La frase es de Joan Manuel Serrat, pero la reproduzco aquí por dos motivos: la íntima amistad del trovador catalán con Eduardo Galeano, quien habría cumplido sus primeros 80 años el próximo jueves 3, y el haber gozado yo de una de esas esquivas oportunidades que regala el existir. Sucedió casi una década atrás, el 29 de octubre de 2009, cuando, como docente de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, tuve el placer de redactar y leer la consabida laudatio, en la ceremonia de otorgamiento del profesorado honorario a ese enorme pensador y literato, uruguayo y universal.
En aquella oportunidad, el homenajeado brindó su lección magistral con el tono entrañable y llano que todas y todos le conocemos; pero me permito destacar una oración, mediante la cual el autor de Memoria del fuego vinculó su profusa labor con la misión más noble de cuantas puedan emprenderse en el ámbito académico que lo acogía: dijo entonces que venía a narrarnos “historias nacidas de las historias que escribí y que publiqué, porque —en definitiva— son el resultado de una tentativa de unidad entre la voluntad de justicia y la voluntad de belleza”. Y a partir de allí discurrió largamente, desgranando anécdotas conmovedoras, en un recorrido cuasi onírico, hasta desbaratar por completo la frase sartreana que describió su propio oficio como una pasión inútil.
Amalgamar justicia y belleza, con el candor de quien lo intenta por simple amor a todo ser humano, fue —y es— el cometido de nuestro querido Eduardo. Y supo –y sabe— hacerlo con arte, como si el griego Policleto, saltándose veinticinco siglos, le hubiera recitado su célebre Canon. Acaso la mejor prueba de ello, evocada durante aquella noche memorable, provino del ignoto asistente a una de sus tertulias, en un pueblo gallego, cuando le espetó, a mitad de camino entre el deslumbramiento y la irritación: “Qué difícil ha de ser escribir tan sencillo”. Feliz cumpleaños, Eduardo.
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