De comedores y motosierras
¿Será posible seguir hablando de democracia sin políticas alimentarias para validar derechos básicos?
Hace poco más de una semana, Carlos Rodríguez, el economista liberal otrora asesor de Javier Milei, hizo pública en X (ex Twitter) su preocupación por el destino de los comedores comunitarios después del 10 de diciembre. A medio camino entre la advertencia y la amenaza, su mensaje asoció la pobreza al hambre, y reavivó lecturas lineales que piensan la relación entre pobreza, política alimentaria y conflicto social en términos simplistas de causa y efecto.
Pero esta intervención en la opinión pública no es exclusiva de Rodríguez, ni novedosa en esa red social. Poco después de las elecciones presidenciales generales de octubre circuló masivamente un meme que tuvo a la polenta como paradigma de pobreza. Aunque en la réplica, entre WhatsApp e Instagram, se difundió como de producción anónima, lo cierto es que esa imagen salió de las cuentas de tres twitteros que tienen entre decenas y cientos de miles de seguidores.
Más allá de la curiosa sincronicidad de los twitteros para amplificar la producción gráfica, lo interesante de este meme es su construcción como ejemplo del imaginario del sentido común sobre la pobreza. Lo primero que salta a la vista es la figuración de la exclusión: vivienda sumamente precaria, alimentos de bajo valor nutricional, una existencia individual, aislada, sucia y fría, al margen de toda vida social considerada digna o decente.
Pero, en la configuración de la polenta como símbolo de la pobreza y de la reducción del Estado de derechos, lo que el meme no muestra es la multiplicidad de modos en que aquellos que son indexados por las estadísticas como pobres gestionan alimentos en sus economías domésticas. Lo que el meme ignora es la compleja relación entre la organización popular y la asistencia estatal.
¿Cómo pensar la asistencia alimentaria sin que se cuele de contrabando una mirada clasista y moral? La respuesta está en la soberanía alimentaria, en la perspectiva de derechos. Para ello es indispensable discutir los números, no para minimizar su importancia y extensión sino para circunscribir y entender los datos al interior de una película y no como una foto aislada.
Discutir las cuentas
En octubre de 2023, el Centro de Estudios de la Situación y Perspectivas de la Argentina (CESPA) de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA publicó un documento que critica la conceptualización y la medición de la pobreza en nuestro país. Este informe, elaborado por un equipo a cargo del economista Alberto Müller, discute los usos de la palabra pobreza, los problemas que el uso de esa clasificación en términos de una línea divisoria conlleva y las interpretaciones que se hacen de los datos.
Cada vez que se publican los resultados del indicador construido por el INDEC, el número escandaliza a la opinión pública y enciende con frases indignadas los titulares de los diarios y las placas rojas televisivas. No cabe duda que es alarmante saber que el 40% de la población está por debajo de la línea de la pobreza, o peor aún el 44,7% si se sigue la encuesta de la Universidad Católica Argentina, que lejos está de ser un organismo técnico despolitizado y que para su conceptualización de la medición recurre al polémico mote de “deuda social”.
Un punto crítico del indicador oficial es su cuestionable capacidad de funcionar como dato comparativo a nivel internacional. En el centro del indicador argentino está el acceso o no a la canasta básica alimentaria y a la canasta básica total, como reglas de trazado de las líneas de indigencia y pobreza respectivamente. No todos los países de la región toman la canasta básica como parámetro y de por sí el armado de la lista de los alimentos que la conforman es indisociable de factores culturales. Lo que entra y lo que queda fuera de ella no es universalizable.
Decir que tal o cuál país de la región es menos pobre que la Argentina es desconocer que los indicadores construidos por cada país no pueden alinearse en pie de igualdad. Recuperando el cálculo del Banco Mundial para la región sur de América Latina, el CESPA elaboró un gráfico comparativo en el que se expresa que mientras en la mayoría de los casos las estimaciones de cada país coinciden mayormente con el organismo internacional, los datos locales muestran una abismal diferencia. Para el Banco Mundial, la población “pobre” de Argentina está cerca del 10% del total.
Pero lo que la discusión técnica más cuestiona del dato oficial es que solo mide la capacidad de consumo en términos monetarios. Así, el informe del CESPA postula que en vez de hablar de pobreza, para profundizar los debates sería más adecuado referirse a esos resultados como “insuficiencia de ingresos”.
En torno a la sub-declaración, los especialistas coinciden en que quienes cuentan con mayores ingresos son los que más rechazan la Encuesta Permanente de Hogares, el método de relevamiento que sistematiza información cuantitativa sobre la situación demográfica y económica de las poblaciones urbanas en la Argentina. Esta situación no es novedosa, sino sostenida a lo largo del tiempo. Pero el impacto de la sub-representación de los sectores acomodados, entre ellos quienes viven en barrios cerrados, se agrava cuando la riqueza se concentra cada vez en menos manos.
Asistencia alimentaria
En relación al sub-registro, es preciso señalar que al medir la pobreza a partir de los ingresos monetarios y en base a un indicador que toma el acceso a alimentos como piso, lo que el dato oficial también subestima es la importancia de la asistencia social. Eso que en términos técnicos se denomina como “transferencias en especies” y no es otra cosa que el reconocimiento de la incidencia de políticas estatales en torno a los alimentos en la mesa de cada día.
Tanto las políticas de control de precios como los distintos programas de ayuda alimentaria son instancias de acción de un Estado que se instala como interlocutor, con voz débil y alcance insuficiente pero presente al fin, en la discusión por el acceso a los alimentos. Para los sectores con menores ingresos, contar con este tipo de transferencias es fundamental en su organización cotidiana.
Buenos ejemplos de transferencia directa son la Asignación Universal por Hijo (AUH) y la tarjeta Alimentar. Esta última está destinada a cubrir el acceso a alimentos a los niños menores de 14 años, las mujeres embarazadas, las personas con discapacidad y las madres con más de siete hijos. Actualmente la AUH alcanza alrededor de 4.000.000 beneficiarios y el programa Alimentar a 2.300.000.
En la provincia de Buenos Aires 2.380.000 niños, niñas y adolescentes reciben diariamente el Servicio Alimentario Escolar (SAE) en 11.000 establecimientos educativos presentes en los 135 municipios. Los alimentos del desayuno, el almuerzo, la merienda y la colación buscan garantizar su nutrición y mejorar las condiciones de salud, para que aprender sea posible.
Otro programa insignia de la provincia es el Módulo Extraordinario para la Seguridad Alimentaria, conocido como MESA Bonaerense. En la pandemia por Covid-19 surgió como una estrategia de contención alimentaria que luego se institucionalizó con la entrega mensual de un módulo alimentario compuesto mayoritariamente por alimentos para las comidas centrales en el hogar.
Además vale destacar una serie de programas destinados al fortalecimiento de la calidad nutricional de los adultos. Por ejemplo, el programa Alimentos Especiales, destinado a pacientes con patología celíaca y personas que viven con VIH en condiciones de vulnerabilidad social. O el programa Comprar en Comunidad, destinado a la promoción de la comercialización en el Mercado de Productores Familiares y en la Red de Almacenes Populares.
Las estadísticas actuales y las mediciones de pobreza no contabilizan los aportes de los distintos Estados (nacional, provinciales y locales) en materia de distribución de alimentos. En un contexto inflacionario tan alto, destacar el incremento de los recursos económicos destinados a este fin, incluso cuando las partidas de los presupuestos de acción social implicadas son enormes, no es fácil de expresar.
Pero incluso así, tener la alimentación de los niños y niñas en edad escolar garantizada y contar con comedores comunitarios les permite a muchas familias organizar su economía de otro modo. Frente a un mundo laboral cada vez más informal y sumamente inestable, estos espacios les dan previsibilidad a los cálculos alimentarios familiares. Y así permiten orientar los ingresos a otros fines también necesarios.
Adriana Clemente, doctora en ciencias sociales y trabajadora social (UBA), especialista en pobreza urbana, señala que se sabe poco sobre los modos en que las personas beneficiarias estiman ese aporte en sus vidas cotidianas. Los trabajos de campo parecen indicar que el Estado es percibido cada vez menos como un proveedor legítimo y que cuesta reconocer las diferencias de esos aportes asociadas a los cambios de gobierno.
Pero, así y todo, el problema no es el posible desapego que las personas pueden sentir, sino la incapacidad que tienen las políticas asistenciales de presentarse ante sus destinatarios como instancias de validación de derechos. A esta situación, el Centro de Estudios de Ciudad, que dirige Clemente, la denomina como “principio de desvinculación”. La pérdida de la confianza en que la pobreza puede ser superada y que la movilidad social puede seguir siendo un horizonte de expectativa no es nunca un problema individual, es un fracaso de la sociedad toda.
Incluir la asistencia alimentaria en el cálculo implica realizar un cambio de enfoque en la manera en que se conciben las estadísticas. Implica dejar de pensar estas políticas como una articulación de emergencia para entenderlas como un modo indirecto de transferencia de ingresos para mitigar la acción de un sistema económico y social por definición desigual. Pero ello no podrá hacerse sin diagnóstico y medición de la complejidad de la informalidad laboral, que per se tiene muchas caras.
Comunicar los cambios en los indicadores es también una tarea difícil. Una tarea que se dirime entre la frialdad de los números y el retrato miserabilista de la vida de los otros. No deben confundirse las discusiones de los especialistas con la experiencia concreta de las personas. Pero tampoco debe olvidarse que las discusiones técnicas son siempre discusiones políticas y culturales. La línea de la pobreza es un parámetro, un registro de la capacidad de compra de un hogar. La experiencia concreta y vital de las personas no se reduce nunca a un número exacto.
Historizar el futuro
En 2019, el artista tucumano Gabriel Chaile comenzó el proyecto “Aguas Calientes”, compuesto por una serie de piezas que son el resultado de la intervención sobre ollas que supieron pertenecer a comedores y organizaciones sociales. Por entonces, como profesor de arte instalado en Buenos Aires, daba clases en cooperativas y escuelas de Villa Soldati y la Boca. En torno a las ollas y esos espacios de educación, Chaile vio, tal como declara en una entrevista realizada por la Agencia Andar, estrategias de rebusque, reinvención y transformación colectiva.
En el frente, las ollas de Chaile, marcadas por el fuego a leña, tienen caras que dialogan con el estilo escultórico de la cerámica precolombina. En el reverso, tienen inscripciones que registran las ollas: datan su “fecha de inicio” y sus espacios de circulación. Adentro están hoy vacías, pero guardan las historias de quienes en torno a ellas compartieron comida, tiempo y organización.
Desde el retorno democrático la historia de la política alimentaria tuvo hitos memorables. En los albores de los ‘80 alfonsinistas, las cajas de alimentos del Programa Alimentario Nacional (PAN) marcaron por seis años el compromiso del Estado nacional de distribuir masivamente alimentos entre los ciudadanos, no exento de críticas y reticencias. En los ‘90, junto a los Centros de Desarrollo Infantil propuestos por la política oficial, se multiplicaron masivamente las ollas comunitarias, que se instalaron como una respuesta colectiva y popular frente al desempleo. En la álgida organización en 2001 las ollas populares fueron un espacio de visibilidad del rol de las mujeres como protagonistas de las organizaciones piqueteras y de desocupados.
El paso del tiempo y el sostenimiento de la articulación en torno a la demanda legítima de alimentos hace que los comedores y la política alimentaria sean no solo espacios de urgencia sino, y sobre todo, espacios de negociación que dan cuenta de la presencia sostenida en la vida social pública de los sectores populares desde el retorno de la democracia.
En este largo año de campaña nos avisaron que la motosierra sueña con el fin de la asistencia social. ¿Avanzará sobre una forma de negociación popular que, con cambios en su modalidad y protagonismo, se constituyó en estos 40 años? Y si eso sucede, ¿será posible seguir hablando de democracia?
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