COSAS QUE SÓLO PASAN EN LAS PELÍCULAS
La Gloria, de Javier Torre, funciona como memoria familiar y justiciera reivindicación artística
Lo que en la década del ‘60 le pasó a Leopoldo Torre Nilsson con La mano en la trampa fue, como redondea el dicho popular, algo de película. Destratada por el Instituto de Cine, que eligió como representante argentina al prestigioso festival de Cannes a El centroforward murió al amanecer, de René Mujica, llegó a participar del evento de la mano de varias casualidades. Primero, por un guiño del crítico e historiador del cine George Sadoul, impresionado por los valores de una anterior realización de Torre Nilsson, La casa del ángel; luego por la decisión del director convencido de que debía buscar trascendencia internacional, y finalmente por la oportuna venta de un valioso mobiliario de colección sobre el que en alguna época Alfonsina Storni había extendido sus originales. Con el dinero generado por la venta de esa mesa de mármol verde, Leopoldo y su pareja, la escritora Beatriz Guido, llegaron a Europa.
Lo que ni Babsy ni su esposa ni muchos otros sospechaban era que aquella edición significaría la confirmación de los valores del cine hispano hablante. El gran premio del jurado fue para Viridiana, dirigida por Luis Buñuel, y el apetecido premio de la crítica lo obtuvo La mano en la trampa. A partir de esa histórica situación, Javier Torre, nieto de Leopoldo Torres Ríos, pionero del cine nacional sonoro, e hijo de Leopoldo Torre Nilsson y cineasta él mismo, acaba de publicar la ficción La gloria (editó Corregidor), que es varias cosas a la vez. Es una recorrida a un momento difícil para la Argentina (presidía Frondizi, que batió el récord de intentos de golpes de Estado en su contra) y también para el mundo por las indeseables consecuencias de la Guerra Fría; es una formidable toma de acercamiento al lado B del cine; es un testimonio de los efectos de la censura y de la discriminación en distintos planos sobre la historia de un grupo familiar al que, por entonces, no se lo llamaba disfuncional aunque lo parecía y lo era.
A partir de esos elementos Torre construyó una saga que tiene más melancolía que frivolidad, que no elude referencias a pérdidas y resentimientos y que expone más infierno que paraíso. La trama avanza en paralelo relatando detalles y alternativas de cómo ambas producciones alcanzaron su respectiva gloria individual. Con pulso de director de cine, Javier va presentando a su elenco. Él mismo, en ese tiempo de diez años, se convierte en personaje, así como Pablo, su hermano, algo menor, su mamá Pilar, al que el autor describe como “muy rubia, retraída, temerosa”, y otros actores principales y secundarios empezando por Buñuel y Torre Nilsson y pasando por la actriz mexicana Silvia Pinal, su marido y productor Gustavo Alatriste, el actor español Francisco Rabal y la segunda esposa del director argentino, Beatriz Guido, que además era guionista habitual de Leopoldo.
Las casualidades
Para hacer Viridiana, Buñuel regresó a su país, España, luego de 24 años de exilio en México. Antifranquista por convicción y elección, se propuso montar una secuencia que, por expuesta, riesgosa y provocadora se convirtió en legendaria: una orgía de mendigos, imaginada como la más desfachatada impugnación a Franco y a su régimen. Antes de realizar La mano en la trampa, Torre Nilsson había sido asistente de dirección de su padre Leopoldo Torres Ríos, pionero del cine argentino sonoro y director de trece películas, entre ellas Fin de fiesta, La caída, Piel de verano y una más, La casa del ángel, de la que en Europa habían hablado con enorme gusto algunos especialistas. Esa película estuvo también protagonizada por Elsa Daniel, a la que en el Viejo Continente adulaban llamándola “la Greta Garbo argentina”. En el elenco premiado Daniel estuvo acompañada por el actor predilecto de Buñuel, Francisco Rabal, y un talentoso joven llamado Leonardo Favio, de quien se decía que Torre Nilsson quería convertirlo en su sucesor.
De algún modo, los dos filmes legitimaron su ingreso al festival, como se dice, por la puerta de servicio. Casi milagrosamente y a último momento Buñuel logró escapar nuevamente del franquismo y de paso filtrar el negativo a Francia. El material original de La mano en la trampa fue rescatado de una grave inundación en los sótanos de los laboratorios Alex, en el barrio de Núñez. Ya en plena Costa Azul francesa, durante y después del festival, integrantes de un grupo de choque ultraderechista, llamado Los Legionarios de Cristo, liderado por el perverso Marcial Maciel, hostigaron y violentaron a los dos directores y a cercanos colaboradores. Al mismo tiempo en Buenos Aires los hermanitos Torre, alumnos de un colegio marista, eran perseguidos y maltratados a partir del conocimiento de la ideología progresista de su papá. A comienzos de la década del ‘60 Torre Nilsson y otros muchos intelectuales habían sido amenazados por sus posiciones políticas. Es estremecedor el momento, descripto en el libro, en el que el hermano Bernardo McInley, alterado por el alcohol, furioso antiperonista y anticomunista, probable militante del grupo nacionalista Tacuara y casi seguramente antisemita, ingresa con crudeza y crueldad, a puro carajeo, decidido a comerse crudo al mayor de los chicos Torre. “¿Nadie sabe que en esta clase tenemos al hijo de un comunista?”, interpela al alumnado que no le responde, lo que duplica su ira. Para alguien con la manera de pensar del desquiciado Bernardo, un director de cine y encima ateo convencido era lo menos soportable: cuanto menos un pornógrafo y, desde luego, su irreconciliable enemigo. Ese día los Torre (a veces confundidos; según Javier no sabían si se llamaban Torre Nilsson, Torre Barcos, el apellido de su mamá, Torres Ríos, como su abuelo o Torres nada) agradecieron el silencio contenedor de sus compañeros. Por suerte, la enorme obra cinematográfica de Torre Nilsson sobrevivió a las penosas acusaciones de los beatos del colegio y a las disidencias frecuentes de un país y de un mundo que en la década del ‘60 se oponían a algunas de sus convicciones. En otro momento, Torre (a quien su papá gustaba llamar Jávier, acentuando la letra a) se da un gusto personal. En formato de denuncia o de mensaje a alguien que asegura identificado, aunque no nombra, lamenta la desaparición de un mueble, una cajonera importada de Cuzco de la que alguien se llevó cartas personales y otros recuerdos irremplazables de Beatriz y Babsy. Tal vez, un misterio que puede ser excusa para alguna otra novela.
La historia continúa
Javier Torre enlaza con habilidad y alto grado de verosimilitud las dos historias principales. Sin quitarle valores e interés a Buñuel, evita suspicacias al no elevar desmedidamente la figura de su padre. Al contrario, lo baja a tierra marcando en varias ocasiones su condición de jugador compulsivo, un ludópata que ya sea en el Hipódromo de La Plata o en el casino de Montecarlo apostaba a todo o nada. Y, peor todavía, no evita señalar su condición de padre ausente.
Viridiana, obra maestra de Buñuel, fue un hecho más que maldito para el franquismo, al punto que en España una de sus copias maestras fue incinerada. Por gestión de otros países europeos y latinoamericanos la película tuvo, hasta hoy, circulación con chapa de clásico indiscutido. Después de La mano en la trampa Torre Nilsson les puso su sello a otras 15 películas, como por ejemplo tres en inglés y superproducciones como Martín Fierro y El santo de la espada. Falleció demasiado joven, a los 54 años en 1978 con el amargo sabor de que Piedra libre, su última película, de 1976, había sido intervenida por las tijeras del censor Miguel Paulino Tato.
Ya adulto, Javier Torre, licenciado en letras, dirigió el Centro Cultural San Martín durante el gobierno de Raúl Alfonsín y adaptó para el cine El juguete rabioso, de Roberto Arlt, Las tumbas, de Enrique Medina y Vereda tropical, inspirada en aspectos del exilio de Manuel Puig en Río de Janeiro. Quien esto firma apreció mucho dos de sus películas: Un amor de Borges, tan bien acompañada por un trabajo portentoso del actor Jean Pierre Noher, y la más reciente El almuerzo, estrenada en el 2015, basada en la visita de varios intelectuales al general Videla al principio de la dictadura, cuando todavía dolía y mucho el secuestro del escritor Haroldo Conti, todavía desaparecido. Pablo Torre, identificado en el libro como Pablín, también incursionó en la dirección cinematográfica: entre otras, sobre su novela La ensoñación del biógrafo filmó La mirada de Clara.
El final del libro transita una cierta, dócil, calma, íntima forma de la felicidad. Buñuel la encuentra en un baño de inmersión, en la compañía de Jeanne su compañera y en un viejo poema que le había dedicado su amigo Federico García Lorca. Los Torre la experimentan desde una promesa concreta: mañana (es un domingo) volverán a verse las caras después de más de un mes y medio en el que los chicos sólo vieron a su papá en entrevistas televisivas. El libro de Javier termina con el recuerdo compartido de una tarde de domingo en la cancha de Estudiantes de la Plata, cuadro del que Leopoldo era hincha y al que los niños parecen seguir por obligación familiar y sin gran entusiasmo. El director venía de ser aclamado en Europa. Los chicos habían asimilado otra de sus prolongadas ausencias, pero ahora, cual rey mago, el padre regresaba lleno de gloria personal y cargado de regalos importantes. El más festejado, y seguramente el menos costoso, unas biromes con luz incorporada que por consejo de unos críticos de cine amigos Leopoldo les había comprado en Londres.
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