Democracia e igualdad
No todo gobierno surgido de comicios ni todo modo de gobernar son democráticos
No soy yo quien puede enseñar a alguien qué es la democracia; no fui docente en Derecho político, ni soy sociólogo con dedicación a la especialidad, ni periodista u opinólogo necesitado de calificar los hechos gubernamentales y, para ello, usar palabras claramente definidas, ni, en fin, político práctico que busca y tiene que situarse en una posición determinada o está obligado a definir su función y el gobierno al cual pertenece. A duras penas soy un ciudadano como la mayoría de ustedes, que procura usar bien el lenguaje, sin engañar con el mero uso de la palabra o del vínculo entre ella y su acción. La palabra —de origen griego— que nos remitía al gobierno del pueblo —no confundir con el agregado: para el pueblo— de una nación, de un país o de un simple vecindario, esto es, que refería tan sólo al poder político, fue agregando a mi juicio, modernamente, ciertos elementos, casi todos favorables a los gobernados —derechos adquiridos—, que, al tiempo que amplían su significado, restringen su práctica, pues no todo gobierno surgido de comicios populares es democrático, ni todo modo de gobernar satura, satisface o representa la palabra democracia. Por lo demás, no sólo la pregunta acerca de su significado —¿qué es democracia?— satisface la información buscada, sino que otras preguntas adhieren a ese interrogante, sobre todo aquella que nos remite a la consideración de ¿para qué nos sirve la democracia? o ¿a quién ampara o le es útil la democracia?
Hoy en día la residencia del poder político en los ciudadanos representa una verdad de Perogrullo y por ello se dice que el gobierno que nos deja es democrático, al menos en sus comienzos, una democracia que yo me atrevería a calificar como inexistente o, cuando menos, como mínima, menor o de muy baja calidad, según lo que veremos. Por lo pronto, ella no surge de la mayoría del pueblo del país en comicios, sino, antes bien, de un método matemático de lograr un gobierno ejecutivo con la reducción a dos de las alternativas políticas, las más votadas en la primera elección, que, sin embargo, no representan a la mayoría de los ciudadanos cuando las cifras de los comicios no arrojan diferencias mayores sino que atribuyen el Ejecutivo a simples minorías: el mal llamado ballotage —balotaje en castellano—, por influencia francesa de una época particular, que, entre nosotros, trasforma el poder político y, por ejemplo, lo torna ilusorio o depredatorio en el Parlamento. Estimo que los habitantes de este país lo han visto funcionar en los primeros tiempos bajo la forma de salvación de la unidad de decisión nacional llamada graciosamente asegurar la gobernabilidad. El apartarse considerablemente de las instituciones y de los principios declamados por cada grupo en los comicios para sus adeptos o de la bandera de su formación partidaria de años, condujeron, aunque más no sea parcialmente, a los resultados que hoy tenemos ante nosotros. No quiero usar el término traición —o traidor para quienes lo practicaron— para no ser insultante aquí, ni sugerir una discusión al respecto.
Es precisamente por ello que las democracias, para ser comprendidas hoy, son calificables o bien como meramente representativas, operadas por personas que, al menos teóricamente, representan en principio ciertas soluciones para el bien común o bien de acción directa: vale la pena de situar como de este último tipo a las preguntas al pueblo por medio de comicios sobre ciertas materias y soluciones —asambleas locales, referéndums o alternativas ciudadanas—, por ejemplo, a la llamada acción de revocación del mandato de ciudadanos electos (Constitución C.A.B.A., art. 67). Nótese, sin embargo que la palabra Asamblea, donde se define a las políticas a seguir o soluciones frente a problemas, forma parte tanto históricamente, como en su significado, de la democracia. Dicho esto, es posible retrucar al pesimismo de Mario Wainfeld, abogado y periodista que expone en Página /12, que siempre ha dudado sobre la utilidad de un sistema parlamentario, expresando que, al menos en la teoría, él se corresponde más con la democracia que el llamado presidencialismo, de creación por los EE.UU. Que en la práctica de ambos sistemas se han desarrollado y desarrollan movimientos antidemocráticos es algo que ni siquiera necesita ser probado de la mano de una variedad de ejemplos: el nazismo alemán y su jefe, Hitler, fueron producto de un sistema de gobierno parlamentario. El problema no es ese, sino, antes bien, la determinación de aquel gobierno que se corresponde —al menos idealmente— con un gobierno democrático, en el cual las políticas desarrolladas por ejecutivos y jueces provienen de decisiones parlamentarias y no de sus ejecutores. Es esta también la explicación del por qué las políticas parlamentarias, expresadas en leyes o normas, provienen, cuando una mayoría no se impone, de ciertos diálogos entre actores políticos (partidos) que fijan previamente el sentido, en ocasiones no coincidente de modo pleno, con uno u otro interviniente en el diálogo. Así también reparten los oficios ejecutivos, de común acuerdo, cuando él se logra. Todo un sistema representativo que se establece públicamente, en asamblea de ciudadanos o vecinos, o —diría— privadamente, mediante frentes o coaliciones o alianzas previas a los comicios, como sucede regularmente entre nosotros. Prefiero, sin asumir la demostración en contrario, el método público en el que dos o más opiniones políticas, cada una con cierta cantidad de opiniones o simplemente votos a favor, asumen que gobernarán en conjunto fijando las políticas generales en que se funda el acuerdo —casi siempre correspondientes a sus historias políticas— y aquellas que dejan de lado por no haber logrado ninguno la mayoría necesaria para imponerlas parlamentariamente. Conforme a esas políticas comunes, pactadas públicamente en la Asamblea, es que se nombra a sus ejecutores –ministros o secretarios de Estado— y, quizás, también a los jueces, sobre todo cuando los designa el parlamento. ¿Por qué prefiero este método? Vale la pena defender aquí sus puntos de partida.
No creo que ni el Ejecutivo ni el Judicial toleren llamarse poderes del Estado en el mismo sentido que el parlamento. Es este último, organizado de diferente manera en cada uno de los Estados, el que debe fijar las políticas públicas mediante el principal instrumento que es la ley y, en especial, la ley de presupuesto. Al Ejecutivo, como la palabra lo indica, le toca ejecutar esas políticas en la rama social correspondiente y, precisamente para ello, el parlamento nombra los ministros del ramo con acuerdo previo, cuerpo que, casi siempre, dirige como conjunto un ministro Presidente o general. No se trata, como aquí sucede, que el parlamento vota casi por unanimidad una ley de emergencia alimentaria y el Presidente del país la ejecuta cuando quiere, cuando a él le viene bien o tiene ganas de hacerlo. Los ministros de un sistema parlamentario son juzgados conforme a la realización de las políticas decididas en la asamblea. Sucede lo mismo con los jueces: la máxima principal del PodeJudicial, aquí llamada independencia de los jueces en el momento de decidir —esto es, en verdad, libertad de decisión, que es la tarea que los jueces realizan en casos particulares—, siempre rezó: los jueces son independientes de todo poder del Estado al decidir, salvo su sumisión a las determinaciones impuestas por la propia ley (parlamentaria), con lo cual resulta claramente prohibida la influencia externa, y, según yo creo, también la interna —de tribunales superiores sobre inferiores—, con la salvedad de las políticas parlamentarias impuestas legítimamente, aspecto que determina la necesidad de una organización judicial horizontal —no vertical, como nosotros la conocemos—. Este es otro problema para el Derecho judicial —procesal— que nosotros no hemos tan siquiera discutido aún y que supera las posibilidades de esta explicación. Sólo diré que el sistema llamado difuso, de control de constitucionalidad, según el cual cualquier tribunal puede dejar de aplicar la ley vigente parlamentariamente con sólo sostener que no cumple con la constitución (ley de mayor rango) y aplicar su propia solución al caso, carece de sentido y resulta necesario pensar en cómo organizar un control de constitucionalidad de las leyes efectivo y razonable. (¿La Corte Suprema con otra organización?) Por tanto, Poder del Estado, con mayúscula, sólo es la Asamblea popular, tal como la conocemos genéricamente desde el arribo del liberalismo; los otros dos poderes se desprenden de él y completan su función. En este sentido, cabe la discusión acerca de su organización: dos cámaras con iguales poderes en el Estado federal, una representando a los ciudadanos y otra a las provincias, una sola cámara sin responsabilidad federativa, o, según yo creo, dos cámaras, cuyos miembros son electos por comicios, una de las cuales es elegida popularmente y la otra que, con cualquier método de elección, responde a los intereses de los Estados locales o federados, y sólo interviene en competencias detalladas por la Constitución de interés correspondiente a los estados federados.
Pero aquí no finaliza la discusión y el debate sobre el orden democrático. Resta, al menos, hablar de la igualdad, de la verdadera igualdad entre socios, vecinos o ciudadanos, sin la cual, alcanzada en un nivel determinado, resulta hoy imposible establecer un régimen democrático. En la América Latina, como ha sido dado en llamarse parte del continente americano colonizado por España y Portugal, las distinciones de clase, en el sentido más crudo y fiel del poder económico-social, superan todo lo imaginable y sus diferencias son las mayores del mundo. Es preciso una mejor distribución del ingreso nacional, un mayor acercamiento entre los niveles o polos de los que parte el desarrollo de la vida de sus ciudadanos para poder lograr un Estado que pueda llamarse democrático y su gobierno adjetivado de la misma manera. Piénsese en que lo único democrático del todo que conocemos son los comicios para elegir autoridades, donde cada persona es un voto, cualquiera que sea su poder socioeconómico, su educación y su cultura. Vivimos en Estados que, cuando mucho, pueden ser calificados como predemocráticos. Precisamente por esta razón nuestro país transcurre políticamente en un movimiento pendular —como varios de sus hermanos continentales— entre una mayoría de escaso o nulo poder económico-social, sobre base obrera, y una minoría de alto poder socioeconómico, que adquiere el poder político de modo diferente a los comicios populares, salvo la última excepción nuestra que, a mi juicio, no es tal, pues responde a una creación ficta. La pobreza, alejada por campos casi infinitos de la riqueza y de la satisfacción de derechos mínimos, es la regla entre nosotros, que no lograremos establecer una verdadera democracia a menos que consigamos una mejor distribución del ingreso nacional, que ha dado en llamarse justicia social, expresión popular que debemos al partido que mejor ha representado a las clases humildes o desposeídas. En este sentido, el ideal de la igualdad de posibilidades de todo ciudadano tolera que, para constituir una democracia, se instituya un nivel que todos, sin excepción alguna, debemos alcanzar y, si el ingreso nacional lo torna posible, en el resto sobrante juegue el liberalismo, paradigma del capitalismo que algunas sociedades nacionales lograron alcanzar en la época del Estado benefactor. Por lo tanto, resulta cierto que, sin poner límites a la riqueza, a la acumulación, resulta imposible erradicar la pobreza y la indigencia; esos límites no sólo alcanzan ciertos niveles económicos y de poder político, sino, además, impiden la concentración en pocas manos, hoy evidente. En ocasiones tales poderes y límites viven disimulados pobremente tras varios artilugios políticos y prácticos. De tal manera, el ideal de la igualdad condiciona al significado de la palabra democracia y resulta imposible calificar de ese modo a un gobierno que alcanzó un nivel máximo de pobreza y otro del mismo tenor en la concentración de riqueza; ello determina, sin lugar a duda, un poder político antidemocrático. Eso es, en verdad, lo que se expresó casi popularmente sobre el gobierno nuestro que finaliza: gobierno de ricos y para ricos.
A nuestro entender, los derechos humanos son consagrados multinacionalmente —universales— en el texto de las convenciones y tratados internacionales sobre DD.HH., vigentes en todos los territorios continentales y, en ocasiones, como en la nuestra, previstos en su propia Constitución. En verdad, no son más que detalles prácticos de la igualdad de los seres humanos, rigurosa y francamente reconocida por el Derecho internacional, igualdad que se tornó necesario reconocer en modo de derechos del ser humano a esas igualdades después de las dos rudas conflagraciones humanas entre países hoy llamados del Primer Mundo, eso es, superapreciados cultural, técnica y científicamente y de la conquista que ellos pretendían sobre otros territorios. Se trata así de un desprendimiento de la calidad humana de los miembros de un Estado, que no puede ignorarse, si se aspira a una república y a un gobierno democráticos. Por la falta de varios de estos factores me he desgañitado en observar que no vivimos en una república democrática y que, por supuesto, en esos últimos cuatro años no fuimos gobernados democráticamente. Dios quiera que, en el futuro, alcancemos esas metas. Las condiciones reales no son las mejores pero ciertas personas del anunciado gabinete presidencial lo tornan esperable.
A una de esas personas, a la que siento mi amiga, quiero dedicar este artículo de un humilde servidor.
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