De irlandeses, partisanos y fantasmas
La nueva película de Martin Scorsese le dice adiós a un cine y a un tiempo que ya no es el nuestro.
Casi todas nuestras vidas comienzan como un cuento de hadas —la infancia suena a cajita de música, remite a suavidades y dulzuras, al asombro de los descubrimientos— y terminan como historia de fantasmas, cuando la vejez nos arrasa y ya no reconocemos al espectro que nos mira desde el espejo.
La mayor parte de los elementos que confluyen en El irlandés (The Irishman, 2019), la nueva película de Martin Scorsese, tienden a empujarla en la dirección de otro género: el relato de mafiosos que tan bien le sale, al estilo Goodfellas (1990) y Casino (1995). Allí está el elenco, lleno de estadounidenses de origen italiano que son veteranos del género: Robert De Niro, Al Pacino, Joe Pesci, al que se suman nuevas generaciones de goombahs —como se les decía a los tanos en el norte—: el comediante Ray Romano, Domenick Lombardozzi (veterano de la serie The Wire) y Sebastian Maniscalco. También importa el libro en que se basa: I Heard You Paint Houses (Me dijeron que usted pinta casas, literalmente), el non fiction de Charles Brandt que recrea la historia del mafioso Frank Sheeran (1920-2003), un veterano de la Segunda Guerra que devino camionero, sindicalista y finalmente asesino al servicio de la famiglia Bufalino. Y esa banda de sonido tan a la Scorsese, llena de clásicos de Pérez Prado, Glenn Miller y Fats Domino que transportan de inmediato a una época ya mítica. Pero a pesar de esos ingredientes, El irlandés es ante todo un cuento de fantasmas: la historia de un hombre que está tan lejos de su infancia, que ya no puede recordar cómo era ser niño; que se va asumiendo como el último de una estirpe, y a quien sus pecados lo despojan de todo lo que era aun antes de que la muerte lo convierta en nadie.
Ghost Story
La película narra el derrotero de Sheeran (De Niro) a lo largo de décadas: desde la Segunda Guerra, pasando por los años '50, durante los que aproxima a Russell Bufalino (Pesci); surcando los '60 junto al líder del sindicato de los camioneros Jimmy Hoffa (Al Pacino, el personaje más entrañable por sus emociones y su sentido del humor) y llegando a comienzos de este siglo, con Sheeran en un hogar de ancianos y contando su historia a cámara, como si nosotros fuésemos el escritor Brandt, que recogió sus confesiones y las transformó en un libro. Esto forzó a Scorsese a hacer uso de la tecnología actual para rejuvenecer digitalmente a De Niro y Pesci. El truco se tolera, pero produce un efecto de extrañamiento que nunca se abandona.
Porque, en efecto, De Niro se ve más joven. Pero nosotros conocemos cómo era De Niro a los 30, a los 40, a los 50, porque venimos viéndolo en infinidad de películas desde hace décadas — y ese no es el hombre que aparece en la pantalla. Sheeran siempre es un tipo con cuerpo de viejo, que se mueve como un viejo. La misma tecnología habría habilitado a Scorsese a tomar otro camino: mezclar viejas imágenes de De Niro con las del rodaje actual, como se hizo con la finada Carrie Fisher en las últimas de Star Wars y alguien planeaba hacer hasta hace semanas con James Dean. Scorsese optó por privilegiar la actuación analógica del De Niro actual a la verosimilitud digital que le habría dado el otro truco. Pero al tomar ese camino produjo un efecto narrativo que, aunque imagino involuntario, colabora con el sentido profundo del relato: El irlandés es la historia de alguien que rememora su vida pero nunca puede recordarse joven de verdad — o sea ingenuo, o espontáneo, o idealista, o vivo.
Esto se percibe cuando uno compara con las otras películas de Scorsese que rondan la cuestión de la mafia, o al menos del crimen organizado. Tanto el Johnny Boy que De Niro interpreta en Mean Streets (1973), como el protagonista de Goodfellas y hasta el mafioso maduro que —otra vez De Niro— oficia de columna vertebral de Casino, disfrutan de aquello que hacen: ya se trate de la picardía del que decide burlar a la ley, del subidón que experimenta quien se sabe impune o del abandono sibarítico a los lujos que proporciona el dinero malhabido. Aunque se trate de una sensación fugaz, condenada a colapsar bajo el peso de la culpa o de la Justicia, en esos relatos existe goce. En cambio, en El irlandés no existe goce alguno. Lo más parecido al disfrute que exhibe es el placer compulsivo con que Jimmy Hoffa come helados.
Frank Sheeran no es un tipo dionisíaco: más bien es un everyman, un tipo sin otro talento que su capacidad de integrarse eficientemente a la maquinaria que lo emplea. Durante la guerra, sus superiores le han encargado que se deshaga de prisioneros alemanes y que —a sabiendas de que vulneran los más elementales códigos de decencia en batalla— sea discreto. Paradójicamente, al regresar a su país quienes lo contratan para hacer lo mismo que hasta entonces hacía en Europa en nombre del gobierno son los mafiosos. (De las posibles lecturas del film, me gusta la que sugiere que, de los '70 en adelante, cada vez que el cine de USA quiere reflexionar en términos políticos apela a los relatos en torno a la mafia. Casi como si admitiese, sin darse cuenta del todo, que no se puede separar la política de su país de la cuestión del delito. Al menos desde la Ley Seca en adelante, explicar la historia contemporánea de los Estados Unidos requiere abordar la cuestión del crimen organizado — de la mafia tradicional a la bélica y financiera que maneja los hilos hoy.)
El Judas irlandés
Sheeran nació para ser soldado. Y a ese código se atiene, saltando de un ejército formal a otro —el sindicato de camioneros, los Teamsters de Hoffa— pero reservando su lealtad última a ese ejército informal que es la mafia. Su historia hace equilibrio sobre la cuerda tendida entre dos polos de autoridad: Russell Bufalino (Joe Pesci, soberbio en una actuación de una sobriedad que no le imaginábamos posible), el capomaffia, jefe de una eficiente organización delictiva; y el líder sindical Jimmy Hoffa, a quien se consideraba uno de los hombres más poderosos de los Estados Unidos. Ninguno de los dos era un santo. Hoffa negociaba con la mafia, manejaba los fondos de su gremio a piacere y no dudaba en burlar ciertas leyes si lo creía imprescindible para salirse con la suya. Pero lo que nadie podía negar era que había obtenido notables beneficios para sus trabajadores, a quienes había agrupado en lo que devino el gremio más poderoso del país.
El nuestro es un mundo que, desde sus grises que todo lo permean, ama pensarse en términos de blanco y negro. (El mal que aqueja a tantas agrupaciones que se pretenden de izquierda, y que las torna irrelevantes cuando no reaccionarias.) Pero Frank Sheeran cuenta con una ventaja que muchos no tienen: una suerte de brújula humana, en la forma de su hija Peggy. (Interpretada cuando niña por Lucy Gallina y de adulta por Anna Paquin.) De manera instintiva, y desde la más tierna edad, Peggy desconfía de Bufalino tanto como ama a Hoffa. Por debajo de la generosidad y de los modos tan afables como medidos del mafioso, ella detecta en Bufalino al hombre cruel para quien nada ni nadie importa más que procurar de su empresa el máximo beneficio. Pero en Hoffa —el líder carismático y expansivo, tanto como su ego y su ansia de poder—, Peggy ve algo más.
Ella lo racionaliza, justificando su afecto por el gremialista a través de la consciencia de que Hoffa defiende en los hechos los derechos de su gente y mejora sus vidas. Sin embargo, en el fondo su elección es visceral. Entre los dos señores grandes que la bientratan, Peggy percibe la diferencia entre aquel que lo hace de manera calculada y aquel que lo hace porque siente genuinamente; entre aquel que no tiene corazón —perdón por plantearlo en términos infantiles, pero son aquellos que Scorsese elige— y aquel que tiene demasiado, hasta el punto de dejarse cegar por él. Hay un punto que el film no subraya, pero que eventualmente confluye con lo que marca la aguja de Peggy: una vez que entendemos hasta qué punto Bufalino es un líder frío y calculador, intuimos que empujó a Sheeran a ganarse la confianza de Hoffa precisamente porque era de origen irlandés y Bufalino sabía que Hoffa tenía prejuicios respecto de los tanos. Cuando llegue la hora de elegir entre Bufalino y Hoffa, esta diferencia que a diferencia de su hija Sheeran no ha percibido volverá a hacerse sentir. Porque Bufalino, el calculador, sabe ante qué poder se rendirá Sheeran; mientras que Hoffa, el sentimental, se resistirá a creer que alguien puede traicionar el afecto que ha prodigado hasta que sea demasiado tarde.
Y esto Scorsese lo anuda sobre el final, cuando Bufalino y Hoffa se dirigen a quien creen el hombre de su confianza con la misma frase, pero en un contexto que cambia por completo su sentido. Cuando Sheeran le informa a Hoffa que los mafiosos ya no lo toleran más y quieren que se retire por las buenas o por las malas, Hoffa no se preocupa por su suerte sino por la del irlandés: es Sheeran quien debe protegerse, le dice, porque "vos estás conmigo" (You're with me) y esa proximidad puede suponer un riesgo. Poco después, una vez que Bufalino ha motorizado el asesinato de Hoffa —esto no es un spoiler, es lo que consta en los libros de Historia—, el mafioso le anuncia a Sheeran que su única opción es participar de la mecánica del crimen. Si cumple con la orden Frank y su mujer estarán a salvo, le dice, porque "vos estás conmigo". (You're with me!) Hoffa usa la frase para expresar cuánto le importa el bienestar de quien considera su aliado; en cambio, Bufalino la usa para plantear una amenaza — sólo saldrás indemne, al igual que tu familia, si hacés lo que yo te ordeno.
Me tienta leer El irlandés (Nota al Pie: disponer del cine a través de plataformas como Netflix hace que la experiencia de ver se parezca cada vez más a leer — yo ya vi esta película dos veces y pico, regresando sobre ciertas escenas del mismo modo en que releo párrafos esenciales de una novela) como la reflexión de Scorsese sobre una masculinidad tóxica que cada vez es más parte del pasado. Peggy es un coro griego, cuya mera presencia recuerda al protagonista que sus decisiones preanuncian una tragedia. Imagino que por eso Anna Paquin, que es una actriz conocida, aceptó interpretar el papel a pesar de que casi no tiene texto. Su única frase relevante, que además suelta cuando se difunde la desaparición de Hoffa, es aquella con la que increpa a su padre: "¿Por qué?", le pregunta. Su sentido es puntual —Peggy le está preguntando por qué no ha llamado aún a Jo, la esposa de Hoffa, para expresarle su preocupación—, pero su sentido excede el contexto: en realidad le está preguntando por qué ha hecho todo lo que hizo — por qué durante su vida entera ha actuado contrariando lo que dice su propio corazón.
Como argentino, esta línea de lectura agrega otro elemento inquietante. Hoffa se desvaneció en el aire en 1975: nunca se supo qué fue de él ni se encontraron sus restos. La cercanía del hecho al inicio de nuestra dictadura, sumada al hecho de que Sheeran se refiere a Hoffa como "un desaparecido", al rechazo que Peggy siente y finalmente expresa por su padre —como las hijas de genocidas que aquí se organizaron bajo el mote de Historias Desobedientes— y a la negativa de Sheeran a colaborar con la Justicia y revelar dónde están los restos de su víctima, sugieren que los Estados Unidos no son el único país que para explicar su política debería asumir la cuestión del crimen organizado.
Y no sólo en referencia al pasado. Mi momento favorito es aquel en que Hoffa, mientras mira imágenes de la asunción de Kennedy, dice: "En esta vida, no existe nadie más indigno de confianza que el hijo de un millonario".
Adiós, Estado cruel
Más allá de las peculiaridades de su oficio, el drama de Sheeran es el mismo que ronda a cualquier ciudadano o ciudadana de un Estado contemporáneo. El relato institucional moderno sostiene que lo único que necesitamos para llevar adelante una vida plena es hacer lo que nos dicen, y hacerlo bien; y que el Estado es garante de este juego. (Vos hacé tu parte, nos alientan, que nosotros nos encargamos del resto.) Pero las crisis actuales de nuestros Estados-Nación —y esto aplica al entero espectro que va desde los Estados Unidos a Bolivia— ponen en evidencia que uno puede ser un ciudadano modelo y un trabajador eficiente y aun así quedarse sin laburo y cagarse de hambre, ser vigilado y hasta reprimido; y que, más allá del deseo de muchos de concentrarse en sus vidas individuales, hay multitudes que están expuestas al fuego cruzado de una disputa política de fondo que los compele a tomar partido, a pronunciarse — a dejar de ser prescindentes.
La tragedia de Sheeran pasa por el hecho de que, a pesar de todas las señales que desnudan la crisis de su sistema de valores, persiste en la obediencia a partir de la apreciación (¡ingenua!) de que después del temblor actual las cosas se reacomodarán, volviendo a ser como antes. Y esto es imposible por definición, porque en la vida —ya lo aclaró hace siglos Heráclito, a quien por algo llamaban El Filósofo Llorón— nada se repite de manera idéntica. Sheeran forma parte de ese club tan extendido entre nuestra especie de los que, ante la duda, repetirán el gesto que les funcionó en el pasado a pesar de la evidencia de que las condiciones han cambiado; los que por reflejo bajarán la palanca que ponía en marcha la fábrica aun cuando las máquinas hayan sido pulverizadas por las bombas. Por eso El irlandés es un film que revisita un pasado mítico, pero que no tiene nada de elegíaco.
No existe un sólo elemento romántico en su narrativa. En primer lugar, Scorsese se está despidiendo de un tipo de personajes. Frank Sheeran tiene más de un punto de contacto con Travis Bickle y Jake La Motta: el cine de Scorsese se ha dedicado obsesivamente al drama de los hombres que intentan sostener una masculinidad que ya no tiene sentido y por eso se enfrentan a un destino trágico, como en Taxi Driver y El toro salvaje. También se está despidiendo de ese género que tanto le rindió pero sin melancolía alguna, porque entiende que ha evolucionado y —como Peggy— siente que debe bajarle la cortina en la cara. Se trata de un pasado por el cual no podemos sentir nostalgia alguna, al que (¡como la vida hizo con Sheeran!) conviene arrumbar en una institución y, sin negarle el sustento esencial, esperar a que se extinga naturalmente.
El irlandés es una película que, como un fantasma, vuelve a los escenarios de su vida para intentar comprender por qué se convirtió en alma en pena. Y también es el relato del final de una era, la del Estado contemporáneo entendido como un ejercicio de delegación, ese usted-dedíquese-a-vivir-que-nosotros-nos-encargamos-del-resto. El Estado como garante de un juego justo ha fracasado, alentando el surgimiento de los intermediarios, los middlemen —hombres, siempre— que ocupan el espacio que la inacción estatal deja vacío: mafiosos, milicos, financistas y usureros — pónganles el nombre que más les guste.
El tiempo que viene no deja muchas opciones. La realidad del 1% ultrarrico y del 99% de la humanidad que a diario padece dificultades o necesidades elementales no coexistirá en equilibrio mucho más. O vuelve un Estado de hierro, donde obedeceremos sin poder cuestionar la autoridad de quien manda, o colaboraremos con la creación de un Estado donde todos somos partisanos y la autoridad no se delega a ciegas en un funcionariado —la política es algo demasiado importante como para dejarla en manos de los políticos—, sino que se reparte entre la totalidad de los ciudadanos, conscientes de que deben defenderla a diario desde sus lugares de trabajo y también en la calle. En el fondo es muy simple: o l'état, c'est moi —el Estado soy yo, como decían los monarcas absolutistas— o l'état, c'est nous.
Pero para ese tipo de Estado, claro, todavía no existe un cine que lo cuente.
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