Delito y ostentación
¿Por qué vestirse de chorro para salir a robar?
En las últimas décadas la cultura delincuente –profesional y adulta– que organizaba gran parte del mundo del delito predatorio se fue desdibujando. No es un proceso nuevo y lleva varios años consolidado. Es muy común escuchar todavía en las cárceles, en boca de los viejos chorros, con antecedentes y mucha experiencia, que “se rompieron los códigos”, que “la calle se pudrió”, “ya no es lo que era antes”. Son afirmaciones hechas con nostalgia e indignación. Nostalgia, porque sus reflexiones están hablando de un mundo que ya no existe; e indignación, porque aquellos chorros se saben desplazados, fuera y dentro de la cárcel, por estos nuevos e intrépidos actores. En otras palabras: los códigos de la delincuencia plebeya que ordenaban el delito y sus violencias, adentro y afuera del barrio, adentro y afuera de la cárcel, no solo ya no detienen las transgresiones o las violencias excedentes, sino que tampoco operan como marco de interpretación de la conducta propia en relación a la ajena. Los viejos códigos que reproducían las jerarquías en el mundo del delito han perdido eficacia.
Uno de los criterios más importante que orientaba las acciones de los chorros era la discrecionalidad. El código imponía una performance vertebrada alrededor de la simulación. Nadie salía a robar con un cartel en la frente que decía “soy chorro”, “voy a robar”. Como me cuentan algunos amigos presos: “Se salía bien careta”, “había que ponerse cheto para la ocasión”, “no llamar la atención”. Por el contrario, cuando uno revisaba las carpetas modus operandi de las policías que reunían las fotografías de las personas detenidas inmediatamente después o durante los hechos, o las filmaciones de las cámaras de seguridad que suelen ser utilizadas por algunos programas de televisión, se encontrará con un estereotipo o, mejor dicho, se sorprenderá que los estereotipos que tenemos sobre los delincuentes no están muy alejados de la realidad. No estoy hablando de todos los delitos predatorios sino sobre todo de los delitos callejeros, especialmente, los atracos o arrebatos en la vía pública.
¿Qué está sucediendo acá? ¿Por qué los llamados pibes chorros se visten de chorros para salir a robar? En este artículo me gustaría explorar algunas respuestas muy provisorias para estas preguntas que todavía tienen mucho trabajo de campo por realizar.
El pibe chorro hiperreal
Hace unos años, en el libro Hacer bardo, empleamos la categoría pibe-chorro-hiperreal para designar a aquellos adolescentes que no cometían delitos pero se vestían, caminaban, posaban y hablaban como nos decían que se vestían, caminaban, posaban y hablaban los pibes chorros de su barrio. Aquellas pantomimas eran más verdaderas que la realidad. No sólo porque estaban hechas con nuestros prejuicios y temores, sino porque también nos contaban de algunos consumos y actitudes de muchos jóvenes que se identificaban con la nueva cultura criminal. Una cultura que no estaba hecha solo de delitos callejeros sino de mucha esquina, jodas privadas, fútbol, usos de drogas ilegalizadas, motitos tuneadas, aguante a la violencia policial y bardeo a los vecinos ortivas. Una cultura sembrada de pistas falsas, donde no todos sus integrantes están comprometidos con el delito, y otros sólo suelen derivar hacia el delito para divertirse o motorizar la grupalidad.
La nueva cultura de masas propone un estereotipo de delincuente juvenil que, con el paso del tiempo, después de tanta producción cinematográfica, tanta serie, tanta música, tanta noticia o “informes especiales” enlatados, y tanto olfato policial, se ha convertido en una imagen seductora o muy atractiva, en otra profecía auto-cumplida. No sólo porque ofrece un modelo de éxito y sensual para las biografías que no tienen demasiado porvenir u horizonte, sino porque aporta buenas dosis de adrenalina y abre un campo de experiencias para saber lo que puede un cuerpo. Un modelo que, dicho sea de paso, está a la altura de la subjetividad neoliberal: carreras individuales en un mundo donde rige la ley del más fuerte, donde lo que importa no solo es tener sino ser una persona reconocida. Un reconocimiento atado a la tenencia de determinados objetos encantados que se disponen para ser puestos de manifiesto.
El universo del pibe chorro es del orden de los simulacros entremezclados. Un juego donde se trenzan fabulaciones y sobre-fabulaciones. Un mundo hiperreal con consecuencias (¿mágicas?) concretas en la vida real. Ese imaginario hiperreal, sobre-fabulado, montado sobre los estigmas fantasmáticos y fabulados por los vecinos que habilita la violencia policial, se convierte en un insumo para responder la pregunta del millón con los que se miden estos jóvenes: quién soy yo.
Hablamos de híper-realidad no sólo para dar cuenta de nuestra incapacidad para distinguir la realidad de los fantasmas que nos asedian, sino para nombrar las fantasías que despiertan en los jóvenes cuando la ficción puede ser la oportunidad para desquitarse de la realidad. Los pibes de carne y hueso no son inmunes a los estigmas. Mucho más cuando el mercado se apropia de ellos y los devuelve con prestigio. Los jóvenes toman esos fantasmas y montan una pantomima.
El pibe chorro es el joven que se puso a la altura de nuestros prejuicios, que se montó sobre nuestros fantasmas, que se ríe y divierte actuando nuestros temores, las fábulas que hemos contado durante mucho tiempo sobre él. Dicho en otras palabras: es el joven que sobre-fabula arriba de nuestras fábulas. He aquí, entonces, otro círculo vicioso. Ya lo dijo Norbert Elias: dale a un grupo un nombre malo que ese grupo tenderá a vivir según él.
En busca del cartel
La investigadora rosarina Eugenia Cozzi, en su libro De ladrones a narcos, nos cuenta las transformaciones del delito en el ambiente criminal. Ladrones que se hicieron narcos, ladrones que se enfrentaron a los narcos, narcos que tentaron a los jóvenes que venían pendulando entre el trabajo precario, el ocio forzado y algunas transgresiones más o menos violentas, jóvenes tiratiros que hicieron de la violencia un vector para hacerse un lugar en ese mundo cada vez más estrecho, infame. Cozzi llama a estar atentos al giro expresivo del delito: detrás de las disputas interpersonales entre grupos de jóvenes en los barrios plebeyos donde se dirimen sus picas y broncas a los tiros; y detrás de las expectativas que despierta el universo transa, está la búsqueda de cartel.
Para entender la importancia que tiene el cartel o la fama en el barrio, para comprender la centralidad que tiene la acumulación de capital simbólico en las disputas interpersonales, no hay que perder de vista la impotencia instituyente o la crisis del lazo social de las instituciones tradicionales. Hace rato que la familia, la escuela y el mundo del trabajo dejaron de proveer los marcos para desarrollar experiencias sociales, y los insumos morales para componer una identidad.
El lugar que tuvieron aquellas instituciones o trincheras culturales lo fue ocupando el mercado, cada vez más prepotente y con la capacidad de interpelar a los jóvenes –y no solamente a los jóvenes– para que asocien sus estilos de vida a determinadas pautas de consumo. Un mercado mediado por las experiencias situacionales que fueron desplegando los grupos de jóvenes en los barrios. Se sabe, los consumos nunca son pasivos. Se lee el mercado a través de la grupalidad, de los usos creativos que los jóvenes van innovando.
Ahora bien, no solo los vecinos del barrio y del resto de la ciudad y sus periodistas etiquetan a los jóvenes de su barrio, sino que los mismos pibes se la pasan colgando cartelitos que o bien devalúan, cuestionan o impugnan el prestigio con el que se hacen presentes en el espacio público, o bien lo confirman, certifican o inflan ese cartel. El cartel no se gana de una vez y para siempre, es relativo y relacional. Tener un cartel o un nombre es estar dispuesto a defender el cartel, hacerlo valer. Un cartel que no siempre prestigia a los actores, a veces quema, generándoles dificultades extras con las cuales deberán aprende a lidiar.
Cuando el mundo se desproletariza y las escuelas están cada vez más lejos del mundo de estos jóvenes, las experiencias grupales en el barrio adquieren mayor centralidad. La manera de tener un cartel que les permita hacer frente a los estigmas que pesan afuera pero también adentro del barrio, llevará a muchos jóvenes a vincularse o coquetear con experiencias criminales callejeras rimbombantes. En efecto, la manera de transformar la vergüenza en orgullo, de emblematizar los estigmas, será a través de experiencias hechas de violencias y ostentación. Una violencia emotiva pero también expresiva, dos dimensiones que no hay que perder de vista si se quiere comprender las novedades del nuevo ambiente.
Los jóvenes invierten mucho tiempo y toman demasiados riesgos en busca del cartel que les devuelva un lugar en un mundo que se les va haciendo cada vez más estrecho. No es casual que posen y hagan alarde en sus redes sociales con armas y los objetos robados. Entrenan un personaje de tipo duro que después necesitarán para salir a robar. Los jóvenes van en busca de un reconocimiento y están dispuestos a pagar un alto precio por el mismo. Saben que la fama llega también con difamación, pero se contentarán con la admiración y el espanto que despiertan en su entorno cercano.
El fetichismo de la expresividad
Los jóvenes que delinquen no son extraterrestres, forman parte de la cultura de la época tomada por las identidades. Hoy se está consolidando una transformación de largo aliento: la expresividad. Un nuevo mandato impone el mercado y la cultura de la identidad. La búsqueda de la expresividad en la vida cotidiana, sea en el tiempo libre, en la vida fuera del trabajo y en el alejamiento y rechazo al trabajo. No hay en los pibes chorros una contracultura o, en todo caso, las formas contraculturales que se desarrollan en el ambiente no tardan en ser captadas y transformadas en nuevas mercancías universales y universalizables. Prueba de ello son las figuras L-Gante, Zaramay, Yung Beef o Bren Legui “la diabla”.
Jóvenes que se desplazan por la ciudad tirando cortes con sus motos, que escuchan música a todo volumen en el espacio público usando parlantes portátiles con Bluetooth, que miran reels o videos de TikTok o YouTube en el bondi o el tren sin usar auriculares, que dialogan de manera provocativa y en voz alta, todo eso sin importarles si el otro está trabajando, estudiando, queriendo descansar o hay un hospital en la otra cuadra. Ahora se trata de “yo”, de la expresividad y primacía del yo. La demanda constante de reconocimiento impone la invasión del espacio del otro, la degradación de la vida en común. Como dice el Indio Solari en El tesoro de los inocentes: “Juegan a ‘primero yo’ y después a ‘también yo’ y a ‘las migas para mí’”. Los jóvenes –y no solamente los jóvenes– solo quieren llamar la atención, no ser uno más en la sociedad, ya no se sienten parte de ningún colectivo. Encima tienen al mercado de su lado que los alienta a hacerlo sin culpa ni devoción.
Quiero decir, salir a robar es salir a tirar facha. Salir a robar es la oportunidad de tener un cartel fachero. La facha con la que se roba nos habla de la continuidad que existe entre el ocio forzado, el robo y la joda. Tres actividades que exigen el mismo vestuario, la misma pose, el mismo cartel. No hay ninguna línea que separe la diversión del “trabajo”. Salir a robar es salir a ostentar, ganarse la atención de todos, la admiración de los pares y las pibas pero también el temor del resto de los transeúntes.
Payasos atrevidos
No es casual que los chorros o viejos ladrones –que todavía se sienten interpelados por los códigos de la delincuencia tradicional– tomen distancia de estos jóvenes atrevidos, cada vez más duros, que usan la violencia de manera emotiva y expresiva, no instrumental, y los llamen “rastreros”, “cachivaches”, “anti-chorros” o “giles”.
Como nos contaba una persona que entrevistamos en un penal: “son unos payasos”, “me hacen reír, dan lástima”, “andan disfrazados por la vida, se pasean con cara de malitos y solo lastiman a la gente grande o los niños, indefensa, picoteando en grupo, y encima por un celular”.
La figura del “ladrón” subsiste como reserva moral en el ambiente, no solo porque les permite a los chorros auto-percibirse como actores “con códigos” que los separan y distinguen de los otros actores que imperan en el barrio (los transas y rochos), que no solo les agregan más violencia a los delitos, sino que han contribuido a degradar las redes de solidaridad social.
Termino y lo hago con otra canción del Indio Solari, Pogo, donde escuchamos: “Comen de la Cajita Feliz / Y bailan el pogo del payaso asesino”. En efecto, si tuviéramos que buscar una imagen arquetípica para ilustrar una tendencia, parte del delito juvenil hoy día, apelaríamos a la figura del payaso. Un payaso es una caricatura hecha de alegría y tristeza a la vez. A juzgar por sus acciones, es difícil saber dónde termina la diversión y empieza la agresión. Su rostro está hecho de muecas que el maquillaje no consigue disimular, portando un vestuario que los encanta y delata a la vez. Se mueven por la ciudad y el barrio haciendo pantomimas, ostentando un cartel que puede costarles demasiado caro. Se sabe, no es bueno agitar banderitas en un mar regados con tiburones.
* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Profesor de sociología del delito en la Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.
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