De la gorra a la toga
Enjuiciarán en Neuquén a un ex fiscal y a un ex juez de la dictadura
En tres semanas, Neuquén vivirá la primera apertura de un juicio oral por delitos de lesa humanidad sin la presencia de Noemí Labrune, histórica referente de la lucha por los derechos humanos en esa región del país. Labrune falleció el 10 de septiembre y dejó en herencia un recorrido de casi cinco décadas que tendrá el 20 de octubre un nuevo fruto, cuando las generaciones más jóvenes atestigüen el inicio de las audiencias.
En el banquillo de los acusados se sentarán dos abogados, ex funcionarios judiciales durante la última dictadura. Llamarlos “civiles” sería inexacto. El entonces juez federal Pedro Duarte continuaba siendo mayor del Ejército mientras denegaba recursos de hábeas corpus y omitía pesquisas ante las denuncias de secuestros. El ex fiscal Víctor Ortiz nunca vistió uniforme, pero mantenía una estrecha relación con la delegación neuquina de la Policía Federal.
La acusación del fiscal Miguel Palazzani y el auxiliar José Nebbia reúne casos típicos de la persecución del terrorismo de Estado: desapariciones forzadas que continúan hasta la actualidad, procedimientos de “blanqueo” de secuestros y homicidios, aplicación de tormentos, detención ilegal de un conscripto y el rapto de una pareja de militantes –Graciela Romero y Raúl Metz– cuyo hijo varón, nacido en cautiverio en Bahía Blanca, aún es buscado por su hermana Adriana y las Abuelas de Plaza de Mayo.
En ese marco, también resulta típico el comportamiento judicial de la época. El hecho que sí se sale de lo común a otras jurisdicciones del país es que, en Neuquén, el grado de connivencia llegó a tal extremo que un militar en retiro pero con rango vigente asumió el cargo de juez federal para –acusa la Fiscalía– asegurar la impunidad de las acciones represivas ilegales.
El momento en que ocurrieron las designaciones de Duarte y Ortiz en la Justicia federal neuquina ofrece indicios de la finalidad que perseguían. Buena parte de los hechos por los que se acusa al ex juez ocurrieron entre el 9 y el 14 de junio de 1976, día en que el poder militar decidió la cesantía de su antecesor. Fue, además, en medio del llamado “Operativo Cutral Co”, que entre el 12 y el 15 del mismo mes se materializó en los secuestros y homicidios de militantes del PRT-ERP en la zona del Alto Valle. Se trató, en palabras de la acusación, de “el más grande de los procedimientos llevados a cabo en esta región”.
En el lapso en que ejercieron como juez y fiscal, Duarte y Ortiz sobreseyeron causas abiertas por denuncias o pedidos de hábeas corpus sin más pesquisa que comunicaciones formales con las fuerzas represivas o el Poder Ejecutivo, que invariablemente respondían no contar con datos sobre el paradero de las víctimas o ya haberlas liberado, encubriendo así desapariciones forzadas que continúan. En algunos casos, llegaron al extremo de aplicar sobre los familiares el pago de las costas del trámite. En una oportunidad, negaron incluso la solicitud de una familia para publicar en un periódico la búsqueda de datos sobre su hija desaparecida: primero adujeron razones de forma, luego la falta de una fotografía de su rostro y, finalmente, que el Juzgado no disponía de recursos económicos. Varios de los expedientes fueron girados a la Justicia militar, un área que Duarte conocía de primera mano.
El mayor juez
Para 1976, como juez federal de Neuquén se desempeñaba Carlos Arias. El 16 de marzo era su cumpleaños. En la madrugada de ese día una bomba detonó en su casa de la capital provincial. Poco después el juez recibió una carta, fechada el 17 pero despachada el 23, horas antes del golpe de Estado. En la nota, un supuesto comando “Regional Comahue” de la Triple A se adjudicaba el atentado.
A poco de comenzada la dictadura, el magistrado fue cesanteado y la misma suerte corrió la defensora de Pobres, Incapaces y Ausentes, María Beatriz Cozzi. Como lo había demostrado en cada ocasión en que debió actuar como jueza subrogante, Cozzi era otra pieza problemática para el despliegue criminal.
El 8 de julio de 1976 se conoció el nombre del reemplazante de Arias: Pedro Duarte. Sólo tres días antes había solicitado el retiro del Ejército, fuerza a la que ingresó en 1961 para hacer carrera como auditor. En 1972 fue designado jefe de la Sección Justicia y meses después obtuvo su ascenso al grado de mayor.
A diferencia de la baja, que el entonces juez pidió recién en 1982, el retiro no implicaba la desvinculación de la fuerza. De hecho, existe constancia documental de que al menos en una ocasión Duarte firmó la calificación de un subalterno, cuando para la misma fecha –octubre de 1976– ejercía ya como magistrado y decía desconocer el destino de personas secuestradas por el andamiaje represivo que tenía a la cuarta Brigada de Infantería de Montaña a su principal nodo regional.
Cuando en los meses previos a la recuperación democrática dejó de pertenecer formalmente al Ejército, lo escribió en su solicitud: en 1976 había pedido “el retiro sin haber y no la baja, a fin de conservar un vínculo espiritual con el Ejército que nació con mi ingreso como cadete a los 12 años de edad”. En septiembre de 1982 actuó obligado por las circunstancias: la dictadura estaba en retirada, y su rango castrense era incompatible con las funciones que la reapertura democrática demandaría a un juez con competencia electoral.
Por todo ello, no resultan extraños los testimonios de militares que refieren las visitas de Duarte al Comando de la Brigada o su amistad con el general José Luis Sexton, máximo responsable local de la unidad y del aparato represivo entre 1976 y 1979. El propio Sexton señaló que quien ejerciera el rol de auditor bajo su comandancia podía incluso participar ocasionalmente del planeamiento de los llamados “operativos anti-subversivos” y de forma regular asesoraba a los mandos militares sobre la condición de detención de las personas perseguidas.
El acceso de Duarte al cargo de juez federal se produjo por recomendación de Sexton al ministro del Interior dictatorial, Albano Harguindeguy. Los nombramientos no eran incondicionales: según el testimonio de un abogado, a quien un coronel le ofreció integrar el principal tribunal provincial, la propuesta iba acompañada del requisito de “avalar incondicionalmente los objetivos del Proceso” y materializarlo en prácticas concretas, como “firmar órdenes de allanamiento en blanco”.
La actuación de Duarte como juez se inició el segundo día de agosto de 1976 y se extendió hasta el último de septiembre de 1984, ya recuperada la democracia. Desde entonces, al igual que Ortiz, percibe una generosa jubilación. Su poder en la provincia se mantuvo luego de finalizada la dictadura. En mayo de este año, Susana Lara informó en El Cohete que la familia Duarte continuaba burlando una sentencia judicial firme e impedía desde hacía ocho años el vínculo de las nietas del magistrado con su padre, al que además despojó de un inmueble. La situación se mantenía pese a la mediación de la embajada francesa con el Tribunal Superior de Justicia provincial, dado que tanto las hijas como el padre tienen esa nacionalidad.
Las canas del fiscal
Gran parte de las causas que sobreseyó Duarte habían sido dictaminadas en igual sentido por el entonces fiscal Ortiz, que tampoco inició más trámites que los formales.
A criterio de la actual fiscalía, su cercanía con la delegación local de la Policía Federal resulta innegable. Los agentes solían iniciar las detenciones arbitrarias de perseguidos y perseguidas por razones políticas, a quienes bajo tortura arrancaban confesiones que luego elevaban a Ortiz. Un testigo afirmó incluso que el fiscal había estado en la sede neuquina de la Policía Federal mientras él era sometido a tormentos.
Otro caso que lo compromete directamente es el de Alicia Pifarre, secuestrada el 9 de junio de 1976. Nueve días más tarde, su familia presentó un pedido de habeas corpus. Ortiz no se desempeñaba aún como fiscal, pero era secretario del juzgado federal de Neuquén. Tras saltar de cargo, dictaminó que la causa debía sobreseerse provisionalmente, aludiendo que las respuestas de los organismos estatales sobre el paradero de Pifarre habían sido negativas.
Con ello, el fiscal omitió seguir una línea de investigación que había aportado la familia de la víctima, al identificar a uno de los secuestradores como un agente de la Policía Federal de apellido “Cangrin” o “Gangrin”, detallando incluso su domicilio y el modelo de automóvil en que se conducía. La fuerza respondió que en su plantilla no existía nadie con ese apellido, ni con uno similar, y el fiscal se dio por satisfecho.
Sin embargo, en octubre de 1982 el secretario judicial José Víctor Andrada encontró una nota firmada por un inspector llamado Miguel Ángel Cancrini. Databa de marzo de 1976, y junto a la rúbrica del policía se encontraba otra: la del entonces secretario Víctor Ortiz.
Esos datos robustecen lo relatado por familiares de las víctimas y referentes de derechos humanos en relación a las respuestas que ofrecía el funcionario ante denuncias y pedidos: la inacción e incluso la justificación explícita del escenario imperante. “Nos dijo que si estas personas (NdR: en referencia a las víctimas) eran culpables, lo que les estaba pasando era para lavarles los pecados, y que, si no lo eran, el dolor los acercaría a Dios”, relató la propia Noemí Labrune. La voz de la histórica referente neuquina continúa así señalando a quienes participaron del engranaje criminal del terrorismo de Estado en el sur argentino.
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