De las botas a las togas

El capitalismo con(tra) la democracia

 

 

 

Esta vez no vinieron con uniformes ni con botas, vinieron
con togas de jueces y medios hegemónicos
Cristina Fernández de Kirchner

Una violencia demasiado libertaria

En los meandros de la muy abundante literatura neoliberal, no es muy difícil toparnos con ciertos sinceramientos que, muy lejos de tender un puente (ficticio) entre capitalismo y democracia, no hacen más que supeditar el triunfo del primero a la baja o nula intensidad del protagonismo popular. Pero más allá de la obscena exhibición de sus panfletos ortodoxos, lo cierto es que –parafraseando a Marx– el neoliberalismo irrumpió en la escena contemporánea chorreando barro y sangre. De la mano de Milton Friedman y de sus Chicago Boys, las dictaduras de Pinochet y Videla allanaron el camino de las recetas monetaristas, gracias a la instrumentación del plan sistemático genocida. Por entonces, los representantes del capital concentrado habían evaluado la imposibilidad de generar los consensos “democráticos” necesarios para multiplicar sus ganancias y apoderarse de empresas nativas, recursos naturales y servicios públicos, además de dedicarse a la fuga y a la evasión. Las políticas aperturistas y flexibilizadoras sólo podían (de hecho, pudieron) ingresar a nuestra América secundadas por el terror de Estado con su secuela de asesinatos, desapariciones, torturas, represiones y persecuciones. Y desde este trampolín erigido sobre ruinas humeantes lograron trepar hasta las cumbres del norte para invadir, a una velocidad aplastante, el mundo entero (con muy pocas excepciones). La violencia de las botas, en algunos países, y el vaciamiento y/o espectacularización de la política, en otros, resultaron imprescindibles para declarar la dictadura de los mercados, la necesidad del ajuste y los beneficios de la precarización laboral como verdadera panacea que atraería una lluvia de inversiones.

La pandilla cívico-militar no sólo se había propuesto instaurar el miedo a cualquier exposición/manifestación corporal sino también –tal como solía decir el querido León Rozitchner– infligir la internalización de un terror paralizante, capaz de derribar todos los obstáculos que pudieran oponerse al libre fluir de los capitales. He aquí la nada paradójica combinación entre violencia y libertad. Y no debería extrañarnos, entonces, que la encendida defensa de las libertades económicas coincida a la perfección con el negacionismo, los reclamos de mano dura o la furia ante los goces plebeyos del pasado reciente. Podríamos decir que, en términos históricos, existe una relación inversamente proporcional entre la extrema libertad de mercado y la mínima o nula libertad política (de agremiación, de protesta, de asociación y/o de cooperación). Y no es necesario remontarnos hasta la noche y la niebla de la dictadura para comprobarlo; nos basta con prestar un mínimo de atención a los discursos (neo)liberales o libertarios omnipresentes en el universo mediático y en los sumideros de las redes sociales.

 

 

Combatir los excesos de la democracia

La doctrina de la división de poderes (insinuada por Platón y Aristóteles) constituyó un intento de combatir una probable tiranía por parte del ejecutivo soberano. Sin embargo, no podía dejar de traslucir encendidos temores frente a la posibilidad de un despotismo del pueblo que debería ser contrapesado. Fue desarrollada de un modo explícito y sistemático en la obra de Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu: El espíritu de las leyes (1748). Dicha división, para decirlo rápidamente, consistía en un sistema equilibrado tendiente a evitar los abusos de uno de los poderes del Estado respecto de los otros. Para ello, proponía dos poderes mayoritarios elegidos por el voto popular (Ejecutivo y Legislativo) y uno contra-mayoritario (el Judicial, integrado por una minoría ilustrada especializada en los asuntos del derecho). Si bien, tiempo después, algunos interpretaron que la tarea de los jueces era respetar el parlamento y la voluntad popular, otros entendieron que su función era ejercer un control de los pueblos, es decir, un reaseguro contra las decisiones normativas de sus representantes, con el objetivo explícito de evitar una tiranía de las mayorías (despotismo del pueblo). Los portavoces de las corporaciones empresarias no dudaban en designar a esta tarea como la necesidad de corregir los excesos de la democracia (ampliación de derechos, políticas distributivas, controles de los flujos financieros, etc.). A medida que estos sectores lograban imponer sus intereses al conjunto de la sociedad, su interpretación leguleya fue ganando terreno. Fue esta concepción elitista, sectaria y antipopular la que terminó por consolidarse de hecho, al menos desde que los fundadores del sistema norteamericano (los convencionales de Filadelfia reunidos en 1787) decidieron organizar y coordinar el equilibrio de los poderes mediante el sistema de frenos y contrapesos que pretendía combatir las “arbitrariedades” tanto de las muchedumbres (populares) como de las minorías (aristocráticas).

Montesquieu no era un enemigo de las monarquías sino de los sistemas despóticos y/o tiránicos. Según él, algunos gobiernos monárquicos eran capaces de propender a la libertad en tanto y en cuanto instituyeran poderes capaces de limitar la autoridad del príncipe. He aquí el modelo que reconocía en la monarquía inglesa y que le hubiese gustado trasladar a la Francia despótica de Luis XVI. De algún modo, la Constitución norteamericana plasmó los principios de este jurista que, además, influyeron notablemente en la redacción de las constituciones europeas. Aunque Montesquieu la pensara más como un equilibrio político entre las diversas potestades (monarquía, nobleza y pueblo), la doctrina de la división de poderes se convirtió en un dogma indiscutible del derecho constitucional. Aun las frágiles democracias de nuestra América en el siglo XXI continúan rindiendo tributo a dicho principio a pesar de que los contrapesos jurídicos de la región se han convertido en un obstáculo insalvable para limitar las arbitrariedades del capital. Y esta paradoja se consumó muy a pesar del propio pensador francés, quien renegaba de cualquier atribución abstracta de las bondades y los beneficios legislativos, además de entender que la estructura del gobierno y del derecho dependía de las condiciones en que vivía cada población, de sus hábitos y costumbres, de las necesidades económico-sociales de un territorio, y hasta de los determinismos geográficos y climáticos. Todo ello conformaba el espíritu de las leyes que una comunidad se daba para su gobierno. Por consiguiente, defender a rajatabla la existencia de un dogma universal-abstracto atentaba contra la singularidad y autonomía de los pueblos.

 

 

Ahora vienen con la toga

Debimos esperar hasta las políticas democráticas y populares de los gobiernos elegidos desde principios de este siglo para constatar estos dislates jurídicos de un modo explícito. Frente a un verdadero mantra de reparación, redistribución de la riqueza y ampliación de derechos para los sectores eternamente vilipendiados, una casta vitalicia pretendidamente esclarecida se arrogaba el deber constitucional de frenar la “dictadura de las mayorías”. Y para ello, no dudó en implementar el más explosivo arsenal de estrategias reaccionarias: judicialización de las decisiones políticas tanto ejecutivas como legislativas, imposición inédita de recursos cautelares a favor de rentistas y formadores de precios, desactivación de cualquier reforma judicial, demoras interminables a la hora de emitir fallos que pudieran recortar privilegios de las elites. Pero no conformes con estos frenos y bloqueos, cuando los gerentes recuperan el poder político que les fuera arrebatado tras las rebeliones populares de fines de la pasada centuria y comienzos de la actual, no dudaron en montar una máquina de guerra tendiente a evitar cualesquiera nuevos “excesos democráticos”. Y para ello, diseñaron una triple alianza, nunca tan potente y destructiva: judicial, mediática y financiera; una sólida entente que contó con el auxilio inestimable de los servicios de inteligencia y con el guiño de la embajada norteamericana. Y en virtud de este inédito y temible aparato de poder, desplegaron su guerra jurídica contra los ex funcionarios responsables de la reciente anomalía popular, aunque también (tal como sugería un triste exponente de la última dictadura), contra los partidarios, los simpatizantes e incluso los tibios. De este modo, no dudaron en organizar una mesa judicial, dictar prisiones sin condena, armar causas desde los medios concentrados, designar peritos truchos, instalar falsos asesinatos, vociferar supuestas traiciones a la patria, montar circos mediáticos para humillar a los acusados, inventar cuentas bancarias inexistentes, convertir las políticas sociales y la obra pública en escenarios de corrupción generalizada, perseguir, demonizar, estigmatizar, escrachar, difamar, manipular y un sinfín de etcéteras. La toga y los fierros mediáticos al servicio del capital y los negocios de sus CEOs más encumbrados: la única y obscena asociación ilícita que nos legó una tierra arrasada donde sólo podríamos sobrevivir de rodillas. El único recurso que aún nos queda es recuperar el coraje para ponernos de pie.

 

 

 

* El autor es sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV) / [email protected]

 

 

 

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