Dante en el infierno

Un camarote sin anclas en ningún puerto, rodeado de cuerpos insepultos

 

No hablaré aquí de la Divina Comedia y de Dante Alighieri, un autor que es un amigo moral en la distancia. Sino de un amigo querido, amigo en la cercanía del tiempo, y de los afectos más tangibles. Estoy hablando del periodista cordobés Dante Leguizamón. Si empecé esta nota con una evocación literaria no es por capricho estilístico que, de existir, me perdería en formas de vanidad. Es que no pude evitar el sobrecogimiento, al empezar a escribir esta crónica del viaje al infierno de Dante Leguizamón, y darme cuenta que mi amigo comparte nombre con Alighieri. ¿Sólo es una forma de casualidad que Dante Leguizamón tenga el mismo nombre de un escritor siendo, como es el caso, tan devoto de la literatura y del propio Alighieri?

Dante Leguizamón es un periodista que conocí hace un par de años en la radio, en su programa Otra vuelta de tuerca. Fue una grata sorpresa para mí. En Dante veía a un estupendo entrevistador, de esos que improvisan las preguntas justas que van al alma del entrevistado y que, por extraños sortilegios, llegan depuradas a miles de oyentes. En esas entrevistas radiales me fue dado el regalo de conocer también a la persona moral que es Dante. Un periodista valiente en sus denuncias sobre corrupción policial en Córdoba, que le puso el cuerpo, y no sólo la crónica, a dichas denuncias. Un periodista, una persona, de rara congruencia práctica entre su decir y su hacer personal. Un periodista ético y con ética que nunca vaciló en resistirse a los encantos del elogio fácil y que jamás claudicó en su deseo de narrar la realidad con toda la imparcialidad que le fuera dada.

Nunca había estado antes en un barco. Por primera vez en su vida, un 8 de marzo de este año, Dante Leguizamón, un hombre luchador como muchos de nosotros, que peleamos duramente para llevar el pan a casa, decidió, por fin, aceptar la invitación de un amigo músico, tripulante de un crucero, para viajar gratis en el mismo. El crucero se llama el Zaandam y su destino era llegar a Malvinas. Dante, como nos ocurre a los que “galgueamos con la plata”, sólo fue con 150 dólares (su único dinero) y se embarcó por fin, pensando que con esa platita pagaría su viaje de regreso en ómnibus a Córdoba, una vez que el barco recalase en Chile. Sin embargo, como entrevió con lucidez el poeta griego Homero (o esa familia de poetas incluidos bajo ese nombre), muchos viajes, si no todos, y muchas o todas las personas, no solamente Odiseo, están atravesados por la fortuna, que puede ser buena como mala. Varios tripulantes del Zaandam murieron de coronavirus. Aún se hallan insepultos. Y poco a poco empezaron también otros contagios. Ante esa situación de infortunio, los puertos donde intentó el crucero arribar cerraron férreamente sus puertas. Y ahora el Zaandam es un buque en el medio del mar, cerca de Panamá. Otro crucero, de la misma compañía, el Rotterdam, asiste con alimentos al primero. Dante observa, con mezcla de angustia metafísica e incógnita existencial, que algunos pasajeros son descendidos a botes que luego llevan al Rotterdam. ¿Son ancianos? ¿Quiénes son? Y no es la mirada de la envidia por la buena suerte de otros en medio de la desgracia. Es la mirada de quien espera salir del infierno. Dante Leguizamón es considerado como un tripulante más, no un pasajero, y esto me recuerda que las clasificaciones que hacemos de las cosas no dejan de tener su arbitrariedad, inclusive una de tipo moral y no meramente conceptual.

Los días infernales de Dante, que imagino de lloro y zozobra infinitas, pasan en su estrecho camarote. Con todo, Dante me dijo hoy 1 de abril, mediante mensajes entrecortados emitidos desde su celular, que los dejan subir a cubierta cuatro veces al día, durante un rato. Su acceso a internet, que hasta hace poco era mínimo y requería pagarlo por su cuenta — al punto que le quedan solo 40 dólares—, ahora ha quedado abierto a los tripulantes. Aunque es un servicio de internet con frecuencia intermitente y angustiante. Pienso, quizás alelado, al leer sus mensajes de celular, que por fin llega una muestra de gracia divina. Pero Internet no evita los dilemas morales. Al comunicarse con sus tres hijos como puede, Dante seguramente quiere tranquilizarlos. ¿Pero cómo tranquilizar a tus hijos y al mismo tiempo decirles la verdad de tu embromada situación? Decirle la verdad a la gente, y cuidarla, no son cosas siempre fáciles de llevar juntas.

Hasta hace unos pocos días se decía que había algunas alternativas, por lo pronto, para este crucero perdido, fantasmagórico en las propias palabras de Dante. Se hablaba de Puerto Vallarta, México, como posible puerto de destino. Empero, la opción mexicana perdió fuerza, y este crucero azotado por las olas azarosas, a día 1 de abril, ya se halla cerca de Miami. Esta parece ser, finalmente, la opción por la que los vientos cruzados han conducido el barco. Y la instancia no deja de ser ruda para mi amigo. No tiene visa americana. Y su plata apenas alcanzaría para pagar un taxi desde los SRT de la Universidad de Córdoba hasta la calle Nueve de Julio de la capital cordobesa. Y hablar de puertos de destino no parece una mera palabra por la que debamos pasar rápido. Hablé hace un rato de Homero y Odiseo. Y es porque los griegos eran tan astutos que ya sabían que la cuestión del destino era central en un examen detenido de cualquier vida. El papel de la mala y buena fortuna, y su vínculo con nuestros trayectos, están atados fuertemente.

Dante está en el infierno. Más tenebroso que el relato marino de El mar de los Zargazos de William Hope Hodgson. Vivir en un buque fantasmagórico es como transportar un cuerpo sufriente de esta dimensión a otra mucho más terrible en términos metafísicos: el de figuras, la de un crucero, la de las personas que están en él, que se difuminan como personas palpables. Imagino que, en la situación de Dante, la percepción del prójimo que nos salvará se nos antoja lejana y es, en ese momento, que anhelaría para Dante que él estuviese en el lugar del Kafka atemorizado de Max Brod: esperando que pronto pase, en la noche cerrada, el carruaje de Dios para rescatarnos. Pero Dante me dice que no sabe arrodillarse a rezar y entonces yo destierro las dudas del filósofo y me arrodillo a rezar por él.

Dante Leguizamón, periodista, hombre de bien, no encaja en la categoría del “cheto” o “imprudente” sobre el que prontamente descargamos una proyección moralizante complicada sobre algunos. Si todos debemos ser salvados (y no digo que todos lo merezcamos), Dante Leguizamón, más que nunca, debe y merece ser salvado con la urgencia de los genuinos salvatajes. Si así no fuera, no puedo evitar sentirme como los existencialistas franceses al percatarme que todos resultamos de algún modo condenables. Por eso también, no sólo por el afecto y admiración que tengo por Dante, sino también porque temo la condena, es que escribo a las apuradas esta crónica de su viaje al infierno. Y porque salvar a otro no depende sólo de decirlo: sus amigos más íntimos, su novia, su hermana, están juntando dinero en una cuenta bancaria para cuando llegue el ansiado momento en que Dante, tenue en aguas inseguras, recobre todo su cuerpo y sus pies toquen tierra firme.

Aunque es una crónica vital, no filosófica, no puedo dejar de ser y pensar como filósofo. Al final parece que el relato de una vida singular es necesario para contrarrestar miradas éticas tan abstractas y lejanas. Esto que se conoce como el giro narrativo es quizás un arma noble si ayuda a desarrollar empatía y comprensión moral por la desdicha de seres de carne y hueso como Dante Leguizamón. Tal vez así algo aprendamos de ética.

No es suficiente leer Ética nicomaquea de Aristóteles o La crítica de la razón práctica de Kant para volvernos seres moralmente más completos. Ojalá que mi giro narrativo, expresado en esta crónica, conduzca a una pronta solución política para todos los Dantes Leguizamón de este mundo. Y es este ojalá, que cifra una esperanza, lo que explica por qué no titulé mi relato como crónica del náufrago. Y no lo haré mientras en mi móvil estén las palabras con que Dante se despidió hoy de mí: “Loco, ayudame a bajar”.

 

 

 

 

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