Cuando se acabó la vida
Continúan las denuncias de abusos sexuales en los juicios a represores de la última dictadura
María Teresa Serantes Lede relató los padecimientos que siguieron a su secuestro junto a su esposo Alberto, el 21 de abril de 1978, cuando se encontraban junto a su hija Amaranta, de dos años y medio, de quien el comando los separó.
En la audiencia del Juicio Brigadas, Teresa habló en presente (“me desnudan”, “se produce una violación”), signo de un sufrimiento que perdura, aunque con un tono que no se ve alterado salvo por interrupciones que denotan un intento por mantener el hilo sin quiebres.
Cada vez que un guardia la retira de la celda, pone las manos de ella entre sus genitales. Durante los interrogatorios, “la capucha te tapa todo, no ves ni el piso. Es gruesa, podés diferenciar un poco de luz, pero no mucho más. Empiezan golpes, manoseos de todo tipo por varias personas, y se produce una violación. Siempre es más o menos lo mismo. Me preguntan por nombres, por apodos. Hay mucha violencia”.
Como novedad, incorpora a una mujer en la sala de tortura, ¿Cuál era su rol ahí? “Azuzar a los hombres para que hicieran más y más y más, hicieran más vejaciones, más violaciones, más… lo que fuera, usando vocabulario que no voy a repetir, es demasiado bajo; todo el tiempo 'hagan, hagan, hagan'”.
Teresa cree que ese era su rol, que nunca la tocó “más que con unas trompadas o cachetadas”. No puede precisar cuántas interrogaciones tuvo. “Llamémosle interrogaciones –dice–, fueron más de tres pero no sé si fueron 23 o siete, no lo tengo claro; siempre consistía en lo mismo”.
Retoma la conjugación en pasado para referirse al sosiego que le seguía a continuación: “Cuando volvíamos a la celda, una no decía lo que había pasado. En general no hablábamos de eso. El primer día estaba Jorge Martínez en mi celda, después de dos días lo quitan de la celda y traen a Ivonne Cappi y Erlinda Vázquez; yo las conocía de antes pero no sabía que estaban ahí. Empezamos a estar en la misma celda. Empieza otra vida ahí”.
Teresa le cuenta al tribunal y, por ende, a la sociedad que puede seguir la transmisión de radio La Retaguardia. “Tratamos de que nos afectara lo menos posible. De alguna forma dejamos nuestros sentimientos afuera, nuestra vida anterior no existe y nuestra vida posterior tampoco. Es difícil explicar. Uno bloquea todo tipo de sentimientos y puede llegar a ponerse a cantar, jugar al ‘veo veo’ entre los interrogatorios. Después, una lo ve absurdo eso y le da hasta vergüenza, pero fue una realidad. Cerrás, bloqueás, tratás de que las cosas no hagan daño y que ellos no te hagan daño”.
Esa alienación autoimpuesta caía con el sol. “Todas las tardecitas y noches empezaban a escucharse llantos de niños, gritos de dolor de niños, llantos de desconsuelo; no el llanto normal de un niño que le sacaron el chupete o no le dan un caramelo. Traté de pensar que era parte de la tortura, que eran grabaciones, así no te hacen daño. Las escuchaba como escuchábamos la radio que ellos escuchaban, la tenían siempre prendida a un volumen bastante alto”.
A partir del tercer día de secuestro, puede reparar en su entorno con un tiempo que antes sólo estaba dedicado a soportar el dolor. La celda es carente de todo, lo único que hay son unos trapos sucios en el piso y unas botellas de plástico cortadas para hacer sus necesidades. Una vez por día los dejan salir a vaciarlas en una abertura del piso, suerte de baño, y ahí pueden ver a los demás secuestrados, cuando abrían las celdas al mismo tiempo, rápido, sin mucho tiempo, aunque suficiente para hablar o tener algún contacto.
Otro detenido, Guillermo Sobrino, intentó contactarla: “No sé cómo sabe que soy española pero me dice que tengo que memorizar porque por mi nacionalidad voy a ser la única que va a salir de ahí. Aprovecha todas las oportunidades que hay para hacerme memorizar distintas cosas. Me dice que hay 32 uruguayos ahí, en el Pozo de Quilmes. Me dice que la mujer que yo nombro, él escuchó que en Uruguay la llamaron Cristina, que en una oportunidad la llamaron “sargento Peters” y empieza a darme datos de quiénes estaban ahí, para memorizar. Cada vez que tenemos algún contacto se dedica a eso”.
La comunicación fluye: “Alguien nos enseña a hablar con las manos, aprendemos rápido. Nos avisa que, en el piso de arriba, Aída Sanz quería hablar con nosotras. Tuvimos oportunidad de hacerlo por señas. Nos dice que la habían traído desde otro lado, muy lastimada por la tortura; que el 23 de diciembre nace su hija, Elsa Carmen, que se la quitan de inmediato. El 27 de diciembre aparece su compañero Eduardo Gallo y Miguel Ángel Ríos, en el Pozo de Quilmes. Miguel Ángel, herido de bala; Cacho Eduardo, también herido. Son torturados. A Miguel Ángel lo sacan; supone que lo llevan al hospital de Quilmes, que está muy cerca porque se oyen las sirenas que llegan y se apagan ahí. Aída dice que en las condiciones que él estaba era imposible sobrevivir”.
Aída viene del Pozo de Banfield: “Nos cuenta que a su madre la tienen en otro lado, retenida y abandonada en una celda, donde nadie le habla ni hacen nada con ella. Es una señora mayor. Había ido a Buenos Aires para participar del parto de su nieta. Fue la última comunicación que tuvimos con ella. Después me enteré que la devolvieron”.
Sobrevivían con un mate cocido, un pedazo de pan duro y un plato de algo difícil de describir. “Si se lo puede llamar guiso”, dice Teresa, que recuerda cómo con las otras dos cautivas “tratábamos de pasarla lo mejor posible”, y describe: “En una sola ocasión nos dejaron salir al patio de las celdas. Ahí pude hablar con Alberto, mi marido. Está muy preocupado por Amaranta. Me cuenta que le dicen que le están pegando, que la están torturando. Trato de calmarlo y decirle que eso es parte de la tortura. No es mucho tiempo el que podemos estar, son apenas unos minutos. Ahí no hay nadie, ningún milico. Quizás estarían escuchando lo que hablábamos, no sé. Es un momento de, entre comillas, un poco de libertad. Los interrogatorios siempre fueron iguales. Yo no comento nada de lo que me hacen. Tampoco ellas comentan. Solo nos decimos que es el fin, que no hay más vida, se acabó la vida. No sabemos cómo va a terminar, pero se acabó nuestra vida afuera. Sin angustia, bloqueando todo tipo de sentimientos, es la única forma de sobrevivir, creo yo, en esas situaciones”.
La preocupación por su beba suma una revelación: “Como a las tres semanas, un guardia aparece en la puerta de la celda y me dice que Amaranta está bien, que está con mi hermano. Cómo lo sabía, no me dice. Se va. Me quedo con el interrogante. Por un lado, quiero creerlo pero, por el otro, no le creo”.
Al mes será liberada. “Antes de soltarme me llevan a un interrogatorio distinto. El que me lleva también es otro. Antes me llevaba siempre el mismo que agarraba mis manos y las ponía entre sus genitales. Subo y bajo escaleras distintas, de madera, a un lugar donde nunca había estado; entro a una habitación, me sientan y me quitan la capucha. Me aferro a ella porque soy consciente de que si veo a alguien las posibilidades de sobrevivencia son nulas. Me la quitan con violencia. Veo una habitación con un escritorio; un guardia, una ventana y un hombre frente a mí de unos 35 años, bien vestido, limpito. Lo primero que hace es poner la pistola arriba de la mesa como apuntándome. No dice nada”.
Por fin hablará:
–No sé qué voy a hacer con ustedes. Tengo que tomar una decisión –juguetea con el arma–. En tu caso me afecta porque somos compatriotas; yo también soy español. Yo te conozco de hace varios años porque te veía pasar por la calle donde está la Embajada Argentina en Montevideo. Yo trabajaba ahí.
El rubio sabe que ella y su marido estuvieron detenidos en Montevideo el día del golpe en Uruguay, sabe dónde vivían allá, sabe “lo que pasó en Buenos Aires”, sabe quiénes iban a la casa, sabe que allí había estado Cacho, y que Marta con su hija pasaron unos días antes de que la llevaran a un refugio en Buenos Aires. Sólo habla, no pregunta.
–No sé qué voy a hacer contigo. Tengo que tomar una decisión. Hay que vaciar todos los lugares porque necesitamos lugar.
–Hacé lo que quieras –contesta sorprendida de su tranquilidad.
Sentada, sin capucha ni esposas, escucha la historia sobre cómo lo presionaban para tomar una decisión. Cree que pasó más de media hora hasta que, otra vez, le ataron las manos y la regresaron a su celda.
Durante los días siguientes empezó a notar que en efecto sacaban gente. Una noche le toca a ellas y a Alberto. Los meten en una camioneta y, aún con la capucha, oyen:
–Tengan cuidado, porque no estamos de acuerdo con la decisión de liberarlos, pero vamos a volver.
Sienten que bajan la velocidad, los tiran. Ya sin capuchas, ven un descampado, de madrugada. Caminan hacia las lejanas luces de una estación de servicio, donde el playero entiende todo con verlos, sucios y malolientes. Les dice dónde están, camino a La Plata, y les da dinero para que regresen en micro, con el que llegan a la casa de Rawson 219, en Bernal.
Cuando pudo reencontrarse con su hija, la nena expresaba su extrañeza y rechazo. Entonces supo: “Mi hija fue entregada a mi hermano cuatro días después de nuestro secuestro, pero nunca pude saber dónde estuvo esos cuatro días. La dejan solita en la vereda de la casa de mi hermano, con dos años y medio”.
Amaranta tardó una semana en aceptar que su padre se acercara a ella. Teresa debió mostrarle una herida en su estómago producida en el Pozo de Quilmes para que la niña lo creyera como el motivo de la separación.
Se exiliaron en España: “Después de que llegamos a Madrid, al día siguiente Amaranta había bloqueado todo lo vivido en la Argentina, nunca supo nada, no recordaba nombres, nada. Bloqueó todo”.
Donda
Los relatos de lo que mujeres indefensas padecieron por parte de uniformados durante el terrorismo de Estado no son nuevos ni se han terminado. El último martes pudieron ser oídos por el Tribunal Oral Federal 1 de La Plata, que desde octubre de 2020 juzga a 16 represores, entre ellos el policía quilmeño y médico Jorge Bergés.
En la misma semana se benefició con salidas transitorias al marino Adolfo Donda. El Cohete ya había dado cuenta de su participación en las violaciones contra mujeres retenidas en la ESMA, que derivaron en condenas a cadena perpetua e inhabilitaciones que habilitaron a que media docena de ex oficiales de la Armada fueran degradados por el Ministerio de Defensa.
En los mismos ajetreados días, el debate sobre el Juicio a las Juntas de 1985 convierte a una película en la más taquillera del cine vernáculo, y los actores de ese Poder Judicial persisten en no pagar los mismos impuestos que los demás.
Entre esas ambivalencias transitan las víctimas que arrastran su dolor de décadas, en pos de rasgar el velo de las impunidades e impedir que se conviertan en telones que oculten la historia, triste y heroica, de los pueblos.
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