Corrupción atendida por sus dueños
Lobos con piel de oveja disfrazan hechos de corrupción de decisiones políticas y económicas
El actual gobierno nacional construyó un esquema de gestión con un conflicto de interés permanente, inexorablemente corrupto. Esta administración del país por las élites económicas enfocó sus políticas públicas en beneficio de un grupo de grandes compañías, y para asegurar el éxito de la gestión depredadora se aseguró que los funcionarios que las llevaron adelante fueran, hasta cinco minutos antes de asumir como tales, gerentes o dueños de las empresas que nunca dejaron de representar. Esto no significa otra cosa que —desde diciembre de 2015— ha perpetrado una gran cantidad de hechos de corrupción disfrazados de decisiones políticas y en especial económicas. Esos actos, formalmente de gobierno, produjeron un inmenso perjuicio al patrimonio del Estado. Ha sido corrupción en su máxima expresión. El flagrante conflicto de interés no es, como pretende la titular de la OA Laura Alonso, una circunstancia que escape al encuadre de acto corrupto que hacen las convenciones internacionales contra la corrupción. Por el contrario, tanto la Convención de la Naciones Unidas (art. 7), como la Interamericana (art. 3), establecen políticas anticorrupción que obligan a los Estados a legislar y controlar los conflictos de intereses y la Argentina cumplió dictando las normas para hacerlo.
Los actores económicos que muchas veces promovieron actos ilícitos o deshonestos en la historia argentina, ahora con los resortes del Estado en sus manos, procuraron instalar —y ciertamente lo lograron— una visión parcializada sobre el fenómeno de la corrupción. Con colaboración de organizaciones financiadas directa o indirectamente por las mismas compañías, se propagó el discurso que asimilaba la corrupción a la política, y especialmente a los referentes de partidos populares. Para ello se apuntó a que toda la dirigencia quede envuelta en una sospecha generalizada.
Ello convergía con la desacreditación del rol de la política y de la regulación estatal como un modo de enfrentar la corrupción. La solución propuesta por los sectores conservadores ha sido una menor “intromisión” del Estado, ya sea en la financiación de la campaña como en el control de la intervención de los mercados en ellas. El establishment logró instalar la idea de que con menos regulación habría menos corrupción. Según su visión el Estado es corrupto, por eso nada mejor que menos Estado. Así logró encubrirse, mediante la noción de corrupción instalada, el rol fundamental de los poderes económicos para obtener beneficios a costa de los intereses generales. Se procuró desestimar cualquier idea sobre la existencia de actos corruptos en las decisiones de los gobiernos capturados por las élites económicas. La corrupción, como distorsión de las políticas públicas a favor de corporaciones, nunca fue percibida como tal. Sin embargo, como vimos muy descarnadamente en las políticas energéticas, por ejemplo, es falso que el Estado dejó de intervenir. Lo hizo con determinación y siempre en beneficio de unos pocos poderosos, muy cercanos o directamente socios de los altísimos funcionarios gubernamentales. El Estado intervino, y con opacidad.
En rigor, sucedió nada más que la continuación de un gran operativo de colonización ideológica que comenzó en las usinas del imperio en los '90 del siglo pasado. Cuando se constataba inevitable el fracaso estruendoso de la política neoliberal impulsada e impuesta entonces en América Latina, brotó la “brillante idea” de que el motivo del descalabro era la corrupción de los funcionarios de los países “ayudados” por la política del Consenso de Washington. No es casual que surgiera y se aprobara rápidamente en todo el continente una Convención Interamericana de Lucha contra la Corrupción, que puso el acento en la persecución de funcionarios –obvio que los había— y que el Banco Mundial apoyara económicamente a las Oficinas Anticorrupción e invitara a sus integrantes a “la Embajada”, a reuniones con la representante del Banco Mundial, al Departamento de Estado y a visitar la Oficina de Ética de Estados Unidos en Washington, como ocurrió con la OA de Argentina. Aunque en esta, hacia el 2000, a pesar de ser un organismo creado por la Alianza, en soledad política se dieron cuenta de que se pretendía instrumentarlos desde el norte. Y actuaron prevenidos. No es la OA de hoy, de Laura Alonso, está claro.
Lo cierto es que discursivamente consiguieron instalar que la regulación era condición de la corrupción, y hasta los casos de cartelización fueron transformados en situaciones donde el sector privado se convirtió en víctima de un Estado regulador y corrupto. En esa línea se inscribió el fallo del juez Marcelo Martínez De Giorgi, muy aplaudido por los voceros del establishment, que dictó el procesamiento de ex funcionarios del gobierno kirchnerista por direccionar la licitación pública de las obras del soterramiento del tren Sarmiento (en favor de un consorcio ganador conformado por las empresas Iecsa, Comsa y Odebrecht). El magistrado, a la vez que avanzó contra los ex funcionarios, determinó la falta de mérito para los directivos de esas empresas, considerando que aún no está probado el cohecho. Es una evaluación de ilogicidad insuperable. Aunque se explica (¿tal vez?) porque entre los beneficiados por el fallo se hallan empresarios íntimamente ligados a la familia presidencial.
También bajo ese paradigma redentor de morales y patrimonios de grandes empresarios, se enroló la ley de financiamiento de los partidos políticos. Luego del escándalo de la campaña electoral de María Eugenia Vidal, financiada por grandes consorcios bajo la hipócrita apariencia de miles de pequeños aportes de beneficiarios de planes sociales (falsos, conseguidos por uso ilegal de datos de organismos oficiales), se blanquearon hacia el futuro esos escenarios de corrupción múltiple resolviendo permitir aportes de las empresas privadas. A la hora de expresar los fundamentos del proyecto, no faltaron las alusiones a la transparencia y el sinceramiento. Nunca estuvo bajo análisis la posibilidad de aumentar y mejorar los controles públicos de los fondos y a los aportantes: la opción propuesta fue simplemente “liberar” el mercado de financiadores. La nueva ley de financiamiento inclinó la balanza a favor del gobierno de las élites, apartando al Estado como igualador y entonces la campaña tendrá un desequilibrio histórico entre un candidato y otro. Perdió la democracia y sin dudas habrá más actos de corrupción.
Finalmente, aquel paradigma del empresario víctima del funcionario voraz fue utilizado en la denominada causa de los cuadernos (o sus fotocopias). El reparto del mercado público en general se realiza entre las propias empresas o cámaras y recién después se acerca el contrato al funcionario. Sin embargo la distorsión que victimiza a las élites económicas se percibió en la candidez con la que ciertos analistas ignoraron la cartelización de la obra pública desde tiempos inmemoriales. Para culminar fue el propio Presidente quien, justificando a su padre, lo calificó como una víctima de los funcionarios públicos. Lo incluyó dentro de un sistema “extorsivo del kirchnerismo, en el que para trabajar había que pagar”. Omitió que Franco Macri fue uno de los principales contratistas con el Estado durante los últimos 50 años y un actor clave de la cartelización que permitió a las compañías fenomenales ingresos durante los sucesivos gobiernos, incluida la dictadura.
La corrupción es un problema sistémico, que siempre incluye un elemento económico y que puede darse en gobiernos de distinto perfil ideológico. En la Argentina de hoy estamos en la original situación de corrupción insuperable, pues los funcionarios son esencialmente actores del sector privado. Pero en condiciones normales, los hechos de corrupción cometidos por genuinos funcionarios como mandatarios de lo público, tienen como contraparte inevitable a un autor representante del sector privado. Por ese acto de corrupción tanto el funcionario como el empresario deben pagar las consecuencias penales y civiles. Sin embargo, la realidad indica que eso rara vez ocurre con los funcionarios y nunca con los empresarios.
No es con menos Estado ni con menos política que deberá enfrentarse la corrupción. Debemos trabajar desde ahora en difundir e instalar estas ideas. Para eso debemos partir de dos conceptos básicos: 1) La corrupción es intolerable, más aún cuando proviene de un dirigente popular; 2) La corrupción quita recursos que debería dedicarse a los sectores que más lo necesitan y desvirtúan los principios que nos guían, y 3) En diciembre, un nuevo gobierno debe ser implacable con el acto de corrupción, y antes, para prevenirlo, debe procurar reformas institucionales relevantes.
El abandono de las políticas neoliberales incluirá trabajar en la construcción de una noción de corrupción distinta. Habrá que reformar el régimen de financiamiento de los partidos políticos, habrá que trabajar en un nuevo régimen de compras y contrataciones públicas, habrá que mejorar mucho los controles para detectar la cartelización y fundamentalmente deberán reforzarse los mecanismos institucionales de prevención de la corrupción.
* José Massoni, primer director de la Oficina Anticorrupción
* Luis Villanueva , especialista en políticas de transparencia y anticorrupción
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