Hacia una racionalidad de la noche como territorio no violento
Una fanática de los boliches. Así definió el diario Clarín a Melina Romero en 2014, cuando aún no había aparecido su cuerpo envuelto con dos bolsas de basura. El último 19 de diciembre se dio a conocer la condena de 13 años de prisión para el único acusado del femicidio: Joel “Chavito” Fernández, de 20 años, culpable del delito de “homicidio preterintencional”. Una figura penal que encierra una trampa: señala que la persona cometió el crimen sin la intención de asesinar. A pesar de que el relato de una amiga de Melina, sobreviviente del femicidio, señala que al menos tres varones participaron del asesinato. Esa madrugada, la joven de 17 años estaba "de gira".
Su femicidio pone sobre la mesa distintos temas de la agenda y las demandas feministas: por un lado, el dato de que las políticas públicas del gobierno se limitan a ver la violencia machista como un tema doméstico. En los tres últimos años, después de que el grito de Ni Una Menos copó las plazas de todo el país, se cuadruplicaron los femicidios de jóvenes de entre 16 y 20 años. Y las víctimas de entre 11 y 15 años se triplicaron.
De acuerdo con los datos que recopila la Casa del Encuentro, en los últimos 9 años hubo más de 300 víctimas de entre 16 y 21 años. Muchas de estas chicas habían salido de noche y se encontraron con masculinidades violentas que no aceptaron un no como respuesta.
La gira es un momento de gasto improductivo: en la gira no se busca casamiento, no se trata de “emparejarse” y el placer no se despliega como una serie de sujeciones al otro-varón. La gira entre amigas, entre compañeras, entre pibas, gira nocturna o diurna, es un territorio en el que las pibas reflexionan, desarrollan mecanismos de autodefensa, discuten arreglos grupales y sororos. Las fronteras del consentimiento son un tema transversal a la noche, a la fiesta y al derecho a la gira. Cuando se lidia con las múltiples violencias machas — en el esparcimiento, en el espacio público y en boliches privados, violencias ejercidas por varones “sueltos” o en manada, civiles o miembros de las fuerzas de seguridad—, se teje una racionalidad de la noche y la gira en la cual la autodefensa, la ética y el cuidado disputan el derecho al disfrute y la soberanía del desborde por fuera de la fiesta heteronormativa.
La noche empernada
En el derecho feudal, el acceso que los señores tenían a participar en la noche de bodas de cualquier súbdito estaba tipificado como primae noctis, que consistía en poder reclamar para sí la virginidad de las doncellas, antes que aquel con quién hubieran contraído el matrimonio. Antes de quedar subordinadas, las mujeres podían ser poseídas por el que, en orden jerárquico, mandaba a la vez sobre todo el universo de los vasallos. El señor era el primer término de una trinidad que consagraba para sí, de esa manera, la propiedad del cuerpo de la futura esposa, antes de que el varón/esposo —inferior al señor— la poseyese. Este derecho se definía como droit de seigneur, el derecho del señor o el derecho a la pernada. Empernar significa, a la vez, clavar un perno, asegurar alguna clase de artefacto mediante la introducción de un perno. Empernadas se hace juntura semántica con casadas, matrimoniadas y marcadas como la vaca con el hierro al rojo vivo. Durante décadas, los patrones de nuestras estancias practicaron también ese derecho a la “pernada” que se proyecta hasta la actualidad a través de su versión neoliberal: el patrón-CEO. El último presidente electo en Argentina supo decir, poco antes del 2015: “Los vamos a empernar a todos”. El Presidente no conocerá los abismos de la filología de las lenguas derivadas del latín, pero sí conoce de poderes y doblegamientos.
Empernar es, desde siempre, violar, coger sin consentimiento a alguien a quien se considera como propiedad. Sin embargo, existe también un debate por el cual se atribuye este derecho a la mera imaginería poética del siglo XIII. En el cantar popular estaba establecida cierta sistematicidad en la recurrencia de la violación y el acoso sexual como motivo, en los términos del droit de seigneur.
Según un informe del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA), el 56 por ciento de los victimarios de mujeres jóvenes entre 12 y 21 años no pertenecía al entorno de las víctimas. “Estos números son llamativos ya que contrastan con las estadísticas generales, que señalan que el lugar más peligroso para una mujer es su propia casa”, dice el informe. Los espacios donde se dan las violencias machistas de forma privilegiada en esta franja etaria son espacios públicos y de esparcimiento: los bares, los boliches y la calle misma. Muchas mujeres jóvenes encuentran a su agresor en su mismo barrio, podría ser su vecino, el tío de una amiga. En los barrios muchas veces la división entre la vida privada y la pública se difumina y la plaza, la vereda, pasa a ser espacio común y a la vez espacio primario. Son chicas que están expuestas a una trama de violencias que se asienta en un continuum comunitario y en un pacto machista.
Esas pibas, dispuestas, engreídas, vulnerables, son propiedad comunitaria de los machitos de la barriada. Como el Estado no proyecta políticas públicas para esta población, las organizaciones feministas y las mujeres y adolescentes mismas proponen estrategias de cuidados para imaginar espacios nocturnos libres de violencias.
Al revés que en la voluntad contractualista que funda el pacto del poder del Estado, de origen más o menos democrático pero de consecuencias no necesariamente democráticas, la posesión del cuerpo femenino empieza en una guerra contra él, en una ausencia de consentimiento que puede derivar después en ciertas formas “democráticas” (la democracia es, tal vez, una sensación), dependiendo de cómo resulte el devenir matrimonial. Es difícil pensar a los cuerpos feminizados de otra forma que como la zona de los pactos sociales donde menos se ha practicado el consentimiento o donde, en todo caso, se lo practica de una forma a veces difusa.
En su análisis de la transición del feudalismo al capitalismo, Silvia Federici sostiene que el proceso de acumulación originaria no habría sido posible sin el plus de trabajo reproductivo no remunerado que históricamente las mujeres llevaron adelante. Este es otro elemento a tener en cuenta en la historia del consentimiento. Qué otro sentido tiene entonces la necesidad del consentimiento administrado de los cuerpos femeninos en el contexto del matrimonio, y la aseguranza que antes el señor feudal producía con el primae noctis para luego desplazarse a la consagración moderna en los rituales civiles de la venia estatal.
Noche de bodas vs. noche de brujas
Las feministas italianas comenzaron en los '70 a forjar ámbitos de estudio y activismo en los que intersectaron las genealogías del capitalismo, la iglesia y la caza de brujas, con sus resistencias silenciadas. Este movimiento fue crucial para el despliegue de una línea interpretativa que hoy comparten buena parte de los feminismos del mundo: no puede pensarse la imagen de la mujer silenciosa, suprimida, doméstica y obediente por fuera de la historia de la criminalización de las brujas como una trama de momentos cristalizadores de la imagen-mujer, que perdura hasta el presente. Y que todavía emerge en la forma en que Clarín tituló el femicidio de Melina Romero: Una fanática de los boliches que abandonó la escuela. Melina Romero, la víctima del femicidio, era efectivamente una chica a la que le gustaba salir con sus amigas, hasta que una noche las cosas no salieron bien. Entonces todo el dispositivo masculino, misógino de los poderes mediáticos y judiciales se encarnizaron con ella para interpretar, no la razón femicida, sino la razón fiestera que la habría llevado a morir. Estas formas se repiten con cada nueva muerte: la noche se construye como un territorio peligroso y prohibido al que las feminidades no debieran acercarse.
Ese contrapunto entre la luz, la casa, la escuela por un lado, y la noche, la gira, el boliche, la fiesta, es parte central de la disputa de sentido en que nuestras escrituras de la noche se inscriben.
La criminalización de la fiesta, de la gira y de la noche implica también el no reconocimiento de las estrategias que las pibas construyen, por las cuales negocian permanentemente sus condiciones de permanencia en las escenas del barrio, de la gira o su sexualidad. La soberanía en el despliegue del deseo de fiesta y de goce muchas veces se encuentra frente a frente con una forma del poder de la masculinidad que decide quién se enfiesta (en general son los hombres y las pibas las cautivas de esa fiesta), a quién se permite vivir y a quién se deja morir o se obliga a morir. Este formato de la masculinidad es similar al que menciona la mexicana Sayak Valencia en el ensayo Capitalismo Gore, sobre las condiciones de la ultraviolencia “visceral” en las que las nuevas masculinidades (los sujetos endriagos, medio monstruosos y medio humanos) resultan de una exaltación de la capacidad de llevar siempre a un nivel mayor la crueldad, el desmembramiento de los cuerpos, el consumo y la sangre. Una forma de soberanía típica de los tiempos del poder soberano que ya no es monopolio del Estado sino también potestad de grupos no estatales con niveles de estructura armamentística y económica a veces igual o superior a las de los Estados nacionales. No existe la construcción de formas de poder de dar muerte sin la construcción de procesos de subjetivación también de masculinidades asesinas, capaces de matar a sueldo o por placer. En el “devenir negro de la humanidad” que anticipa el camerunés Achille Mbembe, la humanidad avanza hacia una nueva fase de esclavitudes en las que el paradigma del biopoder da un giro hacia el necropoder, y la necropolítica ya no es una política de la higiene y la administración de la vida, sino de la muerte.
Las mujeres más jóvenes, especialmente, se dan estrategias de autocuidado para que la fragilidad en que las coloca la calle y la noche no atente contra su deseo de pasarla bien. A un pacto de caballeros se impone un pacto de amigas, de cuidarnos entre nosotras, prevenirnos, acompañarnos. ¿Cómo hacer para que las libertades conquistadas, el derecho al placer, no encuentre un freno inhibitorio en el miedo a los machos violentos? ¿Cómo hacer para que el grito del feminismo “nos mueve el deseo” pueda vivirse sin riesgo del disciplinamiento violento de los machos, el castigo de la opinión pública y la moralización de todxs? Con el cuidado entre pares: estamos para nosotras.
“Chateamos adentro del boliche, si hay un pibe que está medio gede nos avisamos y vamos a apoyar a la amiga”, dice Carolina, una piba de 17 años. El límite entre seducción y acoso, que algunos varones con relativa presencia en los medios de comunicación de la Argentina señalaron como difuso dentro del ámbito del boliche, es, por el contrario, muy claro para las mujeres jóvenes como Carolina: “Nosotras cada vez vamos más al frente, no hace falta ir por atrás o forzarnos, si hay onda es de los dos lados”. En una nota reciente, el divulgador de la filosofía Darío Sztajnszrajber dijo que “en el boliche está legitimado el rito del levante, hay consenso entre el hombre y la mujer para jugar el juego de la seducción, vale. Pero en la calle no”. En el supuesto juego de la seducción, ¿quién pone las reglas? ¿Por qué parte el varón de la “legitimación” dentro del boliche?
La recapitulación de la noche, de la fiesta y de la habitabilidad de los espacios públicos, junto con la soberanía sobre el cuerpo y el goce, requieren de prácticas que hallen en el ser las brujas o las fanáticas de los boliches un índice de subversión y resistencia antes que el borde peligroso a evitar. No hay que abandonar la deriva nocturna por las calles y la fiesta como derecho im-productivo, no reproductivo, corporal y no a disposición de nadie más que del cuerpo existente.
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