Wall Street decide mientras gradualistas y shockeadores discuten
La módica tendencia alcista de la tasa de fondos federales, que establece la Reserva Federal (banco central norteamericano, la FED), inquieta a los que financian a la Argentina. Es que por poco que aumente lo que tiene que pagar el país, quedará por fuera de los dólares de que dispone. Comienza el dudoso arte de tapar un agujero con otro. El endeudamiento contraído es alto por eso. La relación usual que se hace entre deuda externa / PIB (Producto Bruto Interno) dice poco y lo que dice no es muy pertinente. El numerador es en dólares. El denominador es en pesos. Se lo expresa en una u otra moneda para que proceda el cociente. En otras palabras, más deuda sobre PIB no necesariamente lleva al atolladero. Lo importante es que para pagar se necesitan dólares provenientes de exportar más de lo que se importa. Importamos más de lo que exportamos. Y, tal parece, en el inmediato porvenir seguirá así.
La relación no termina ahí. Los que financian, o tal como viene la mano van a refinanciar a la Argentina (en cierto tramo de la deuda ya está sucediendo) lo pueden hacer mientras no se alcancen ciertos límites. En el plano interno, cuánta combinación de baja de ingresos con desempleo es capaz de soportar la sociedad a partir de la eficacia de los analgésicos suministrados por la configuración política actual. En el plano externo, en tanto el mercado madre no presente un escenario sin sobresaltos. Wall Street no ostenta calma. El ángulo a observar en el derrotero al sosiego es qué de coyuntural y qué de estructural tiene la elevación autónoma de la tasa de interés perseguida por la FED. Lo que resulta del plano externo ya implica condiciones de refinanciación más onerosas. Además, potencialmente, menos dólares comerciales por las pulsiones proteccionistas en danza.
Unos detalles institucionales del funcionamiento bursátil permiten observar la posible consecuencia de estos cambios en la tasa de interés global. Hay que tener presente que en el capitalismo desarrollado la financiación de las inversiones se da mayormente a través de la bolsa de valores. Los títulos que cotizan, genéricamente hablando, son de dos tipos: acciones u obligaciones negociables. Salvo excepciones, las obligaciones son bonos de renta fija. Ande bien o mal la empresa que la emitió, paga esa suma, a menos que quiebre. En cambio, por las acciones se gana o se pierde a partir de los resultados de las empresas que las emitieron. Al ser tan líquidas, arbitran con la tasa de interés.
Sin IPO
Los inversores arman carteras con ambos tipos de títulos y bien diversificadas. La idea es no poner todos los huevos en una misma canasta. A largo plazo se espera que rindan lo mismo. O sea, que por medio de la tasa de interés igualan su rendimiento como activos financieros. El vaivén de las cotizaciones bursátiles es el mecanismo a través del cual opera esta igualación. No obstante, debe consignarse que de lejos la mayor parte de los cientos de miles de millones de dólares que ingresan a los EE.UU. en compensación del déficit de la cuenta corriente de ese país, se invierten en bonos tanto del gobierno como de las grandes corporaciones norteamericanas, cuyo rendimiento es fijo, por lo tanto, no condicionado por las fluctuaciones durante el ciclo, en cuyo caso el reembolso depende de la solvencia del deudor y muy poco de la situación general, o —cuando se trata de empresas— de sus resultados operativos. La tradicional oposición entre las respectivas determinaciones de los dos mercados, el de títulos de renta variable y el de títulos de renta fija, se sintetiza en la mentada diversificación de las carteras, por lo que un alza de la tasa de interés, tal los pasos actuales de la FED, le baja el rendimiento a todos los activos bursátiles, o sea a la cartera.
A los argentinos acostumbrados, de buenas a primeras, a grandes bandazos en los precios, previsiblemente les resulte decididamente insólito que un alza de un cuarto de punto remueva el avispero de semejante manera. Un ejemplo hipotético ilustra el al respecto. Una obligación negociable o bono del gobierno (ambos bonos de renta fija) se emite a 1.000 dólares y paga 40 dólares una vez por año a 10 años. 40/1000 determina una tasa de interés del 4 %. Ahora, la Reserva Federal eleva los intereses y estos que estaban al 4 % y volvían interesante comprar los bonos de renta fija, pasan al 5 %. Los bonos siguen siempre rindiendo 40 dólares. Pero 40 dólares son el 5 % de 800. De manera que perdieron el 20 por ciento de su inversión. 200 dólares en un par de días. Como los inversores buscan el rendimiento de una cartera diversificada se desatan todo tipo de operaciones que mueven fuerte las cotizaciones a efectos de minimizar las perdidas.
No pasaría nada si, en definitiva, las acciones y bonos fuesen de una mano a otra. Para que los fondos disponibles vayan a la producción tiene que haber nuevas emisiones. Si la bolsa viene mal, las emisiones se enfrían. Es que los inversores, esperando que la tasa suba, o sospechando que no puede permanecer tan baja durante tanto tiempo (como finalmente sucedió) están dispuestos a ofrecer un precio tan bajo por la acción que esto disuade a las empresas. Y eso es exactamente lo que ha pasado. Según datos de la Universidad de Florida, las OPI (Ofertas Públicas Iniciales), más conocidas por su sigla en inglés IPO (Initial Public Offerings), entre 1990 y 2002 se hacían a un promedio anual de 392. Entre 2003 y 2015 el promedio anual bajó a 110. Cuando la burbuja puntocom hacía furor, en 1999 hubo 547 OPIs y 439 en 2000. En 2015 fueron 117. El año pasado las OPIs correspondieron a 189 empresas, bastante mejor que en 2016. En 1997 cotizaban en la bolsa de New York 7.500 empresas. A fines de 2017, 3600. Lógico correlato. Desde 1970 no se veía un número tan bajo. Sin embargo el volumen de la actividad del mercado aumentó exponencialmente. La recompra de acciones por parte de las mismas empresas que las emitieron, más las fusiones y adquisiciones, conocidas por su sigla inglesa M&A (Mergers and Acquisitions), hicieron la diferencia. La rentabilidad esperada de las tecnológicas también empujó. Algunos estudios indican que entre 1990 y 1998, el 50 % de las cotizaciones respondían a ventas de empresas exitosas, generalmente compradas por una empresa más grande en la misma industria, a través del proceso de fusiones y adquisiciones. La otra mitad la explicaban las OPIs. En 2001-17, la participación de M&A saltó a alrededor del 90 %. El episodio de estos días alrededor de Spotify, empresa líder mundial en streaming musical (música por la Internet), también ilustra sobre esta situación. Comenzó a cotizar en la bolsa de New York pero no por medio de una OPI, sino dando a valuar al mercado las acciones que ya privadamente habían emitido; en posesión, entre otros, de sus empleados. Previeron que de lo contrario el mercado les iba a pedir ventajas que no estaban dispuestos a conceder.
Entre nosotros, asimismo, este proceso explica buena parte de por qué el índice Merval aumentó 98 % durante 2017. Un índice bursátil resume la variación del precio de las principales acciones que cotizan y marca la tendencia del mercado. Descontada la inflación y la quietud del dólar durante 2017, la economía argentina no estuvo para semejante avance. Desde mediados de 2015 hasta el año pasado las bolsas de los mercados emergentes subieron en promedio 35 %. Los fondos de Wall Street buscando rentabilidad fueron ahí y se calcula que explican el 25 % de las adquisiciones. Esos fondos son sensibles a lo que pase en New York y no en los emergentes. Las consecuencias de haber desecho los controles cambiarios en algún momento tendrán que sentirse en la bolsa porteña.
Masacre, gradualistas y shockeadores
Volviendo al plano global, el alza de las acciones y bonos equivalió a una caída de la tasa de interés real pagada a sus poseedores. Bajo estas condiciones la bolsa como centro de inversión se debilitó. La FED no tiene otro camino que subir la tasa para fortalecerla. Ante la certeza de que los intereses van a subir, se trata de permanecer líquido, perder de ganar. No invertir. Por la misma lógica anterior, una baja en las cotizaciones corresponde a un aumento de la tasa de interés real pagada a los poseedores de bonos y acciones. La tasa de interés de los bancos tiene que subir a ese nivel. No puede quedar por debajo más que por un tiempo.
El capital productivo no puede permanecer sin generar ganancias. El financiero sí puede continuar, esperando no perder. El impasse temporario del capital financiero rompe el equilibrio entre la oferta y la demanda de bienes de capital. Le sigue la de los bienes finales. La acumulación de este proceso, sino media una intervención política que se presume muy considerable, puede hacer derrapar al sistema hacia una crisis de sobreproducción.
Las murmuraciones de todo el mundo giran en torno a la esperanza de que una abrupta declinación del precio de los bonos del tesoro norteamericano no conduzca nuevamente a escenario de 1994, conocido como la “Masacre de los Bonos”. El año venía bien. Tanto que por temor al recalentamiento, la FED decidió endurecer la política monetaria y en febrero de ese año subió la tasa de 3 a 3,25 %. Un día después el interés picó en punta porque los grandes operadores estaban muy endeudados y se vieron obligados a liquidar rápidamente sus posiciones para reducir las crecientes pérdidas en sus carteras de bonos. Los cálculos de la época dicen que el aumento de las tasas del Tesoro a 30 años del 6,2 por ciento de febrero al 7,75 % de mediados de septiembre había rebanado más de 600.000 millones de dólares del valor de los bonos de los EE. UU. Y con el aumento de las tasas a largo plazo en todos los países importantes, la caída mundial de los valores de los bonos, ya en septiembre de ese año, rondaba los 1,5 billones de dólares.
Durante todo ese proceso, México, que había entrado en el NAFTA el 1 de enero de 1994, veía cómo se le iban las inversiones especulativas. Sus reservas estaban en caída libre. El llamado Efecto Tequila sobrevino tras la inevitable devaluación de diciembre de 1994. En una situación con muchas semejanzas a la actual, al menos en lo que hace a la apertura financiera y comercial y el endeudamiento, la Argentina recibió de llenó el mazazo de la vuelta de los dólares a Wall Street, acusando un 18 % de desempleo. Hasta la crisis de 2001 nunca se recuperó del todo y desde 1998 empeoró. Por supuesto, el culpable del Tequila fue el enorme déficit fiscal y el desbocado déficit de cuenta corriente de los aztecas. Finalmente los norteamericanos intervinieron para salvar a sus instituciones financieras comprometidas, diciendo que había que darle una mano al socio del NAFTA. Acá, el culpable junto al incontrolable gasto público y ese vicio populista de consumir, fue el Tequila, que nos obligaba a ajustarnos el cinturón. La Masacre de los Bonos como causa se esfumó del radar.
En la actualidad, los partidarios del gobierno se dividen entre los gradualistas, los númenes del despacito y los que quieren un shock; así, por un golpe de furca y de una buena vez, este país se enderezaría. Discusión abstracta si la hay, porque el gobierno tal y como lleva adelante su administración, depende en gran forma de los que acontezca en los centros financieros del planeta. Un reciente estudio que toma en cuenta lo sucedido en 190 países entre 1974 y 2012 encuentra que, en promedio, la magnitud de la pérdida persistente del producto es de alrededor del 5 % para las crisis de balanza de pagos, del 10 % para las crisis bancarias y del 15 % para las crisis gemelas. Este análisis señala que las recesiones de todo tipo pueden causar heridas económicas permanentes. En medio de un humor geopolítico que no es el mejor, más vale ocuparse de la realidad.
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