De Lula a los presos de Ezeiza
Escuchas ilegales, las diferencias de sus efectos
El sitio The Intercept publicó interceptaciones de mensajes de texto entre el ex juez brasileño Sergio Moro, hoy ministro de Justicia, y el fiscal Deltan Dallagnol. Este fiscal es quien acusó a Lula por un delito que el ex Presidente niega haber cometido. Moro es el juez que lo condenó. Lula está preso. Las comunicaciones ocurrieron durante el proceso. Según el sitio, del contenido del intercambio se concluye que Moro y el fiscal cometieron actos prohibidos por la Constitución y las leyes brasileñas. También, que ponen de manifiesto que el propio fiscal no estaba convencido de la solidez de las pruebas, que se forzó la vinculación con los procesos que involucraban a Petrobrás para mantener la jurisdicción de Moro en Curitiba, pues de otro modo hubieran sido competentes los tribunales con sede en San Pablo. Y que el juez casi le daba instrucciones al fiscal. Estos hechos pondrían en evidencia que Lula no tuvo un juicio justo porque, entre otros motivos, el juez no fue imparcial. Lo relatado, ante un proceso donde la prueba era escasa, lleva a un punto aún más grave: ¿fue condenado un inocente?
No se sabe quién hizo las interceptaciones. En principio, serían ilegales en tanto no fueron ordenadas por una autoridad con facultades para disponer tal invasión en las comunicaciones de los funcionarios. Parece obvio que no fueron realizadas por Lula o por alguien vinculado a él. No debe ser muy difícil en Brasil averiguar, o intuir, quién es el responsable. Deben ser muy pocos los que tienen medios para realizarlas.
Algunos periodistas, más que realizar la crónica de hechos que suponen que un ex Presidente de Brasil pudo haber sido excluido del proceso electoral en el que tenía posibilidades de triunfar por medio de un juicio injusto o, peor, de una confabulación en la que participaron funcionarios judiciales, ironizaron sobre la alarma expresada por abogados y políticos del peronismo y de la izquierda que reivindica a Lula, comparando ese hecho con la difusión de las escuchas a presos sin condena en la cárcel de Ezeiza. Recordemos: un juez ordenó intervenir un teléfono público en esa prisión para escuchar a una persona, pero se difunden las conversaciones de otros detenidos.
El chascarrillo se basa en la vara supuestamente diferente con la que se mediría el valor jurídico y político de dos escuchas ilegales. ¿Cabe la ironía?
Abstraigámonos de los nombres propios y las circunstancias procesales. Supongamos que ambas fueron obtenidas fuera de las reglas legales. En el caso de los presos porque el juez que ordenó la interceptación jamás quiso investigar ni por ello invadir la privacidad de otras personas que no fueran el “Rey de la Efedrina” y quienes hablaran con él. En el de Brasil porque ni se conoce quién realizó la interceptación. ¿Son iguales sus efectos en cualquier proceso? Creo que no.
En el caso de los presos de Ezeiza, la discusión es el valor de las escuchas para ser invocadas por el Estado en un proceso penal contra el imputado cuya privacidad fue invadida ilegalmente. No parece que pueda haber dudas de su invalidez como medio de prueba. Sobran fallos de la Corte Suprema sobre la invalidez de las pruebas adquiridas sin respetar la ley procesal, que no es más que la concreción de la garantía constitucional de la defensa en juicio. En especial cuando se trata de pruebas que conllevan la invasión de la privacidad del propio imputado, obviamente sin los recaudos exigidos por el derecho.
Entre muchos, recuerdo el caso de Fallos 306: 1752, “Fiorentino”, con gran voto de Enrique Petracchi. Se juzgaba la prueba adquirida mediante la violación del domicilio. Buscando en las historia, el de Fallos 46: 36 “Charles Hnos.” del lejano 1891, cuando la Corte ante la incautación de papeles que juzgó realizada sin los recaudos procesales (“fraudulentamente sustraídos de los procesados o… falsificados”), dijo: “Auténticos o falsos dichos documentos, no pueden servir de base al procedimiento ni al juicio: si lo primero, porque siendo el resultado de una sustracción y de un procedimiento injustificable y condenado por la ley, aunque se haya llevado a cabo con el propósito de descubrir y perseguir un delito o una pesquisa desautorizada y contraria a derecho, la ley, en el interés de la moral y de la seguridad y secreto de las relaciones sociales, los declara inadmisibles; si lo segundo, porque su naturaleza misma se opone a darles valor y mérito alguno”. Sobre la invalidez de cualquier prueba obtenida ilegalmente se puede citar el de Fallos 303: 1938, “Montenegro”, donde aun siendo 1981 la Corte invalidó una confesión obtenida con tormentos. En los últimos años la Corte ratificó la preocupación por la privacidad de las comunicaciones, lo que se ve claramente en Fallos 332:111 “Halabi” (cons. 23 y ss.), más allá de lo discutible de la cuasi derogación de una ley por una sentencia.
En el otro caso, el que ocurre en Brasil, trata de interceptaciones que no serían usadas en contra del sujeto intervenido en un proceso criminal. Sino por un condenado que se declara inocente, en contra del Estado para demostrar que no tuvo un juicio justo porque el juez no era imparcial. Y para poner en el debate uno de los hechos que más ha querido evitar el derecho liberal occidental: la condena de un inocente.
La comparación de los dos casos muestra que, en uno, la persona contra quien se quiere oponer la prueba irregularmente obtenida, es la propia víctima de la violación de la intimidad. La escucha es del detenido A, cuya privacidad fue ilegalmente violada, y el Estado pretende usarla en su contra. En el otro, la interceptación es a los funcionarios (juez y fiscal), pero el detenido Lula seguramente pretenderá oponerla a un tercero, el Estado brasileño, para que se anule el proceso. No se habla, al menos por ahora, de oponerla al fiscal y al ex juez Moro en una causa donde ellos sean los imputados.
Si el punto vinculado a la identidad de quien sufre la violación de la privacidad y la imputación con la prueba que resulta de ella es relevante, creo que más importante es la situación del sujeto que invoca la prueba irregular, a quién pretende oponerla y procurando qué fin. No me parece que sea de igual fuerza el derecho de un imputado a repeler una acusación del Estado basada en prueba ilegal, que el del Estado para exigir su exclusión en una acción para anular un proceso penal condenatorio reprochado de injusto o, en su caso, al imputado que con ella quiere demostrar su inocencia.
Como con sabiduría y en disidencia sostuvo el juez Orgaz en el caso de Fallos 243: 306, “Vicente Pucci”, “la mera posibilidad verosímil de que un ciudadano haya sido condenado por un tribunal incompetente a sufrir una pena de privación de la libertad justifica que se dejen de lado las objeciones formales a fin de examinar las cuestiones de inconstitucionalidad”. (Orgaz admitía en un hábeas corpus revisar la condena a dos años de prisión aplicada por un Consejo de Guerra a un obrero ferroviario por adherir a la huelga, en un proceso desarrollado en un solo día, el 12 de diciembre de 1957, durante el gobierno de Frondizi; la Corte mantuvo la condena.)
El derecho procesal penal occidental se jacta de ser un hito de civilización como límite al Estado autoritario. La frase “es preferible un culpable libre que un inocente preso” es expresión de la ideología en que se fundan las garantías. Obviamente, la discusión merece otra extensión y, por ejemplo, analizar la finalidad de la pena. Pero existe consenso en que un principio básico es la idea kantiana según la cual las personas deben ser consideradas como un fin en sí mismo, y nunca como un medio. Condenar o mantener la prisión de un inocente es una aberración que solo puede justificarse si aceptamos violar esa regla fundamental.
¿Podría entonces ser absolutamente prohibido que un imputado use una prueba ilegal para demostrar su inocencia o la inexistencia del delito que se le atribuye o que fue condenado en un proceso injusto? Pienso que no. El Estado no podría mantener presa a una persona si se ha demostrado irrefutablemente, aunque por un medio ilícito, que el delito no lo cometió, que el delito no existió o que fue condenado por un juez parcial. Y no me estoy refiriendo a un vicio menor en la producción como la que da lugar a la doctrina de la Corte llamada del “exceso ritual manifiesto”, sino a una violación grave de la intimidad como lo es la interceptación de las comunicaciones.
Creo que un inocente no puede quedar preso porque se le niegue el uso de un medio de prueba ilegalmente producida. Ello, aun cuando no fueran impunes las violaciones de derechos de terceros que esa ilegalidad pudiera traer aparejada.
Ambos casos dan para más estudio de fuentes y reflexión, pero pienso que con lo dicho las diferencias parecen sustanciales.
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