La jubilación del gendarme
Trump promueve el control militar de su periferia y abandona el rol de gendarme global
Dentro de una semana se conmemora el sexagésimo aniversario de la segunda invasión estadounidense a la República Dominicana (Operación Power Pack), que se inició con la incursión del cuerpo de marines en Santo Domingo el 28 de abril de 1965. Inmediatamente después se acoplarían la mayor parte de la 82ª División Aerotransportada y casi un centenar de miembros del 7º Grupo de Fuerzas Especiales del Ejército, que había sido creado un lustro antes. En paralelo, más de 40 buques de guerra de la Armada norteamericana se desplegaron sobre las costas dominicanas del Mar Caribe. En total, los Estados Unidos desplegaron un contingente de 42.000 uniformados para consumar una intervención que se extendió hasta fines de septiembre de 1966; y que puso fin a la Guerra Civil dominicana (también conocida como Revolución del ‘65 o Revolución de Abril). La invasión respondía a los infundados temores de Lyndon B. Johnson de que se instalase un régimen comunista en Santo Domingo.
Abe Lowenthal, profesor emérito de la Universidad de Southern California y uno de los máximos expertos norteamericanos en el estudio de las relaciones interamericanas, sostiene que en pocos países los Estados Unidos han ejercido una influencia tan sostenida en el tiempo como en la República Dominicana: “Tres veces en 60 años –en 1905, en 1916 y en 1965– los Estados Unidos enviaron los marines a Santo Domingo. Esas intervenciones militares sólo constituyen los más dramáticos episodios de un récord extraordinario (…) que ha precedido a la primera intervención y trascendido a la tercera” [1].
El intervencionismo directo de los Estados Unidos en la región –inicialmente desplegado en México, América Central y el Caribe y luego proyectado al resto del continente [2]– no ha dejado nunca de ser un rasgo estructural de la política exterior de Washington, si bien en ciertas etapas (en particular, aquellas que coinciden con lo que Paul Kennedy llamó “sobreextensión imperial”) ha perdido preeminencia y centralidad.
En la actualidad, seis décadas después de aquella invasión a la República Dominicana en 1965 –y sin una conflagración ideológica a nivel mundial como la de la Guerra Fría ni aventuras globales contra el terrorismo transnacional como sucedió después del 11/9/2001–, el gobierno de Donald J. Trump promueve un renovado abordaje geopolítico que, mientras resetea por completo la globalización económico-financiera, combina aislacionismo global con un asertivo intervencionismo regional. Es en esta clave que deben leerse, por ejemplo, cuestiones tan dispares como la aceleración sin freno a la guerra comercial con China ya lanzada durante su primera presidencia (2017-2021); la decisión de dejar librado a su suerte a Volodímir Zelensky y la falta de compromiso con la OTAN; las sorprendentes evasivas recientes a Taiwán tras acusar a esa isla de robar a los Estados Unidos la industria de los semiconductores; y las amenazas de anexionar el canal de Panamá, Canadá y Groenlandia.
Abordar puntualmente cada uno de estos temas nos ocuparía un espacio del que no disponemos. Por esta razón, nos limitaremos, en primer lugar, a efectuar algunas apreciaciones de orden estratégico regional vinculadas al Caribe, para luego tratar de interpretar –echando mano a un clásico de las Relaciones Internacionales como el neogramsciano Robert W. Cox [3]– las claves de este particular momento histórico en el que Trump está destrozando el sistema de comercio mundial –imponiendo unilateralmente los aranceles más altos desde la primera década del siglo XX– y volviendo a un mundo de “áreas de influencia” con características semejantes al que precedió a la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
Con respecto a la política estadounidense hacia la cuenca del Caribe, debemos decir que refleja una larga historia de priorización de los asuntos estratégico-militares, determinada por factores de orden geográfico. Este orden de prelación, en el que los asuntos económicos se subordinan a los de seguridad, se ha materializado en una apreciación estratégica de la cuenca como una “tercera frontera” o “perímetro de defensa” de los Estados Unidos. Desde fines del siglo XIX y hasta la década de 1970, las metas de seguridad de Washington se estructuraron en torno a tres ejes:
- Garantizar un flanco austral seguro y estable;
- Facilitar el acceso a materias primas y robustecer el comercio, la inversión y las rutas de transporte; y
- Garantizar la ausencia de rivalidades inter-imperiales en la región.
Adicionalmente, desde mediados de la década de 1970, y en línea con la complejización del fenómeno de la seguridad internacional, se adicionaron a la agenda estadounidense las problemáticas migratoria, del narcotráfico y del terrorismo.
Con su rudimentario y bravucón estilo habitual, Trump se refirió a la cuestión del Canal de Panamá en su discurso anual sobre el estado de la Unión el pasado 4 de marzo: “Para fortalecer aún más nuestra seguridad nacional, mi administración recuperará el Canal de Panamá, y ya hemos comenzado a hacerlo. Justo hoy, una gran empresa estadounidense anunció la compra de ambos puertos alrededor del Canal de Panamá (…) Fue regalado por la administración Carter por un dólar. Pero ese acuerdo se ha violado gravemente. No se lo dimos a China; se lo dimos a Panamá, y lo estamos recuperando”. De este modo, el magnate al frente de la Casa Blanca saludó como una “reconquista” el acuerdo por casi 23.000 millones de dólares alcanzado por un consorcio liderado por el administrador de fondos estadounidense BlackRock para comprar al conglomerado Hong Kong CK Hutchison la mayoría de las operaciones portuarias del canal.
Un mes más tarde del discurso de Trump ante la sesión conjunta del Congreso de los Estados Unidos se conoció que el gobierno de Panamá autorizó el despliegue de fuerzas militares de los Estados Unidos en áreas próximas al canal. Según la información divulgada, el convenio bilateral suscripto por el secretario de Defensa estadounidense, Peter Hegseth, y el ministro de Seguridad de Panamá, Frank Abrego, permite el uso conjunto de instalaciones por tropas estadounidenses, un gesto que Washington presenta como una respuesta a la influencia de la República Popular China en esa estratégica vía interoceánica.

Concretamente, el memorando de entendimiento de 22 puntos establece un marco de cooperación por el que las Fuerzas Armadas estadounidenses tendrán la posibilidad de llevar tropas al país centroamericano con fines de entrenamiento y para usar instalaciones del gobierno panameño. En este marco, la Base Naval Rodman, la Base Aérea Howard y el Fuerte Sherman, centros de entrenamiento y prácticas castrenses, fueron puestos a disposición del Pentágono, pero manteniendo su administración panameña. El texto del acuerdo sostiene que “el personal de los Estados Unidos y los contratistas de los Estados Unidos (…) podrán utilizar las ubicaciones autorizadas, las instalaciones y áreas designadas para impartir entrenamiento, realizar actividades humanitarias, llevar a cabo ejercicios, visitas, almacenar o instalar propiedad de los Estados Unidos, y cualquier actividad de otro tipo, conforme lo establezcan mutuamente los participantes”.
En efecto, el acuerdo no permite a los Estados Unidos construir sus propias bases permanentes en el istmo, una medida que resultaría muy impopular entre los panameños y que concitaría problemas legales. Pero concede a Washington un amplio margen para desplegar un número indeterminado de uniformados en las bases, algunas de las cuales fueron construidas por los Estados Unidos al ocupar por más de siete décadas esa estratégica zona. Pese a estas salvaguardas, el secretario de Defensa Hegseth afirmó hace una semana en rueda de prensa que los ejercicios conjuntos representan una “oportunidad para revivir” una “base militar”, lo que provocó la airada reacción del Presidente panameño José Raúl Mulino, quien recordó que al momento de negociar el acuerdo se rechazó terminantemente la inclusión de expresiones como “bases militares” y “cesión de territorio”.
En cualquier caso, todavía está latente en el pueblo panameño y en los estudiosos de las relaciones interamericanas la invasión estadounidense de Panamá llevada a cabo entre fines de 1989 y principios de 1990 (Operación Just Cause), ordenada por el ex Presidente George H. W. Bush (1989-1993) contra Manuel Noriega, antiguo colaborador de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y presidente de facto panameño desde 1983, acusado por las autoridades estadounidenses de delitos vinculados al crimen organizado y el tráfico de drogas. Como resultado de aquella invasión, las Fuerzas de Defensa de Panamá (FDP) fueron disueltas y asumió el poder Guillermo Endara Galimany en reemplazo de Noriega.
Hace un par de semanas, el influyente colaborador de The Washington Post e investigador principal del Council on Foreign Relations, Max Boot, publicó una nota en la que reproduce con preocupación las declaraciones del ex presidente republicano de la Cámara de Representantes, Newt Gingrich (1995-1999), quien se jacta de que Trump está procurando “crear un entorno que nos permita regresar a la situación anterior a la Primera Guerra Mundial”. Boot se pregunta con escepticismo si semejante decisión podría ser catalogada como “algo positivo”, luego de hacer un recorrido analítico en el que advierte respecto de un “inquietante y peligroso retroceso al siglo XIX” y del “peligro de dividir el mundo en esferas de influencia vagamente definidas como se hizo en 1914”.
En efecto, Boot señala que, en las postrimerías del siglo XIX, “Estados Unidos se unió a la carrera imperial bajo el Presidente favorito de Trump, William McKinley, al apoderarse de Filipinas, Puerto Rico, Guam y Hawái”. Posteriormente, se detiene en la destrucción en curso por parte de Trump del orden liberal forjado después de 1945, al recordar que esa arquitectura “tuvo un éxito espectacular al evitar la Tercera Guerra Mundial y sentar las bases para la mayor expansión de la democracia y la prosperidad en la historia mundial. Sin embargo, ahora Trump parece decidido a deshacer los logros de los últimos 80 años”.
Lo sorprendente de todo esto es ver cómo la flor y nata del análisis político internacional de Washington converge hoy con las teorizaciones de hace más de 40 años del neogramsciano Robert W. Cox. Este crítico demoledor del mainstream disciplinar de las Relaciones Internacionales distinguía –recurriendo al instrumental teórico provisto por las categorías del filósofo italiano Antonio Gramsci– a los “órdenes mundiales hegemónicos” de los “no hegemónicos”.
Para Cox, los órdenes mundiales hegemónicos –en las pocas oportunidades en que se han materializado– se caracterizaron por reglas del juego compartidas entre centro y periferia, expansión del libre comercio, retracción de los dilemas de seguridad y relativa estabilidad de los balances estratégico-militares. Por el contrario, los órdenes mundiales no hegemónicos se corresponden con la lógica predominante en las sociedades nacionales no hegemónicas, es decir, en aquellas en que ningún sector social ha logrado enhebrar –combinando las dosis necesarias de coerción y consenso– un liderazgo sobre los sectores sociales subalternos. En éstas, precisa Cox, “la nueva burguesía industrial falló en obtener la hegemonía. El resultado fue lo que Gramsci denominó ‘revolución pasiva’, situación en la que las clases sociales tradicionalmente dominantes introdujeron cambios que no involucraron ningún despertar de las fuerzas populares”. Los órdenes mundiales no hegemónicos son la réplica, a nivel global, de este tipo de situación nacional en donde predominan la carencia de liderazgo y la no conformación de un “bloque histórico”. Sus rasgos centrales, en la mirada de este experto canadiense fallecido en 2018, son la puesta en entredicho de las reglas del juego del sistema mundial, el avance del proteccionismo, las guerras comerciales y la desestabilización de los balances estratégico-militares, con la posibilidad del estallido de guerras localizadas o de alcance mundial.
En su trabajo de principios de la década de 1980, Cox identifica en el transcurso de los siglos XIX y XX dos órdenes hegemónicos (la Pax Britannica de 1845-1875 y la Pax Americana de 1945-1965) y un extenso interregno no hegemónico (1875-1945), al tiempo que se dedica a especular sobre el eventual derrotero del periodo iniciado en la segunda mitad de los ‘60. Partiendo de las premisas de Cox, no caben dudas de que la descripción del mundo que atormenta actualmente al conservador Max Boot encaja a la perfección en la caracterización de Cox de los “órdenes no hegemónicos”.
El año 1965 fue, como reseñamos, el de la segunda invasión estadounidense a la República Dominicana. También en aquel año identifica Robert Cox el punto de inflexión que pone término al orden liberal hegemónico de la Pax Americana, y que determina el inicio de una nueva etapa de crisis y carencia de hegemonía dominada por el crecimiento del proteccionismo y la desestabilización de los balances estratégico-militares.
Asistimos en la actualidad a una intensificación sin precedentes de las dinámicas propias de un “orden no hegemónico”, con un Trump que resetea por completo la globalización; conduce a una guerra comercial de dimensiones similares a la que antecedió a la gran conflagración de 1914; se desconecta de los históricos compromisos globales de Washington en materia de seguridad; y se muestra interesado en adquirir más territorio y recursos naturales en su periferia inmediata. Lo que está sucediendo en Panamá es una muestra de la dinámica mucho más turbulenta que caracterizará a América Latina en el futuro inmediato.
* Luciano Anzelini es doctor en Ciencias Sociales (UBA) y profesor de Relaciones Internacionales (UBA-UNSAM-UNQ-UTDT).
[1] Lowenthal, A. (1970). “The United States and the Dominican Republic to 1965: Background to Intervention”. Caribbean Studies, 10(2), p. 30.
[2] Ni siquiera los países más australes del continente se han visto exentos de esta larga tradición injerencista norteamericana. Así lo prueba el ataque a la Argentina en 1831, cuando el USS Lexington, una goleta de guerra estadounidense, atacó y destruyó las instalaciones argentinas en Puerto Soledad, previo a la usurpación colonial de Gran Bretaña en 1833. Ya en el siglo XX, cabe recordar el papel crucial que los Estados Unidos desempeñaron en el golpe militar que depuso al Presidente brasileño João Goulart en 1964, una operación (Brother Sam) en la que jugaron un papel relevante la CIA y el apoyo logístico de las Fuerzas Armadas estadounidenses. Por su parte, Chile experimentó el intervencionismo norteamericano desde los tiempos de su guerra civil (1891), pero sin dudas la memoria colectiva ha quedado fijada en el rol clave de Washington —tal como lo reflejan los registros desclasificados de las conversaciones entre el presidente Nixon y su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger— en el derrocamiento del Presidente socialista Salvador Allende en 1973.
[3] Cox, Robert (1994). “Fuerzas sociales, estados y órdenes mundiales: más allá de la teoría de las relaciones internacionales”. En Vasquez, John, Relaciones Internacionales. El pensamiento de los clásicos, Barcelona: Limusa.
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