberal y ex funcionario Joseph Nye, quien acuñó la célebre categoría soft power, definió al poder como la “habilidad de influenciar la conducta de otros para alcanzar los resultados deseados”. Si el profesor emérito de Harvard hubiera presenciado las reuniones de Richardson con los funcionarios argentinos (el jefe de Gabinete, Nicolás Posse, el ministro de Defensa, Luis Petri, el titular de la AFI, Silvestre Sívori, y el jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, Xavier Isaac, entre otros), habría quedado impactado ante la materialización de un caso extremo de corroboración de su marco teórico. Como sintetiza López: “El Comando Sur (…) envió a la generala Richardson a gestionar la venta de unos vetustos aviones cazas, y (…) por el mismo precio se llevó una base naval, el cierre del programa nuclear financiado por China y el futuro desguace de la Estación Espacial de Observación del Espacio Lejano. El alineamiento es total, cuando seguramente nadie le había pedido tanto al gobierno nacional”.
El corolario de este festival de sobreactuaciones en materia de alineamiento a Washington llegó con la información de que Milei se efectuó chequeos médicos para subirse a uno de los aviones estadounidenses F-16 que la Argentina está en proceso de adquirir a Dinamarca. Según La Nación, “el jefe de Estado partió rumbo a Miami (…) en el inicio de su segunda gira internacional, en la que incluirá una visita a Copenhague, donde viajaría como copiloto en los cazas militares”.
Estas manifestaciones de alto perfil han llevado a ciertos periodistas —con acceso privilegiado a la Casa Rosada y a la embajada estadounidense— a forzar las coincidencias entre Javier Milei y Carlos Menem. En palabras de Román Lejtman: “Milei rescata el alineamiento internacional de Menem. (…) Menem entendió hacia principios de 1992 cómo el mundo cambiaría tras la caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética. Y no dudó en aceptar como guía ideológica al Consenso de Washington, que establecía un decálogo económico que defendía la libertad empresarial, la propiedad privada y la reducción de las atribuciones del Estado”. Ahora bien, quien no advirtió que el mundo ha cambiado desde entonces es Milei. Las consecuencias de ello podrían ser significativas para la Argentina.
Escudé como escudo
El influyente internacionalista Carlos Escudé —fallecido hace tres años— ha sido una de las referencias ineludibles de la política exterior menemista. Muchos de los defensores del alineamiento automático con Estados Unidos —tanto de la aquiescencia a Washington de la década de 1990 como de la actual— suelen apelar a la obra de Escudé, quien fue asesor del canciller Guido Di Tella y sustento intelectual de aquella política de inserción internacional. De este modo, para justificar su seguidismo, emplean —recurriendo a una frase irónica del propio Di Tella— a Escudé como “escudo” de su proclividad a la cesión de soberanía en materia de política exterior [3]. Pero, además, al hacerlo, desvirtúan el entendimiento del pensamiento de Escudé, que era realmente sofisticado desde el punto de vista analítico.
Es cierto que el denominado “realismo periférico” —la teoría desarrollada por Escudé— partía de una premisa que no nos gustaba a quienes (en lo político) nos oponíamos a la política exterior de Menem y (en lo académico) nos identificábamos con otros autores —como Roberto Russell— que ponían en un lugar privilegiado los “sistemas de creencias”. Escudé, por su parte, partía del supuesto de que los países periféricos sólo podían desarrollar una política exterior autónoma pagando altos costos y en contextos políticos en los que esos costos se imponían a la propia ciudadanía. Como corolario, sugería para los países como la Argentina una política exterior de carácter utilitarista [4], donde la autonomía se debía medir “en términos de los costos relativos de hacer uso de la libertad de acción”. Escudé interpretaba que el uso de autonomía debía conceptualizarse como “inversión de autonomía” cuando apunta a alimentar la base del bienestar material del país o como simple consumo de autonomía cuando se inclina a la demostración exhibicionista de que “uno no está bajo el tutelaje de nadie”.
Escudé enumeraba una serie de preceptos básicos —casi todos alejados de la “occidentalización dogmática” del gobierno de Milei— que deben orientar a un Estado periférico:
- abstenerse de desarrollar una política de poder de estilo tradicional y dedicarse a promover el desarrollo económico local;
- abstenerse de políticas exteriores idealistas pero costosas;
- abstenerse de involucrarse en confrontaciones políticas improductivas con grandes potencias, aun cuando esas confrontaciones no generen costos inmediatos, y
- estudiar, basándose en los méritos de circunstancias históricas específicas, la posibilidad de alinearse con y/o plegarse a las políticas globales de una potencia dominante. Esta opción debía ser el producto de cuidadosos cálculos de costos, beneficios y riesgos [5].
Adicionalmente, la justificación de Escudé de por qué la Argentina debía desarrollar un plegamiento a los Estados Unidos se apoyaba en la condición de irrelevancia estratégica de nuestro país (algo discutible tres décadas atrás, pero que resulta insostenible en la actualidad). Así, para Escudé, un Estado periférico es relevante en sentido positivo cuando:
- tiene algo que ofrecer: por ejemplo, recursos naturales que la gran potencia necesita, y
- posee una situación geográfica estratégicamente significativa.
El académico concluía en El realismo de los Estados débiles: “Evidentemente, la Argentina no cae en ninguna de las categorías de arriba. Su economía no es complementaria con la de los Estados Unidos, sino que por el contrario tiende a ser competitiva. No posee suficientes recursos petrolíferos como para ser un exportador importante. No tiene el canal de Panamá, el cobre de Chile, el caucho de Brasil, ni el estaño de Bolivia. Geográficamente está en el fin del mundo”.
La situación hoy es antitética a dicha descripción, por lo que la opción del plegamiento es inconducente en la actualidad. Unos pocos datos ayudan a contrastar la radiografía que trazaba Escudé hace 30 años. En el denominado “Triángulo del Litio” entre nuestro país, Chile y Bolivia se concentra más del 80% de reservas conocidas de ese mineral, a la vez que detentan una importancia fundamental las reservas hidrocarburíferas, entre las que se destaca el yacimiento de Vaca Muerta, segundo más importante del mundo en recursos no convencionales de gas y cuarto en recursos no convencionales de petróleo. Asimismo, nuestra posición geográfica es más relevante que nunca, resultando el Estrecho de Magallanes un espacio estratégico tanto por su rol como vía navegable entre el Océano Atlántico y el Pacífico como por constituir un punto privilegiado de acceso a la Antártida. De allí la trascendencia del Polo Logístico y la eventualidad de una base naval conjunta con Estados Unidos, particularmente en tiempos en que la disputa chino-norteamericana se proyecta como disruptiva en torno al Canal de Panamá.
Llegados a este punto, cabe señalar que la inconsistencia del alineamiento dogmático de la actual política exterior argentina se funda en una lectura insustancial del mundo y de la región. En el plano mundial, a diferencia de la unipolaridad estratégica global de la década de 1990, estamos en presencia de una bipolaridad incipiente entre Washington y Beijing, con Estados Unidos aún predominando en el plano estratégico-militar [6], pero con una estructura económica global que refleja el traspaso del poder y la riqueza de Occidente a Oriente, con eje en China [7]. Milei no pareciera haber tomado nota de este dato de carácter estructural del sistema internacional, al insistir —en su cruzada contra la República Popular— en la importancia de la “lucha global contra socialistas y estatistas” y contra el “régimen asesino” de Beijing. Hasta el gobierno de Macri —que llevó el alineamiento a Washington y la desconexión de la región hasta niveles insospechados— fue más pragmático en el vínculo con China, como lo refleja su decisión de sellar la continuidad de las represas hidroeléctricas Cepernic y Kirchner en Santa Cruz y de la estación espacial de Neuquén, a través de acuerdos entre la canciller Malcorra y su colega Wang a mediados de 2016.
Carlos Escudé creía que China, lejos del carácter “maligno” que le asignan la generala Richardson [8] y su socio Milei, representaba una notable oportunidad para la Argentina. Escribía en 2011: “Estados Unidos se convirtió en la superpotencia dominante de un mundo bipolar en 1945 (…) En 1989, con el colapso de la Unión Soviética, pareció destinado a ser regente y brújula del planeta. Pero los errores de toda índole cometidos desde el 11 de septiembre de 2001, sumados al ascenso económico de China, cambiaron radicalmente esa perspectiva (…) Nos encontramos en los umbrales de una nueva era histórica que puede mejorar nuestra inserción mundial. La estrella estadounidense se eclipsa y la potencia ascendente que ya ocupa el segundo puesto en la economía mundial es, como sabemos, un país complementario del nuestro (…) Todos los indicadores apuntan a que estamos frente a la mejor oportunidad que hayamos tenido desde la organización nacional (…) Nada garantiza que nuestra relación con China llegue a ser tan fructífera como lo fue nuestro vínculo con Gran Bretaña entre 1880 y 1914. Pero la perspectiva existe y debemos sacarle el máximo provecho”.
En el plano regional, la política exterior de Milei destaca por su combinación de desinterés y arrogancia. Esta orientación contrasta, nuevamente, con la política exterior de plegamiento de Carlos Menem, que, si bien establecía a Washington como el punto de referencia primario y esencial, también reservaba para la integración sudamericana —en general— y para el vínculo con Brasil —en particular— un lugar secundario, pero no menor [9]. Escudé, quien solía ponerse furioso cuando se hablaba de plegamiento irrestricto, señalaba en una entrevista: “Si hubiera habido alineamiento automático con Estados Unidos hubiéramos aceptado el ALCA, que nunca aceptamos. Siempre priorizamos el Mercosur”.
En resumidas cuentas, la “occidentalización dogmática” de la administración Milei mantiene enormes diferencias con la política exterior menemista. El escenario estratégico global, su distribución de poder, la puja entre los actores centrales del sistema, la proyección de estos sobre nuestro espacio geopolítico y la mirada predominante sobre la integración regional son algunas de esas divergencias. Si Milei lograra mantener un diálogo imaginario con Carlos Escudé, con seguridad advertiría las diferencias entre su idealizada década de 1990 y el escenario actual. Por desgracia, el primer mandatario y sus principales colaboradores por ahora “no la ven”.
[1] El Poder Ejecutivo Nacional argentino emitió el Decreto N.º 1871/90 y más tarde fue promulgada la Ley Nacional N.º 23.904/91. Ver:
[2] Con notables excepciones como Hans Morgenthau y Raymond Aron, el realismo en general –y el neorrealismo en particular– ha tendido a definir el poder como posesión de recursos, es decir, como algo “concreto, observable y medible”.
[3] Según relata Héctor Pavón: “Siempre se dijo que Escudé había creado la expresión ‘relaciones carnales’ para definir el tipo de vínculo que la Argentina debía tener con Estados Unidos en los años ‘90. En 2010 lo entrevisté y le pregunté específicamente por el origen de esa expresión y me dijo lo siguiente: ‘Di Tella era un gran bromista. (…) En un momento de debilidad moral Di Tella me responsabilizó a mí, y en un momento de grandeza moral dijo: ‘Me escudé en Escudé’’”.
[4] Sobre el carácter utilitarista del realismo periférico de Escudé, ver Russell, R. y Tokatlian, J. (2002). “De la autonomía antagónica a la autonomía relacional: Una mirada teórica desde el Cono Sur”, Perfiles Latinoamericanos, FLACSO/México, N° 21.
[5] Ver Escudé, C. (1995), El Realismo de los Estados Débiles, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, pp. 145-179.
[6] China ha consolidado el segundo presupuesto militar más alto del planeta. Al finalizar la Guerra Fría, representaba el 1% del gasto mundial de defensa, frente al 44% de Estados Unidos. Para 2022 esa brecha se redujo, con Washington representando el 39% frente al 13% de la República Popular.
[7] Esto se comprueba en múltiples indicadores: cinco de los 10 principales nodos financieros del mundo se encuentran en esta región (Tokio, Shanghái, Singapur, Hong Kong y Beijing), que a su vez alberga a 10 de las 20 economías de más rápido crecimiento del planeta. La región genera las 2/3 partes del crecimiento global y cerca de la mitad del producto bruto internacional.
[8] Richardson, en la audiencia del 12 de marzo de 2024, ante el Comité de Servicios Armados del Congreso estadounidense, empleó una veintena de veces la palabra “maligno”, la mayor parte para referirse a China.
[9] Ver Russell, R. y Tokatlian, J. G. (2003). El lugar de Brasil en la política exterior argentina. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, p. 53.
Luciano Anzelini es doctor en Ciencias Sociales (UBA). Profesor de Relaciones Internacionales (UBA, UTDT, UNDEF, UNQ, UNSAM).
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