Las políticas que excluyen, sencillamente matan
Puesto que las “Ciencias Sociales” son relativamente nuevas, es frecuente que para expresar realidades o dimensiones de estudio recurran a términos creados en otros ámbitos. Es el caso de “carisma”, que Max Weber toma del ambiente religioso, por ejemplo. También se recrean otros términos llenándolos de nuevos elementos (sumados a los tradicionales), como son los casos de “imperio” (Michael Hardt, Toni Negri) o de “capital” (Thomas Piketty). Pero con frecuencia se ha de recurrir a neologismos para expresar algo que “empieza” a pensarse de un modo nuevo. Tal es el caso de “emprendedurismo” o de “meritocracia”, términos estrella del gobierno neoliberal argentino. Quisiera entonces referirme a un neologismo creado por el politólogo de los EE.UU. Rudolph Joseph Rummel (Hawaii, 1932-2014): democidio. Por lo que entiendo, él pretendió ir más allá de la idea de “genocidio”, y analizó los crímenes contra sus propias poblaciones como fueron los casos de Stalin, Mao y otros de “limpieza étnica”. Fue así que acuñó el término que ha tenido un cierto suceso. Sin embargo me permito una precisión: suponer que el único modo de exterminio violento pasa por el derramamiento de sangre es, por lo menos, muy limitado (si no cómplice o aquiescente).
Desde hace mucho tiempo tenemos claro que hay una violencia primera (institucional/izada), y olvidar que se trata de violencia es peligrosísimo. La violencia primera no es tirar piedras, o reaccionar a esa violencia originaria. A esto ha de sumarse que la violencia represiva en casi todos los casos reacciona en favor de la primera y en contra de la segunda. (O lo que es gravísimo, en defensa de la “propiedad” —que es privada, porque miles están privados de ella— antes que en defensa de las personas. Es evidente que para cierto sistema político, la propiedad es más valiosa que la vida. Por eso es “comprensible” que se mate a alguien que ha robado un celular, por ejemplo.)
Precisemos: el sufijo –cidio (del latín, caedere, matar) indica la ejecución de algo (plagui-cida, fratri-cida, sui-cida…). Ahora bien, sería muy pobre —o cómplice, insisto— pensar que sólo por las armas se puede “matar”. Veamos un ejemplo: “dejar morir” a los migrantes embarcados en el Mediterráneo sin duda se trata de “matar” por no poner los medios necesarios para que vivan. Desentenderse del hambre, epidemias, cataclismos también lo es. La desidia de los “países centrales” (sic) ante la epidemia de SIDA en África, sin duda no es inocente.
Y aquí entro en tema: es evidente que hay políticas que sólo están pensadas “para pocos” (para pocos como los políticos que las ejecutan, por cierto, ya que ellos están “incluidos” en ese grupúsculo). El resto, los que no son tenidos en cuenta, “sobran”, son “excluidos”, molestan. Y si todos esos que molestan “no estuvieran” todos “ellos” serían felices. Si hay plagas, inundaciones o hambre, tristeza o enfermedades, pues se los tiene en cuenta como “daños colaterales”. Las políticas que excluyen, ¡matan! Sencillamente, matan. El hambre mata, las malas o ausentes políticas de salud, matan, la tristeza o la desesperanza mata. La represión mata. Y si matan, hay –cidio. Un gobierno que se desentiende de la vida digna de sus ciudadanos, que los deja librados a su suerte (emprendedurismo, meritocracia) es democida. Así de sencillo. Así de cruel. No está mal, para empezar, tener esto en cuenta. Porque de violencia se trata, quienes creemos en la fuerza de la no violencia debemos estar alertas. Los documentos de Medellín, que este año cumplen fecundos 50 años, afirmaban: “Debemos reafirmar nuestra fe en la fecundidad de la paz. La violencia no es ni cristiana ni evangélica. El cristiano es pacífico y no se ruboriza de ello. No es simplemente pacifista porque es capaz de combatir. Pero prefiere la paz a la guerra” (Paz 2. #15).
Prefiere la vida a la muerte, la verdadera, auténtica y comprometida demo-cracia al doloroso demo-cidio. Ante un gobierno de democracia meramente formal, y de muy baja seriedad, y de auténtico demo-cidio, es de esperar que se reagrupen las fuerzas de la vida, dejando de lado todos los razonables puntos de vista diferentes, y trabajen intensa y mancomunadamente por un pueblo (demos) feliz. En especial los pobres, ¡se lo merecen!
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