Demodé
La crisis política de reducir el Estado de bienestar que la mayoría electoral quiere preservar
Los liberales argentinos se inscriben en el lado oscuro de la fuerza. Eso se comprueba al observar las banderas que hacen flamear los portaestandartes de ese jamboree. Los íconos estampados en los lienzos convocantes expresan ilusiones imposibles que tienen la rara virtud de ser percibidas por los ajenos como factibles. Dos de las más sentidas son que pueden controlar la cantidad de dinero (y entonces la inflación) y que el tamaño del Estado —medido como porcentaje del producto bruto— se determina a partir de la voluntad del grupo político que está en su conducción, que en su caso siempre es la de empequeñecerlo.
En esa formulación queda implícito que el tamaño del Estado no responde a ninguna ley objetiva que lo convierte —al gusto de los cultores del lado oscuro de la fuerza— en un paquidermo desagradable. Entienden que o bien la demagogia del populismo o bien —haciendo gala de un anacrónico macartismo— el espíritu del “zurdaje” alientan a que devore impuestos para que crezca de tamaño. Obran así en contra del paraíso de la libertad, que tiene como uno de sus requisitos no morder la manzana estatal.
Como son monetaristas ramplones —a decir verdad, escasean los del tipo refinado—, alegan que es la cantidad de dinero la que al variar al alza hace subir en igual magnitud los precios. Ergo, si se controla la cantidad de dinero para que no varíe, no habría inflación. En el momento que los partidarios del lado oscuro de la fuerza ven aceptable incendiar el Reichstag, perdón, el Banco Central, y alientan la dolarización, queda expuesto a la luz del día que no tienen no sólo la mínima confianza en poder controlar la cantidad de dinero, sino la mínima aceptable idea de cómo hacerlo. Si no fuera así, ¿cómo habría semejante desconexión entre diagnóstico monetarista y terapia de dolarización? Después de haber vociferado que el Santo Grial está en frenar su cantidad, como no pueden controlar la circulación del peso argentino porque objetivamente es imposible, lo suprimen. No sea cosa de reconocer el error de concepto.
El mantra del déficit fiscal
La imposibilidad de controlar la cantidad de dinero de una economía tiene, en la nuestra, su particular historia de frustraciones y su explicación general. Si se revisa la experiencia argentina en materia de política económica desde la década del ‘60 a la fecha, en todo el período, casi siempre —y con muy pocas y cortas excepciones—, al mando de gorilas liberales, el mantra del déficit fiscal que obliga a emitir como responsable de la inflación jamás se les cayó de la boca y también jamás controlaron la inflación. Justamente, cuando tuvieron éxito fue porque, a través de la convertibilidad, impidieron que se muevan los precios. Es que son los costos los que empujan los precios y la cantidad de dinero de una economía se acomoda a eso transitando la secuencia que trazó Karl Marx: dinero-mercancía-dinero ampliado (por la ganancia).
La convertibilidad, al fijar los precios relativos en paridad de condición unitaria con el dólar, lo que hizo fue congelar la lucha de clases. Es que si el movimiento del dólar es lo que explica buena parte del alza de los precios, al impedir que se mueva y fijar una paridad, desaparecen las presiones inflacionarias generadas por el mercado cambiario y las otras se aquietaron por falta de consciencia política y por el desempleo enorme que creo la apertura librecambista. Es lo que buscan los dolarizadores actuales, sacarse de encima el problema que les propina la lucha política por mejorar la distribución del ingreso.
Los dólares que les tocan como valuación de las remuneraciones promedio de cada clase o sector social de un peso muy devaluado quedan así per saecula saeculorum. Que Dios ayude a cada clase o sector social si la cantidad de dólares de la remuneración promedio es muy baja de acuerdo a los estándares históricos valuados en pesos moneda nacional, lo que es previsible dada la marcada devaluación de la divisa argentina con la que arriba a una eventual dolarización.
A renglón seguido, la secuencia dinero-mercancía-dinero ampliado se iniciaría a un nivel tan bajo, que la masa de ganancias resultante sería muy flaca y —para decirlo con ironía— desarrollaría a gran velocidad una acentuación del subdesarrollo. Eso, además y fundamentalmente, siempre y cuando el resultado del comercio exterior (el proveedor de los dólares) sea positivo. Los dolarizadores son aperturistas por definición. El librecambio lleva indefectiblemente al déficit comercial, ni bien se recupera algo el consumo popular. No hay que cargar las tintas para saber cuál destino aguarda al argentino de a pie si ese es el horizonte.
Con el déficit comercial en ciernes (importaciones mayores a exportaciones), habrá que ajustar —aún más— a la baja, debido al curso forzoso del dólar. Menos masa de ganancias implica que están mal distribuidas, porque están muy concentradas, debido a que las actividades rentables están conectadas con el exterior, lo que supone una escala muy importante. En todo caso, muy por encima —en las antípodas— del paupérrimo promedio nacional. Pero si fuera el caso contrario, como el perfil exportador nacional —remozado por la minería— permite imaginar, el mercado interno es tan paupérrimo y la disposición política de estos reaccionarios —y por esos son tales— es nula para ampliarlo, que las ganancias del comercio exterior son invertidas en los países desarrollados porque ahí hay volumen de mercado que incita a eso. Acá —en esas circunstancias entrevistas— no. Esta receta del desastre es el sueño húmedo del país para pocos hecho realidad, el de costos tropicales y ganancias de la Quinta avenida.
En mal Estado
El republicano Ronald Reagan llegó a presidir los Estados Unidos alertando —entre otras y desde entonces expresiones muy caras al sentimiento liberal— que “el gobierno es el problema”. Al comenzar su primer mandato —tuvo dos consecutivos— bajó los impuestos a los adinerados. Luego, dado sus objetivos de política interna y externa, la realidad le hizo subir la presión impositiva, aunque volviéndola regresiva. Los ingentes subsidios a la innovación tecnológica que demandaba en la Guerra Fría, lo que dio en llamarse la Guerra de las Galaxias, por ser un sistema de defensa antimisiles con armas localizadas en el espacio exterior —carrera por la igualación que dejó exhaustos a los rusos y que explica mucho de 1989— y su keynesianismo accidental que hizo correr los más grandes déficits fiscales hasta entonces, demostraron cuál es la solución del gobierno. Algo objetivo debe haber que obliga a ampliar el tamaño del Estado, que no tiene que ver con el descarriado comportamiento de los populistas o el avieso del “zurdaje”.
La respuesta también a ese interrogante parece ser la que buscan los jóvenes republicanos de la generación de los millenials que se reúnen en la publicación trimestral American Affairs, fundada en 2017. No es la única, pero se cuenta entre las influyentes. La revista conservadora Tablet, al hacer una reseña de estas nuevas publicaciones republicanas (05/02/2020), caracteriza que “el producto central (de American Affairs) es una forma densa y técnicamente sofisticada de nacionalismo económico neo-hamiltoniano, impulsado de diversas formas”. Esta muchachada entiende que los republicanos fueron incapaces de consolidar las mayorías de (Richard) Nixon y (Ronald) Reagan porque sus gobiernos pequeños de línea dura estaban demasiado comprometidos con reducir un Estado de bienestar que la mayoría de los votantes querían preservar. Están en revertir eso a partir de Trump. Edward Luce, el comentarista de los sucesos de Washington para el Financial Times, que fuera speechwriter de Larry Summers cuando era Secretario del Tesoro del POTUS demócrata Bill Clinton, se siente obligado a informar que la clase trabajadora prefiere a Trump que al actual POTUS Joe Biden, porque el poder de compra de sus salarios subieron más entonces que ahora, que además están corroídos por la inflación.
En el último número de American Affairs (correspondiente al tercer trimestre en curso) el filósofo Anton Jager reseña el ensayo de Charles S. Maier: The Project State and Its Rivals: New History of the Twentieth and Twenty-First Centuries (El Estado como proyecto y sus rivales: nueva historia de los siglos XX y XXI). Maier es un prominente historiador de Harvard que a sus 84 años sigue dando clases. Jager consigna que «para desesperación de los liberales nostálgicos de la década de 1990, ha llegado “el fin del fin de la historia”. Como supone Maier, podría haber una conexión entre esta sensación de sorpresa y los juicios cómodos que tendemos a hacer sobre los últimos cien años de la humanidad. “Si el siglo XX significó el triunfo del liberalismo”, pregunta, “¿por qué han revivido los impulsos más oscuros de la época: el nacionalismo étnico, la violencia racista y el autoritarismo populista?” La pregunta proporciona la hipótesis de trabajo para la nueva monografía de Maier, un autodenominado "replanteamiento del largo siglo XX", que tiene como objetivo "explicar el desgaste de nuestra propia cultura cívica" y, al mismo tiempo, "permitir la esperanza de su recuperación". (…) Maier está en busca de una categoría unificadora para cohesionar nuestra experiencia histórica del siglo XX o, más específicamente, las formas de Estado que surgieron en el período de entreguerras, y que aún presentan desafíos tan desconcertantes para nuestra imaginación intelectual».
Jager señala que «Maier termina su libro con una nota conciliatoria. “Hoy —dice— muchos grupos políticos están dando a entender ‘atrévete menos con la democracia'”, que también es “un proyecto y que requiere negar el acceso a las urnas y tergiversar la información pública”. Sin embargo, “después de las experiencias totalitarias de mediados de siglo y las experiencias autoritarias personalizadas que son populares hoy en día, ¿se atreve uno a escribir: '¿Se atreven a más Estado?'”». Jager critica en este punto a Maier porque a su juicio el “renacimiento del Estado como proyecto requeriría un debido ajuste de cuentas con las coaliciones del proyecto que se agruparon en torno a él en el siglo XX. Precisamente esta pieza del rompecabezas falta en el deslumbrante fresco que nos ha ofrecido Maier”.
Para llegar a esa conclusión, Jager parte de observar que “los Estados de hoy son singularmente débiles frente al capital, lo que hace que cualquier proyecto transformador sea difícil de implementar. Sin embargo, restaurar la disciplina del Estado como proyecto sobre el capital requeriría disciplinar al Estado para que adquiera un proyecto per se. Dado que el populismo actual no tiene a su disposición coaliciones de proyectos duraderos, difícilmente puede restaurar esta disciplina; en consecuencia, los populistas suelen optar por coaliciones fáciles de rentistas que filtran la riqueza de sectores específicos pero que difícilmente desafían los patrones generales de inversión”.
Si se admite que acá y en cada rincón del planeta está dando vueltas una situación política estructural con eje en el Estado (al fin y al cabo alrededor del 50 % del PIB en los países desarrollados y algo menos en el promedio del G-20), cuyo mensaje es que todo se desvanece antes de solidificarse, en el plano coyuntural se otea cómo se le está tirando nafta al fuego, según los datos que surgen del informe End Austerity: A Global Report on Budget Cuts and Harmful Social Reforms in 2022-25 (Poner fin a la austeridad: un informe global sobre recortes presupuestarios y reformas sociales dañinas en 2022-25 ) de Isabel Ortiz y Matthew Cummins. Publicado en septiembre de 2022 por la Initiative for Policy Dialogue (IPD, Iniciativa para el diálogo político) de la Universidad de Columbia junto a otras instituciones educativas y ONG, este informe expone los peligros de un shock de austeridad post-pandemia, mucho más prematuro y grave que el que siguió a la crisis financiera mundial.
Encuentra que 143 países, incluidos 94 países en desarrollo, están implementando medidas políticas que socavan la capacidad de los gobiernos para brindar educación, atención médica, protección social y otros servicios públicos. Las medidas de austeridad incluyen la reducción de los programas de protección social para mujeres, niños, ancianos y otras personas vulnerables, dejando sólo una pequeña red de seguridad para una fracción de los pobres; recortar o limitar los salarios y el número de docentes, funcionarios y personal de la salud y eliminar subsidios; privatizar o comercializar servicios públicos como la energía, el agua y el transporte público; y reducir las pensiones y los derechos de los trabajadores.
El informe presenta la incidencia de los recortes presupuestarios basados en proyecciones del FMI en 189 países hasta 2025 y revisa los últimos 267 informes nacionales del FMI para identificar las principales medidas de austeridad que están considerando los Ministerios de Finanzas y el FMI en cada país.
Del análisis se desprende que el 85 % de la población mundial vivirá bajo medidas de austeridad para 2023. Es probable que esta tendencia continúe al menos hasta 2025, cuando el 75 % de la población mundial (129 países) todavía podría vivir bajo estas medidas. En 2023, se prevé que 94 países en desarrollo recortarán el gasto público frente a 49 países de altos ingresos. Además, la contracción general promedio es mucho mayor que en shocks anteriores: 3,5% del PIB en 2021. Más de 50 países (27% de la muestra) parecen estar adoptando recortes presupuestarios excesivos, definidos como un gasto inferior al (ya bajo) niveles pre-pandémicos.
En lugar de medidas de austeridad dañinas (o “consolidación fiscal”), el informe sostiene que los gobiernos deben identificar urgentemente opciones de financiamiento alternativas para apoyar a sus poblaciones que enfrentan crisis múltiples y agravadas, desde crisis sanitarias, energéticas, financieras y climáticas hasta costos de vida inasequibles.
Frente a este panorama, se percata que los liberales argentinos forman parte de la multitud que atrasa. Pero en esa carrera contra el destino da la espina de que son los que —por lejos— más atrasan.
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