De renuncias y ética judicial

Libertades fundamentales como la de peticionar a las autoridades afortunadamente se encuentran vigentes

 

Nuestra patria se convierte, cada día más, en un lugar de intolerancia. Los desacuerdos nunca se traducen en debates y contraste serio de opiniones, sino que consisten en la lisa y llana descalificación del que piensa distinto. Lo anterior se conjuga con una mentalidad maniquea, exacerbada desde los medios y, fundamentalmente, desde las redes sociales, donde la estigmatización y el insulto están a la orden del día.

No estoy de acuerdo con la marcha que, el martes pasado, peticionó la renuncia de los jueces de la Corte Suprema. Pero respeto absolutamente a quienes, con argumentos que entienden fundados y justos, creen que los jueces de la Corte deben renunciar.

El hecho de que piensen así y lo manifiesten públicamente no es contrario a la Constitución, ni a la separación de poderes, ni pone en riesgo la independencia judicial. Por el contrario, indica que algunas libertades fundamentales protegidas por la Constitución —la de pensamiento, la de opinión y la de peticionar a las autoridades— afortunadamente se encuentran vigentes y son ejercidas pacíficamente por los ciudadanos.

 

Derechos civiles del ciudadano

Que exista un mecanismo institucional —el juicio político— para destituir a los jueces de la Corte —como existe también para destituir al Presidente— no anula el derecho que tiene cualquier ciudadano, o un grupo de ellos, a pedir la renuncia de uno u otros, por motivos que consideren válidos.

Peticionar a las autoridades, incluyendo su renuncia, no convierte a nadie en antidemocrático, ni en golpista, ni en autoritario o absolutista, o cualquier otro mote descalificatorio. Tampoco fue la marcha del martes un acto de sedición, como se atrevió a afirmar un mediático constitucionalista. Se trató del ejercicio de derechos elementales que la Constitución reconoce desde hace 169 años, denominándolos “derechos civiles del ciudadano” (artículos 16 y 20).

Son igualmente legítimas —bajo la Constitución— tanto la marcha del martes, como la del jueves en defensa de los jueces de la Corte. Marcha esta última que, aclaro —para desazón de los buscadores de rótulos— tampoco comparto.

Que un juez haya sido orador en la marcha del martes, no sólo no menoscaba ningún principio constitucional, sino que la califica, como lo hace la asistencia de otros funcionarios judiciales. Debe recordarse que para la Constitución todos los jueces son, esencialmente, iguales. La existencia de diferentes instancias de revisión no implica una diferencia de jerarquía entre los jueces, ni la sumisión de unos respecto de otros.

Cuando en la mítica farsa de Ávila, el 5 de junio de 1465, un grupo de nobles castellanos, con amplio apoyo popular, pedía la deposición del rey de Castilla Enrique IV “el Impotente”, a nadie se le hubiera ocurrido pensar que era un grupo de abolicionistas de la monarquía. Por el contrario, buscaban la regeneración del sistema, amenazado en su legitimidad y supervivencia por un monarca que, se consideraba, no cumplía con las exigencias de su alta función. Bajo los parámetros de aquella época, puede decirse que aquellos austeros nobles e iletrados campesinos medievales comprendían mejor los principios que gobiernan un sistema político, en comparación con algunos profesores de derecho y analistas políticos contemporáneos, que verbalizan demasiado sobre una Constitución cuyos alcances y libertades terminan falseando.

 

 

Otras épocas

Al leer la historia política argentina de los años ’50 y ’60 suele sorprenderme cómo personas y líneas de pensamiento que, con anteojeras contemporáneas, juzgaríamos antitéticas —hoy no pisarían los mismos canales de televisión, ni los mismos medios— convivían y debatían con respeto, considerando y evitando descalificar —sin argumentos— las opiniones diferentes; prácticamente nunca lo hacían respecto de las personas con la que sostenían esas diferencias.

Tal clima político e intelectual era el que generaba sorprendentes y auténticos trasvasamientos ideológicos que, como tales, eran muy respetables. En la mayoría de los casos nada tenían que ver con oportunismos o conveniencias políticas, patrimoniales o personales, sino con una evolución auténtica y sincera en las propias convicciones.

Un ejemplo fue la trayectoria de Fernando Abal Medina. Pocos podrían imaginar que el fundador de Montoneros y su primer jefe —caído el 7 de septiembre de 1970— apenas unos años antes de aquellos dramáticos acontecimientos era un lector asiduo del místico católico francés León Bloy, ayudando a su hermano Juan Manuel como secretario de Redacción de la revista nacionalista católica Azul y Blanco que dirigían Ricardo Curuchet y Marcelo Sánchez Sorondo.

La revista Azul y Blanco funcionaba en el estudio jurídico de Jorge Ramos Mejía, Francisco Uriburu Quintana y el mismo Sánchez Sorondo. En ese mismo estudio, un día de 1957, hizo su aparición un desanimado Rodolfo Walsh, que traía bajo su brazo un libro que todas editoriales porteñas (grandes y pequeñas, nacionales y extranjeras) invariablemente habían rechazado publicar: Operación Masacre. Solamente los hermanos Jacovella —en la revista Mayoría— habían publicado algunos capítulos del libro. Una obra fundamental de la literatura argentina no encontraba editorial que la publique.

Sánchez Sorondo, probablemente porque era un político, tuvo una mejor apreciación que los gerentes corporativos del tesoro que Rodolfo Walsh había depositado en sus manos. La primera edición de Operación Masacre fue realizada por la editorial Sigla, la misma que imprimía la revista Azul y Blanco. En el diseño del libro se decidió ilustrar la portada con un dibujo que imitaba a Los fusilados de Francisco de Goya, pintura que, con el tiempo, se convertiría en el signo gráfico distintivo de la obra de Walsh. Así vio la luz su libro, que denunciaba las atrocidades de la Revolución Libertadora, de la mano generosa y arriesgada de un abogado conservador, nacionalista y católico.

 

 

Cuando los jueces de la Corte renunciaban   

Otras épocas, en las que, también, un juez antiperonista de la Corte Suprema podía renunciar a su cargo por sentir gravemente perturbada su conciencia jurídica en relación a la Constitución peronista.

El 6 de octubre de 1955, mediante el decreto 455, el gobierno del General Lonardi, después de haber destituido —días antes— a todos los jueces de la Corte de Perón, designó a sus nuevos magistrados: Alfredo Orgaz, Manuel Argañarás, Enrique Galli, Carlos Herrera y Jorge Vera Vallejo. Como no podía ser de otra forma, los nuevos jueces eran consumados antiperonistas. Uno de ellos, sin embargo, poseía una conciencia ética y jurídica que estaba por encima de contingentes compromisos políticos.

Jorge Vera Vallejo era un refinado jurista riojano, que había estudiado derecho en la Universidad de Córdoba. Hizo una valiente carrera judicial en la Provincia de Mendoza donde, con una independencia pocas veces vista, no se había sometido al imperio del caudillo provincial, el gobernador José Néstor Lencinas. Tanta era su independencia que, en 1918, el impetuoso Lencinas, con el fin de destituirlo solamente a él, puso en comisión y separó de sus cargos a todos los jueces del Poder Judicial, lo que fue suficientemente grave como para provocar que el Presidente Yrigoyen interviniera la provincia, reponiendo a todos los magistrados arbitrariamente destituidos; entre ellos Vera Vallejo, de “rebeldía indomable” según la prensa.

En octubre de 1955, Vera Vallejo, como el resto de los jueces de la Corte Suprema de la Revolución Libertadora, juró “por Dios Nuestro Señor y estos Santos Evangelios… administrar justicia, de conformidad con los principios, declaraciones y garantías de la Constitución Nacional” que, en ese momento, era la “peronista” de 1949. Para Vera Vallejo el juramento no era una ceremonia ritual, se hacía sobre algo sagrado —su conciencia— que quedaba vinculada al acto y le vedaba cualquier acción en contrario.     

Unos meses después de ese juramento, el gobierno de facto, por decreto del 27 de abril de 1956 y proclama del 1º de mayo, en ejercicio de poderes revolucionarios, declaró vigente la Constitución de 1853, con sus reformas de 1860, 1866 y 1898, excluyendo la de 1949. A lo anterior agregó que “el gobierno provisional (…) ajustará su acción a la constitución que se declara vigente (…) en tanto y en cuanto no se oponga a los fines de la revolución, enunciados en las directivas básicas del 7 de diciembre de 1955, y a las necesidades de la organización y conservación del gobierno revolucionario”.

Resultaba claro que la Constitución que habían jurado Vera Vallejos y los demás jueces de la Corte en octubre de 1955 había dejado de existir en mayo de 1956. Además, por la proclama revolucionaria el nuevo texto constitucional que se restauraba —el de 1853/60— ninguna fuerza tenía frente a futuros actos dictatoriales que lo violaran, como lo fueron, inmediatamente, los fusilamientos de José León Suárez en junio de 1956.

La conciencia ética y jurídica de Vera Vallejo, comprometida en el juramento de unos meses atrás, no podía admitir el aberrante cambio constitucional operado por el gobierno militar mediante un mero decreto y una cuartelera proclama, anulando, ilegítima y simultáneamente, la Constitución de 1949 y la histórica de 1853/60. Como juez había jurado defenderlas, no convalidar su abrogación.

De inmediato, presentó su renuncia indeclinable al cargo de juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, ante el estupor y enojo de los jefes militares que, pese a vanos intentos en contrario, no tuvieron más remedio que aceptarla. Resultaba incomprensible para los militares que un juez elegido por su antiperonismo renunciara, nada menos que a la Corte Suprema, por el juramento que había prestado a la Constitución peronista de 1949.

En 1957 un joven funcionario judicial, Arturo Pellet Lastra, visitó al viejo juez Vera Vallejos para testimoniarle su admiración por su conducta. Tomó notas de esa entrevista. Cuarenta y tres años después esa entrevista vería la luz en la Historia Política de la Corte Suprema (1930-1990), Editorial Ad-Hoc, 2001, página 197, reproduciendo la reflexión del magistrado que renunció a la Corte por razones de conciencia: “…si nosotros hacíamos desde el poder lo mismo que habían hecho los peronistas, entonces nada o casi nada había cambiado —en lo esencial— en el país. Lo que nos debe distinguir a unos de otros, es nuestra conducta, que no es mejor o peor por la ideología o las investiduras de las personas que actúan en uno u otro bando. Uno (…) debe hacer lo que cree, o lo que tiene convicción que debe ser, y no es más honesto o acertado por ser peronista o antiperonista”.

¡Cuánta falta hacen más jueces y académicos con una conciencia similar a la de Vera Vallejo!

 

 

Dios escribe recto con renglones torcidos

Al gobierno de facto le costó conseguir un reemplazante que compensara la estatura ética que, frente a la opinión pública, había conseguido Vera Vallejo. Creyó encontrarlo en la persona del prestigioso tratadista de derecho administrativo Benjamín Villegas Basavilbaso. De 70 años, vinculado a la Marina, había apoyado decididamente todos los golpes militares, en 1930, 1943 y 1955. Este sagaz y anciano jurista no daría al gobierno militar sorpresas desagradables. Sería designado Presidente de la Corte y confirmado en ella por Arturo Frondizi.

Villegas Basavilbaso, siendo uno de los jueces políticamente más conservadores de la historia de la Corte, nombraría, a mediados de 1961, a un muy joven secretario letrado que, por su notable inteligencia, versación jurídica y elegante pluma, pronto pasaría a ser su secretario privado y el ghost writer de las sentencias de su conservador jefe, que pasaron a ser las sentencias de la Corte de los años '60. En 2013, 50 años después, Enrique S. Petracchi, quien a pesar de ser peronista llegaría a ser el juez más liberal de la historia del Alto Tribunal argentino (en el mejor sentido de la palabra) —y quizás el mejor— recordaba todavía con afecto a “don Benito”.

 

 

 

 

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