De Jauretche a Kulfas
La defunción del planteo industrializador entre los economistas argentinos
Las economías latinoamericanas arribaron al final del siglo XIX como exportadoras de materias primas, sin avanzar hacia la industrialización. La idea de que el desarrollo industrial podría y debía lograrse en el siglo XX, bajo la tutela del Estado, atrajo naturalmente a amplios sectores económicos, políticos e intelectuales que buscaban una alternativa no “socialista” a la crisis del llamado “modelo” agroexportador desde los años ‘30.
Aldo Ferrer y Arturo Jauretche, por citar solo a algunos autores, elaboraron una crítica amplia, no del capitalismo, pero sí del carácter elitista y dependiente del régimen oligárquico dominante en la sociedad argentina desde la unidad nacional. Ambos señalaron la necesidad de la industrialización: “Acelerar el desarrollo capitalista (…) solo es posible por la industrialización y la diversificación de los mercados en lo interno y la ampliación de los externos” (Jauretche, pág. 296, versión digital). Ferrer (1963) no dejó de señalar los límites de las políticas que estimulaban la industrialización sustitutiva de importaciones, pero las defendió sin atenuantes. Los trabajos de la Cepal hasta los ‘70 adherían a esta óptica.
Durante las dos décadas que siguieron al colapso bursátil de 1929, el nacionalismo económico marcó el rumbo de las políticas estatales en todo el mundo, también en las economías avanzadas.
Tanto el comercio como la inversión y las finanzas internacionales tendieron a restablecerse gradualmente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial como resultado de “acuerdos” multilaterales impulsados por los Estados Unidos y demás economías avanzadas. El comercio mundial, la inversión directa, el crédito comercial internacional, el crédito multilateral y, por último, el crédito financiero internacional fueron peldaños sucesivos y crecientes en el proceso de maduración de lo que Ferrer llamó “Segunda Globalización”.
El restablecimiento pleno de la competencia mundial produjo una purga de capitales industriales en las economías más grandes de América Latina alterando de un modo drástico y duradero las condiciones de vida de la población y el mercado de trabajo. Sacudió, además, los fundamentos del planteo industrializador nacionalista. ¿Había que defender las políticas comerciales y cambiarias de la posguerra, sin las cuales era impensable el proyecto industrializador? ¿O había que aceptar la apertura, la desregulación y la retirada del Estado de áreas claves como datos externos inamovibles y buscar algún camino alternativo de industrialización que resultara compatible con el nuevo escenario?
En el campo de la intelectualidad argentina hubo respuestas diversas que, además, fueron cambiando a medida que los rasgos de la nueva coyuntura adquirían un carácter más estructural.
No es nuestro interés detenernos en todas las estaciones intermedias recorridas por el pensamiento industrializador hasta nuestros días. Basta mencionar, en los años ‘80 y ‘90, el “modelo” de redes de empresas medianas y pequeñas (especialización flexible) y el de industrialización, basada en recursos naturales. Cuyos “modelos” nacionales de referencia eran, respectivamente, los distritos industriales del norte de Italia (Piore y Sabel, 1984) y Canadá, Australia y Nueva Zelandia (Ramos, 1998).
Estos planteos suponían un cierto retroceso respecto del sueño de posguerra de ver el Conurbano bonaerense densamente poblado de grandes plantas industriales como las de Estados Unidos o Alemania, pero no arriaban la bandera industrializadora.
Muchos economistas buscaron salir del cepo de instrumentos industrializadores impuesto por la virtual supresión de las políticas nacionales comerciales y financieras, poniendo mayor énfasis en las políticas industriales y tecnológicas. La crisis fiscal, las privatizaciones y la decadencia de la capacidad técnica de la burocracia estatal volvieron ilusoria esta estrategia.
La consolidación del proceso de mundialización terminó barriendo con estas ideas. Al aperturismo de la dictadura siguió el del radicalismo (hacia el final de la presidencia de Alfonsín) y a este último el menemismo. Más aún, no solo se terminaron de derribar o rebajar las murallas comerciales y se abrieron las puertas de ingreso y egreso a los capitales privados, sino que los gobiernos suscribieron acuerdos bi y multilaterales que confirieron a las nuevas condiciones el status de compromisos estatales inamovibles.
El resultado fue la virtual castración de los Estados como posibles agentes dinámicos de un proceso de industrialización basado en el capital privado en países como la Argentina (ni hablar en las economías más pequeñas y atrasadas).
Tras un par de décadas de tantear atajos e imaginar propuestas de cambio de las reglas del juego internacional, los economistas han terminado por descartar el planteo industrializador mercadointernista, al menos como preocupación inmediata.
No solo eso. En un contexto de crisis externas recurrentes, el tan denostado “modelo” primario exportador es ahora mirado con otros ojos; en su versión estándar o sazonado con las finas hierbas de la terminología económica, ha sido abrazado por economistas heterodoxos de todo tipo.
Guzmán y Kulfas afirmaban que la clave del crecimiento pasa por el aumento de la exportación debido a la elevada propensión a importar. La exportación agroindustrial, los combustibles de Vaca Muerta y las sales de litio, en manos de filiales de empresas extranjeras y grandes capitales nacionales impositivamente auspiciados por el Estado, brindarían el flujo de divisas necesario.
Pero este diagnóstico no se aplica a la Argentina actual. El comercio exterior del país en los últimos 120 años ha sido superavitario la mayor parte de los años por sumas sustanciales. Las importaciones de bienes y servicios son cubiertas con creces por las ventas externas casi todo el tiempo.
Para lo que no alcanzan las exportaciones es para cubrir también los pagos al capital extranjero y la demanda de divisas por el capital privado. Pero entonces habría que expresarse con claridad; el aumento de las exportaciones no constituye una “necesidad” social para poder importar y crecer más, como repiten los funcionarios y economistas de casi todos los partidos; es un requerimiento de los acreedores externos y de las filiales, deudores y empresas locales que operan con divisas.
Por otra parte, en condiciones de libre movilidad de los capitales, ni el Estado ni el Banco Central deciden el destino de las divisas disponibles. Como lo muestran numerosos trabajos empíricos, un mayor influjo de moneda extranjera está correlacionado con un mayor reflujo por canales financieros privados.
No hay que haber estudiado economía para comprender el funcionamiento del esquema de producción y distribución en el que se basa la exportación minera ya que replica un esquema básico vigente en la región desde el siglo XVI cuyos resultados son el atraso, la pobreza, la emigración y la desigualdad que caracteriza a los países mineros en la actualidad. En la producción de hidrocarburos contamos con 100 años de historia en Venezuela y medio siglo en Brasil, México, Colombia y Ecuador. ¿Cuánto han avanzado económicamente estos países? Los recursos naturales no se emplean para el desarrollo interno, sino para cambiarlos por dólares, gran parte de los cuales emigra en pago por deudas, ganancias extranjeras o ahorros privados. La riqueza producida es acumulada por un pequeño grupo de filiales y sus socios locales y por las empresas del exterior que procesan, distribuyen y financian. Su “derrame” local es una minucia respecto del valor de mercado de estos recursos y de su valor estratégico si se los aplicara para apalancar y abastecer la industrialización interna.
Es cierto que el planteo industrializador nacionalista no tiene cabida en el contexto actual de las relaciones económicas internacionales. Lo que habría que debatir es qué hacer a continuación. ¿Renunciamos al sueño de la civilización industrial? ¿O quebramos las reglas del juego, nacionales e internacionales, que impiden que usemos nuestros recursos para alcanzarla?
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