CURANDEROS Y CURAS SATÁNICOS
El terror religioso para emociones fuertes, en la nueva novela de Pablo Forcinito
“¡¡Temeeeed a Dios!!” vociferaba allá por la dictadura (1976-1983) monseñor Antonio Plaza, arzobispo de la ciudad de La Plata, a través de Radio Provincia. Sabía perfectamente lo que decía en su condición de vocero oficioso del terrorismo de Estado del que no solo era cómplice sino por sobre todo, impulsor y partícipe directo. Por estas latitudes subamericanas, el monopolio del terror religioso lo ostentan —con desparejo orgullo— los funcionarios vaticanos, más con su activo accionar en los sucesos históricos del último siglo que con los mitos y leyendas remanentes de una bimilenaria bibliografía con la que continúan perturbando el sueño de los fieles infantes. A las abundantes legiones de maltratadores y pedófilos se suman quienes suplieron, para sus enemigos, el martirio en la cruz por ídem en la mesa de torturas; pergeñaron “la forma cristiana de morir” desde un avión y aún con vida, robaron bebés y los enajenaron entre sus feligreses, para resumir un inventario de mayor volumen.
De modo que hallar una novela de terror religioso que con calidad y mesura simplemente se restrinja a erizar la piel, retener el aliento en suspenso y estimular con bravura la lectura, constituye a la vez un alivio y un aliciente. Más cuando desde el vamos queda en claro que uno de sus principales protagonista es, precisamente, un funcionario del Estado Vaticano, al que le debe obediencia aún por encima de las leyes locales, es decir un cura. Al mando de la parroquia y la escuela de artes y oficios, el susodicho responde al nombre de Gabriel, a la sazón arcángel anunciador de doncellas preñadas en la folletería sacra; “alguien que aparenta ser hombre”, según las más antiguas escrituras. Pío cuarentón, utilizó sus mancias a fin de ser destinado al pueblito que le vio nacer, enclavado al borde de la pampa sojera, lejos de las tentadoras emociones húmedas y sin riesgo de padecer esas oportunas lipotimias que le acarrean desvanecimientos cada vez que la cosa se pone peliaguda. Sus amigos de la infancia saben que la vocación sacerdotal le iluminó de improviso tras un compartido pecadillo del que fue víctima un indigente menesteroso, ejemplar tan caro a la caridad y beneficencia, siempre presta a habilitar renovadas tropelías mediante el trámite burocrático del perdón.
Intriga multiplicada, al titularse la flamante novela La misa de los suicidas. Planta la incógnita acerca de si el cura de marras participa o zafa de la ceremonia de quitarse la vida por mano propia, por cierto ticket de primera clase en el trayecto sin escalas a la zona más rostizada del atestado Averno para los adoradores de aquel instrumento de tortura consistente en maderos cruzados. Serán los creyentes quienes tensarán sus nervios y apurarán las páginas en la avidez por dilucidar si su pastor habrá de precipitarse en tamaño sacrilegio, mientras que ateos y agnósticos harán lo propio en forma simétrica e inversa. De ninguna manera es spoilear el argumento anunciar que hay satisfacción para todos los gustos, sin contradicción, en forma ecuménica y democrática. Recomendándose, eso si, combatir la ansiosa premura, de modo de extender el deleite de una escritura trabajada, en que la voz narrativa —la del cura— atina a ceder el paso a otras locuciones, en consonancia con el ritmo de los relatos secundarios, embutidos unos dentro de otros. Sin alterar la épica melodía de la trama, el relato principal da lugar a un místico hebreo del primer milenio, se desliza a un pueblito mexicano con batracios demoníacos, retorna a una imprevista ciénaga lindera al pueblo, recae en los milagros producidos por un paisano ausentado durante más de un cuarto de siglo.
Artífice de la magna herejía es Pablo Forcinito (Lanús, Buenos Aires, 1978), en la consagración de un estilo donde el relato avanza cabalgando sobre la acción, acaso al modo del cuento ruso, con el sabroso ingrediente de un suspenso donde la cuerda se tensa en función de las situaciones, graves o agudas, de las tramas entrelazadas. El ambiente local, pueblerino, se define en tan escasos como contundentes trazos, necesarios y suficientes, ya experimentados por el autor en anteriores narrativas donde desarrolló una especial perspicacia en la generación de locaciones. Magia extensiva a la diversificación anímica, tanto de un personaje a otro, como dentro del mismo: “El domingo (…) oficié la eucaristía en un estado segundo. Yo podía oír mis palabras como si fuesen parte de una puesta en escena que debía resultar verosímil. Luisa me asistía con manos temblorosas. Consagré el pan y el vino sin convicción. Se me antojaron placebos. Pura utilería”. Contra lo esperado, la creencia en momento alguno —hasta ahí— se dispersa; por el contrario, se ratifica, insiste en su práctica funcional al tormento que liga los cuerpos con la divinidad controladora: “Yo debía sostener mi fe. Dios no me abandonaría. El Domingo Santo oficié la Misa de Pascuas con Luisa como única colaboradora. Su marido y un matrimonio del pueblo vecino fueron toda la feligresía que se hizo presente”.
La irrupción del paisano perdido, transformado en exitoso sanador milagrero, lejos queda reducida en La misa de los suicidas dentro del raído canon del combate del Bien contra el Mal. Va privilegiándose una inquisitoria alrededor de la construcción de la verdad, más que como oposición a la mentira, como contrapeso de la ignorancia. Por ese motivo sea que, tal vez, Forcinito ya no requiera de los asesinos seriales con sed de irreprimible venganza que resplandecieron en sus narrativas anteriores. Le bastan las palabras para definir de qué se trata: “El extraño se asomó entre mis amigos. Distinguí su cara angulosa y de mentón chato, sus ojos amarillos, bizcos y desmesuradamente separados. Las sienes hundidas le contrastaban con el filo de los pómulos. Completamente lampiño, ni pestañas tenía. Sus labios lucían rígidos y apagados, sin sangre, hendidos entre las fosas nasales. La piel amoratada de su vientre se estrangulaba de venas rotas que le trepaban en derrame hasta el pecho. Sus hombros ardían de ampollas. Con solo parpadear, las cuencas de sus ojos se ahuecaron el el fuego de una bocanada. El soplo de calor me hundió en un vértigo”.
Impulsado por una pequeña editorial de esas que confían en sus autores, La misa de los suicidas marca la constitución de una marca identitartia en la narrativa de Pablo Forcinito. Augura una continuidad en el género terrorífico tras un extendida curva que proviene del nicho insondable del suspenso, con escala en el policial. Habiéndose atrevido a los embates canónicos de la literatura incursora en el inframundo religioso, ya transitados antes y por otros, y sobrevivido con triunfal frescura, el autor presagia compartir otros pecados, mas nunca el de repetirse. Ante todo, garantiza en buena parte que el terror religioso permanezca dentro del delicado espectro de la ficción, para que nunca jamás retorne a sus fuentes institucionales originales.
FICHA TÉCNICA
La misa de los suicidas
Pablo Forcinito
Buenos Aires 2022
144 páginas
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