Derrumbe en Siria

El régimen de Bashar al-Assad mostró que, sin el sostén de Irán y Rusia, tenía pies de barro

 

Luego de resistir casi hasta el final y prometer que no se iría de Siria, el domingo 9 de diciembre la agencia de noticias Tass anunciaba que el ya ex Presidente sirio Bashar al-Assad se encontraba en Moscú asilado por la Federación Rusa y su líder Vladímir Putin. En el cargo desde 2000, Bashar sucedió a su padre Hafez al-Assad, quien mantuvo el poder durante tres décadas. La muerte de su hermano Basel lo emplazó como heredero, lo que lo llevó a dejar su carrera de oftalmólogo en Londres y regresar a Damasco.

La dictadura del partido Baaz desde mediados de la década de 1960, si bien puso fin a la inestabilidad política de Siria, inaugurada luego de su independencia de Francia (que los sirios denominaron “retirada francesa”, pues creían que la independencia recién se alcanzaría con la liberación de todas las tierras árabes), también solidificó un férreo sistema de control sobre la mayoría de los ciudadanos, musulmanes sunitas. El poder recayó en la minoría alauita, un desprendimiento del islam chiíta –predominante en Irán e Iraq– considerado por muchos en el Oriente Medio sunita como demasiado alejado de la estructurada fe mahometana.

Bashar al-Assad aguantó los difíciles años de 2012 hasta 2016, cuando las protestas ciudadanas potenciadas por las “primaveras árabes” en Túnez y Egipto fueron respondidas con represión, detenciones y muerte. Pero si bien se mantuvo en el poder, emergió una insurgencia armada, conformada por diferentes grupos, incluidos los islamistas, que logró tomar el control de una importante superficie del país.

El gobierno de la familia Assad fue rescatado primero por una intervención terrestre conjunta de Irán (su principal aliado en la región desde los tiempos en que Siria fue el único Estado que apoyó a Teherán en su guerra de ocho años contra Sadam Husein) y milicias chiítas internacionales, entre las que se destacaba el Hezbolá libanés. Y más tarde, por la Fuerza Aérea rusa, que con un número limitado de aviones pudo torcer el balance de fuerzas de un conflicto en el que todos los contrincantes se encontraban débiles y agotados. El empleo gubernamental de armas químicas sobre la población civil y la desaparición sistemática de personas (que se calcula en más de 100.000 opositores) completó la faena represiva.

La guerra civil alcanzó una especie de punto muerto a finales de 2019, con lo que parecía el desmembramiento de Siria en cuatro entidades territoriales. Una era controlada por una amalgama de milicias islamistas agrupadas en la Organización para la Liberación del Levante (HTS, por sus siglas en árabe), lideradas por Abu Mohammad al-Julani, un carismático ex-yihadista nacido en Arabia Saudita y formado política y militarmente en la acciones terroristas de Al Qaeda en Iraq y en la primera encarnación del Estado Islámico en Siria. Julani fue, empero, lo suficientemente inteligente como para ajustar sus alianzas según le fuera conveniente. Otra entidad de rebeldes islamistas con menor autonomía, el Ejército Nacional Sirio (SNA, por sus siglas en inglés), viene siendo sostenida por Turquía en el norte del país con el claro objetivo de atacar a los kurdos de Siria. Finalmente, están las organizaciones kurdas de izquierda, armadas y respaldadas hasta el momento por Estados Unidos. El gobierno sirio controlaba solo parcialmente el país con apoyo de la inteligencia iraní, milicias chiítas internacionalistas y la decisiva Fuerza Aérea rusa.

Ese statu quo se vio alterado por la última ofensiva contra Assad, que sorprendió a todos –tanto como lo había hecho la toma de Mosul, en Iraq, en 2014, o la de Kabul, en Afganistán, en 2021–. Llevado a cabo por las dos fuerzas rebeldes islamistas, en un plazo de cinco días el avance terminó con la conquista de la ciudad más poblada del país y su centro industrial, Alepo, algo que la pasada insurgencia –con mayor cantidad de tropas– nunca había podido conseguir. Así, la misma guerra siria, que había comenzado como una insurrección ciudadana que degeneró en una guerra civil luego de una desproporcionada represión, y que más tarde encontró un cierto punto de equilibrio con la intervención internacional, renació y acabó en pocos días con un régimen de medio siglo.

La campaña de yihadistas devenidos rebeldes sirios no solo estuvo bien planificada; se dio en un contexto de 13 años de guerra que habían dejado al ejército regular sirio débil y desmoralizado (además de mal pago) y lo habían transformado en un cascarón vacío sin el apoyo iraní o ruso. La ofensiva rebelde buscó apoderarse de partes de Alepo y proteger el enclave rebelde (e islamista) de Idlib de los ataques de las fuerzas aéreas siria y rusa. Al verificar el desmembramiento del ejército sirio y su casi nulo deseo de pelear, como en el pasado, “hasta el último alauita”, los rebeldes aprovecharon los conflictos vecinos de la misma manera que antes esas disputas habían salvado el pellejo de Assad.

El Presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan, fue, desde 2016, casi el único líder mundial en seguir apostando por la rebelión sin importar cuán controvertidos fueran sus líderes. El mandatario turco tampoco temió las oleadas de refugiados sirios hacia Turquía (que fueron una de las razones por las que su partido perdió las elecciones locales en Estambul y Ankara) y dio el visto bueno para que las milicias proturcas del SNA iniciaran una ofensiva luego de que Assad se negara a reunirse con él para lograr un modus vivendi.

Pero para Erdoğan no se trata solo de Assad, sino que Ankara busca neutralizar lo que considera la amenaza kurda que emana desde Siria y pretende desestabilizar el Kurdistán turco. Erdoğan considera que las milicias kurdas controladas por el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK, por sus siglas en kurdo), las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF, por sus siglas en inglés), no representarían una amenaza real si no tuvieran a la Fuerza Aérea estadounidense y sus bases militares respaldándolas desde el Levante sirio. Pero, a la vez, cree que el nuevo Presidente estadounidense, Donald Trump, puede llegar a materializar su más que repetido deseo de abandonar esa parte del noreste de Siria y que, en ese caso, lo mejor es fortalecerse ahora para una futura negociación.

Por último, pero no por eso menos importante, el traslado de los principales activos rusos –militares y de inteligencia– de Siria a Ucrania y un Hezbolá debilitado como nunca antes, producto de la guerra de desgaste que inició contra Israel, completaron un cuadro en el cual un ejército sirio, que ya actuaba como milicia sectaria alauita y era visto como un fuerza de ocupación en zonas de mayoría sunita, terminó desarmándose ante la desprotección internacional de sus aliados chiítas.

Se puede apreciar también el error estratégico de Rusia de concentrar a todos los enemigos de Assad en un único lugar. Bajo una peculiar idea de “reconciliación”, pero conservando las armas, se permitió que rebeldes armados se trasladaran a la zona de Idlib, donde varias decenas de miles de combatientes de toda Siria se encontraron juntos en un mismo distrito y con un propósito en común.

El efecto dominó que terminó con la caída de la familia Assad se inició el 7 de octubre de 2023, cuando milicianos del grupo islamista Hamás cruzaron la frontera y atacaron a las comunidades israelíes cercanas a Gaza, matando más de 1.200 personas y secuestrando a otras 251. Lo que constituyó el día más trágico de la historia israelí, con la mayor cantidad de bajas en una sola jornada, terminó siendo una victoria pírrica para Hamás, por entonces celebrada por sus aliados regionales a pesar de que ninguno –ni Irán ni tampoco Hezbolá– estaban enterados del plan.

Hoy queda claro que las acciones a medio camino de Hezbolá contra Israel a partir del 8 de octubre –el bombardero de la frontera norte en solidaridad con Hamás, pero sin invadir ni apuntar sus cohetes contra grandes centros urbanos– le permitieron a Israel concentrarse en Gaza, terminar con la amenaza militar de Hamás allí, producir una limpieza étnica y luego, un año después, ir contra Hezbolá con todas sus fuerzas, matando a sus líderes, desarticulando las capacidades del grupo y erosionando su fuerza militar. También esa dinámica le permitió a Israel atacar por primera vez de forma directa suelo iraní, acabar con la vida de un líder de Hamás en la propia Teherán y poner en alerta a los ayatolás de que cualquiera de ellos podía ser el próximo blanco. Una sombra de debilidad que fue percibida por todos los aliados regionales iraníes, pero también por sus rivales.

A pesar de que el denominado “eje de la resistencia” iraní hoy parece herido de muerte, aún sigue en pie. Su actual debilitamiento se explica también por la naturaleza de una apuesta demasiado arriesgada y ambiciosa: impulsar rediseños regionales en territorios árabes y sunitas en los que la nación persa –y chiíta– es percibida como extranjera. Sin embargo, Hezbolá persiste como una considerable fuerza política y militar en el Líbano y un entramado de milicias chíitas florecen en Iraq dentro del Estado. La República Islámica de Irán, con un ayatolá Ali Khamenei anciano y una Guardia Revolucionaria en retirada táctica, tiene numerosos desafíos por delante, pero una región en constante cambio es exactamente el tipo de entorno en el cual los iraníes se han destacado en el pasado. Irán, como Turquía, tiene proyectos claros para la región, todos con ellos en el asiento del conductor, que pueden resultar exitosos o terminar en fracasos, parciales o duraderos, pero con un objetivo definido: liderar la región mediante alianzas. Mientras tanto, las monarquías sunitas del golfo (que en el último tiempo habían normalizado sus relaciones con Assad, sin que eso sirviese para nada) no buscan socios sino vasallos y solo parecen querer contrarrestar los planes regionales de sus rivales con el mito de la estabilidad autoritaria de los “hombres fuertes”, que son sostenidos por aparatos militares sobre la base de petrodólares, como única visión.

Turquía, pero también Qatar, que financia diversas milicias en Siria, parecen querer reclamar una victoria basada en un islamismo a menudo radical, desde las revueltas de 2011. La estrategia se les venía probando esquiva luego de que Siria y Egipto desencadenaran el “Invierno Árabe” en 2013: Damasco, con el uso de armas químicas contra civiles díscolos, y El Cairo, con la destitución del primer gobierno democrático de la historia de Egipto, el de los Hermanos Musulmanes, que había llegado al poder por medio de las urnas. Precisamente este grupo –o una actualización suya junto con otros decididamente yihadistas– acaba de celebrar otro triunfo tardío con su rama siria, la cual siempre se ha destacado por ser mucho más violenta y antidemocrática que los más pragmáticos egipcios.

La peculiar composición de la otrora alianza rebelde siria, hoy a cargo de la mayor parte del país, pronostica que sus elementos más conservadores lograrán imponerse a la larga con su versión de la sharia (ley islámica), a pesar de que hoy se autoproclamen protectores de las minorías religiosas (algo parecido a lo que ya ha acontecido en las zonas rebeldes de Idlib). A fin de cuentas, serán los hombres armados que ahora controlan Damasco, y no una coalición de oposición que lleva años hablando de liberalismo político en el exilio para oídos extranjeros, quienes fijen las reglas.

En Siria, Turquía y Rusia apoyaron desde hace años bandos opuestos. También en Libia y Armenia. A la larga, todos fueron triunfos de Erdoğan sobre Putin. Ya Moscú pareció admitir la derrota cuando le pidió a Ankara que garantizase una evacuación segura de las tropas rusas de Siria, donde poseen (¿poseían?) un importante enclave naval desde la década de 1970 en la ciudad de Tartus. Con la victoria rebelde de la semana pasada, se puede apreciar que el ex Presidente Barack Obama leyó mal la situación en Siria y su estrategia para el Levante terminó funcionando al revés de los enunciados estadounidenses de promoción de la democracia. Luego de armar débilmente a los rebeldes sirios al comienzo, dio un giro en 2014. Cuando los videos de yihadistas inundaban las redes sociales con asesinatos sanguinarios, Estados Unidos empezó a atacar al Estado Islámico en Siria bajo el supuesto tácito de que la permanencia de Assad en el poder no era la peor de las amenazas.

La decisión del gobierno de Obama de poner como prioridad la lucha contra los radicales del Estado Islámico y las negociaciones en curso con Teherán para que limitase su programa nuclear (que se firmó en 2015 y que Trump abandonó unilateralmente tres años después) hizo que se retirara todo tipo de presión sobre Rusia e Irán (sin extraer ninguna concesión) y se les entregara a estos actores la potestad de delinear el futuro de Siria. Estos últimos permitieron que Assad utilizara sin descanso armas químicas sobre la población civil. Acto seguido, millones de refugiados arribaron a Europa, la extrema derecha empezó a reaccionar contra la “invasión” de inmigrantes, Irán y Rusia se sintieron fuertes, Trump llegó al poder y Putin invadió Ucrania… Hoy tanto el perdedor de la contienda –Assad– como su vencedor –Julani, por su pasado yihadista– están en la lista de enemigos de Estados Unidos y todas las alternativas desarrolladas por los estadounidenses –como el apoyo a los kurdos contra sus aliados turcos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)– parecen no tener futuro aparente. Al final tenía razón un personaje poco recordado y vilipendiado, el ex Presidente francés François Hollande, quien insistía en que había que atacar al gobierno sirio luego de su uso de armas químicas, argumentando que era tan odiado por la mayoría de los sirios que si un poco de ayuda internacional apuntalaba a los rebeldes, este caería antes que la andanada de millones de refugiados llegase a Europa y se diera vuelta el tablero geopolítico.

Durante la guerra en Siria murieron unas 600.000 personas y más de seis millones de sirios se convirtieron en refugiados en el extranjero, la mayoría de los cuales vive en países vecinos (otros varios millones fueron desplazados dentro de Siria). Está claro que Assad, sabiendo que no sobreviviría a un proceso de reforma, provocó una guerra civil, y su permanencia en el poder fue garantizada por la intervención internacional. Sin la ayuda de Rusia e Irán, incluido Hezbolá y otras milicias sectarias, el régimen no habría sido capaz de sostenerse política, militar y económicamente, y el resultado habría sido simplemente lo acontecido días atrás, pero posiblemente con muchas menos muertes, desplazamientos y destrucción. Muchos intentan explicar que ahora Siria se convertirá en Libia, pero no debe olvidarse que la desintegración del país y la cantidad de muertes y desplazados provocados por la dictadura de la familia Assad tienen proporciones peores que las de Libia hasta el día de hoy.

Hay muchos motivos para preocuparse por el futuro sirio; no obstante, la caída de la dictadura de Assad, un régimen que se ubica entre los más crueles y corruptos de la historia reciente de Oriente Medio, junto a las imágenes de la irrupción de cientos de personas en infames centros de tortura, detención y desaparición de personas, como la prisión de Sednaya, para liberar a sus seres queridos, no pueden no ser motivo de alegría. Como ya lo han dicho en repetidas ocasiones militantes políticos sirios, como Yassin al-Haj Saleh, en ciertos espacios “antiimperialistas” se tiende a minimizar sistemáticamente los crímenes de los Estados que se oponen a Estados Unidos dejando en un segundo plano las especificidades de la política, sociedad, economía e historia locales.

La guerra en Siria ha transformado el mundo de una manera en que no lo ha hecho ninguna otra en décadas: disputas sectarias, yihadismo, refugiados, intervención internacional, uso de armas de destrucción masiva, impulso a la extrema derecha europea, tensiones en la OTAN, etc. Y producto de la nueva distribución de poder, no es difícil arriesgar que Siria aún no haya dicho su última palabra.

Diversos efectos concatenados casi con seguridad derivarán en una futura conflagración entre dos enemigos naturales como los kurdos y los árabes sirios potenciados por el deseo turco de establecer una zona de seguridad dentro del territorio kurdo; una degradación de la posición dominante iraní con inciertas consecuencias; y hasta un posible abandono estadounidense de Siria. Lo cual nos recuerda que los conflictos no resueltos, que se pretende ignorar o “manejar” in aeternum con el fin de que se agoten y desaparezcan por arte de magia, como ha pasado en Siria pero también en Palestina, producen siempre un devenir impredecible y por cierto, mucho más peligroso.

 

 

 

* Ezequiel Kopel es periodista especializado en Oriente Medio. Es autor, entre otros libros, de La disputa por el control de Medio Oriente. Desde la caída del Imperio Otomano hasta el surgimiento del Estado Islámico (Eduvim, Buenos Aires, 2016) y Medio Oriente, lugar común. Siete mitos alrededor de la región más caliente del mundo (Capital Intelectual, Buenos Aires, 2021).
** El artículo se publicó en Nueva Sociedad.

 

 

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