Cosacos y republicanos

La escalada de tensiones geopolíticas

 

La siempre repetida palabra crisis parece haber quedado demasiado disminuida para describir la condición contemporánea. Ahora se habla de “poli-crisis”. Dos factores fundamentales de esa situación son el constante aumento de la desigualdad global y el calentamiento climático que empeora año tras año poniendo en peligro nuestra supervivencia. Sobre estos ejes se articulan muchas otras crisis, entre ellas la escalada de las tensiones geopolíticas.

La guerra en Ucrania todavía no es la más calamitosa de las que están en curso y quedan fuera del radar de la prensa. Pero centra la atención mundial porque transcurre en Europa y abre una herida narcisista en la cuna de la razón moderna y los ideales republicanos. Otros motivos son los prejuicios y el desconocimiento sobre las terribles guerras de África o Asia, además del potencial nuclear que reviste el enfrentamiento con Rusia, que de una manera u otra involucra a todo el mundo y movilizó a la OTAN.

 

Vienen los cosacos

Napoleón afirmó alguna vez que “Europa será republicana o será cosaca”. Los cosacos, nómadas eslavos, se asentaron en su mayoría en el sur de Rusia y en Ucrania, la zona de donde hoy provienen los mayores temores occidentales. Más allá de su realidad como pueblo, los cosacos cayeron en un mítico descrédito porque se le atribuía una particular crueldad a su diestra caballería militar. En la Argentina se llamaba cosaca a la policía montada que disolvía a sablazos las manifestaciones populares. Pero en nuestros días, republicanos y “cosacos” parecen definitivamente entremezclados.

¿Cómo calificar la actuación de la policía de Emmanuel Macron, cada vez más violenta y racista desde 2005, cuando estallaron las primeras protestas por sus crímenes contra emigrantes y descendientes nativos? Después de atacar con salvajismo las manifestaciones de los chalecos amarillos que reclamaban contra la subida de los combustibles en 2018, la policía se lanzó este año contra la población que resistía el aumento de la edad jubilatoria impuesta por el ejecutivo pese al rechazo de la Asamblea Nacional. Los centros urbanos franceses se convirtieron en un campo de batalla durante varias jornadas.

En estos días, tras el asesinato de otro joven descendiente de inmigrantes (que según la frágil versión oficial quiso evitar un control policial) fue de nuevo en los conurbanos de París donde se produjeron insurrecciones multiplicadas por la furiosa represión. La muerte de jóvenes de ascendencia africana a manos de la policía no había hecho más que aumentar en los últimos tiempos mientras el gobierno relajaba los protocolos para el uso de armas de fuego por parte de esa fuerza.

El antiguo Estado de bienestar parece sustituido por un Estado de sitio policial con sus arrestos masivos y sus violentos choques callejeros. El proclamado republicanismo del Presidente Macron necesita de “cosacos” para realizarse. Porque la república, según la entiende, es un proyecto anti-popular: precarización, desempleo, racismo, marginación, coerción oficial. Como sucede en el resto del continente, aunque por el momento sin las explosiones sociales que hicieron famosa a Francia en la historia moderna, el efecto neto de estas políticas consiste en sumar voluntades a la reacción política. Facilita esa consecuencia la debilidad de la izquierda, si bien en Francia ella parece ahora recobrar algún signo de vitalidad y cierta iniciativa política en las periferias.  

¿Y qué dicen los “cosacos”? Hablan de la república. Dos sindicatos policiales franceses, que según el diario Libération representan a casi la mitad de la fuerza nacional, dieron a conocer un comunicado que comenzaba así: “Frente a esas hordas salvajes, pedir la vuelta a la calma no basta: ¡hay que imponerla! Restablecer el orden republicano y neutralizar a los interrogados [en los controles policiales, como el joven asesinado] deben ser las únicas dos acciones políticas del momento”. 

¿Qué significará en este contexto “neutralizar” para estos autotitulados actores “políticos”? El tono enardecido adquiere intensidad bélica en otro pasaje: “No es hora para la acción sindical, sino para el combate contra esas ‘alimañas’ [nuisibles] (…) Hoy los policías están en su puesto de combate porque estamos en guerra”. El comunicado concluye con una advertencia dirigida a Macron: “Mañana estaremos en resistencia y el gobierno tendrá que tomar conciencia de ello”.

A mediados del siglo XIX, un escritor político alemán asistió a una enorme conmoción social en París y comprobó lo sencillo que fue para la república de entonces deslizarse desde su divisa original, “liberté, égalité, fraternité”, a esta otra: “infanterie, cavallerie, artillerie”. La primera figuraba en los papeles y las pancartas; la segunda dejó un luctuoso saldo en las calles y significó el principio del fin de esa república.

 

Más guerra a Putin, más putinismo

Entre los múltiples efectos de la guerra en Ucrania, hay que contar la expansión de la ultraderecha europea. Sus causas inmediatas son el deterioro abrupto de las condiciones de vida de las poblaciones que se suma al que ya estaban experimentando antes de la invasión rusa. La guerra produjo un drástico aumento de la inflación y una oleada de resentimiento contra la inmigración y las políticas de género, como si tuvieran alguna responsabilidad en la carestía de los alimentos o el aumento de los alquileres y los servicios. Los más débiles son visualizados como los causantes de todas las calamidades cuando en realidad son víctimas por partida doble: padecen las condiciones generales y deben soportar el ensañamiento de otras víctimas.

Estas derechas extremas avanzan por todas partes. En la golpeada Grecia, tres partidos ultras obtuvieron bancas parlamentarias, mientras que un político conservador ganó las últimas elecciones. En Hungría y Polonia siguen en el gobierno facciones que en Europa llaman “iliberales”; en el primer caso, afines a Rusia, en el segundo, rampantes partidarios de la OTAN, quizá porque, según algunos analistas, calculan que después de un posible colapso ucraniano podrían apropiarse de territorios de ese país que en otra época estaban bajo su dominio.

La península ibérica, que hasta hace poco parecía a salvo de esta oleada, vio crecer vertiginosamente partidos que reivindican a los fascismos que España y Portugal padecieron durante largas décadas del siglo XX. En las decisivas elecciones de julio, existe el riesgo de que en Madrid se encarame un régimen de conservadores y ultraderechistas, una combinación ya vigente en algunas ciudades y por el momento en una comunidad autónoma. Ese tipo de alianza habla de una naturalización de la extrema derecha; el cinturón sanitario que la marginaba de la escena política central se ha roto en casi todas partes.

En el país que supo detentar el partido comunista más poderoso de Occidente, Italia, gobierna una política post-fascista y la izquierda yace postrada. Aunque para los criterios tradicionales resulte inverosímil, la referencia progresista italiana busca su orientación en el Vaticano. Formaciones ultraderechistas florecen también en culturas políticas tan distintas como las de los Países Bajos y los escandinavos o en los ex comunistas que parecen los más propensos a inclinarse hacia estas opciones radicales.

Si bien buscan expresar el malestar social que produce la crisis de la economía de mercado, todos estos movimientos europeos revisten un inocultable carácter capitalista y anti-izquierdista. Los partidos ultra son depreciados en los medios dominantes por sus formas y su discurso, a los que denominan populistas, pero constituyen un recurso de última instancia para el sistema. Atraen voluntades populares hacia un programa que comparten con el establishment económico: la constante concentración de la riqueza, el orden urbano impuesto a cualquier precio y la restauración de valores conservadores y nacionalistas de derecha. Dichos planteos son en gran parte similares a los que propugna Vladímir Putin. Muchos reaccionarios europeos lo admiran; otros, en cambio, a medida que se acercaban al poder en sus países, comenzaron a tomar prudente distancia, en especial cuando la OTAN llamó a cerrar filas contra Rusia. La paradoja es que mientras las elites europeas convocan a combatir al gobierno ruso por sus concepciones antidemocráticas, algo muy parecido a esa cultura política, que venía desarrollándose con ímpetu dentro de sus propias sociedades, se vio potenciado por las consecuencias de la guerra que impulsan.

 

Alemania, madre pálida

El país más rico y poblado de todos los que integran la Unión Europea, Alemania, era hasta la víspera de la invasión de Ucrania una potencia que marcaba el ritmo económico de la región. Su enorme capacidad industrial y exportadora se beneficiaba de la energía barata que importaba de Rusia y de su influencia para imponer una política monetaria y fiscal a nivel continental. Esa ventaja se canceló bruscamente por las sanciones estadounidenses que imponían el bloqueo al comercio con Moscú. Aunque siempre lo consideró un aliado confiable, todo indica que Washington buscó un reaseguro haciendo volar los gasoductos submarinos que proveían de gas al país en una operación militar jamás asumida.

Berlín no se pronunció. Dócil, puso toda su legendaria eficiencia en construir plantas que pudieran recibir el gas importado vía marítima de Estados Unidos a un precio mucho mayor y lo hizo en un plazo perentorio. La transición energética conducida por un gobierno integrado por Los Verdes pasó así del gas convencional ruso al estadounidense, generado a través del fracking y complementado por el retorno nacional, al uso del muy contaminante carbón. Contó en ese período con una ventaja providencial: las moderadas temperaturas del pasado invierno. Aun así, la población recibió el impacto del aumento exponencial de la energía para uso doméstico.

La Casa Blanca también ordenó restricciones al comercio con China. Berlín bajó de nuevo la cabeza pese a la dimensión de su vínculo comercial con Beijing. El resultado de estos sometimientos fue la caída de la economía alemana en una recesión con inflación y el consecuente ascenso político de la ultraderecha, que conquistó posiciones significativas en varias localidades. El partido xenófobo Alternativa por Alemania ya superó en intención de voto al principal socio del actual gobierno, la socialdemocracia, y se instaló como segundo partido nacional. Ante esta situación, el canciller Olaf Scholz apenas atinó a huir hacia adelante: acaba de pasar un ajuste integral que solo deja a salvo el rubro defensa.

Los Verdes, que integran el ejecutivo, no parecen preocupados por cuestiones ambientales sino militares. Abanderados del pacifismo y la ecología en una época, ahora se concentran en perfeccionar la logística para proveer de pertrechos a Ucrania y derrotar al invasor ruso. Así lo puso de relieve esta semana la principal figura de aquel partido en el gabinete de Berlín, la ministra de Exteriores Annalena Baerbock. En una columna para The Guardian, se muestra orgullosa de la capacidad alemana para re-orientar su política internacional, pasando de la “diplomacia de la chequera”, típica bajo la República de Bonn, al activo suministro de tanques en la actualidad.

La ministra asegura en su nota que quienes pensaban que los alemanes ya no eran capaces de sorprender de nuevo al mundo son los que se llevaron una sorpresa. En su entusiasmo, Baerbock no parece tener muy presentes los alcances internos del renovado giro atlantista de su partido, esta vez ante las imaginarias o temibles huestes “cosacas” de Moscú. Su caja de sorpresas podría deparar otras, tanto o más desdichadas. Porque hay “cosacos” de distinto tipo acechando la República de Berlín.

 

 

 

 

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