Hace apenas una década, los rosarinos y rosarinas nos llenábamos de orgullo al hablar de Rosario, especialmente frente a los porteños, a quienes les decíamos que nuestra ciudad tiene de todo menos el caos de transitar por Buenos Aires. Desde entonces, “la mejor ciudad para vivir” —como rezaba el eslogan de aquella gestión socialista del municipio— fue acrecentando año a año la violencia en sus calles, principalmente en los barrios de la periferia, aumentando el crimen en torno a las bandas narcos y multiplicando por cuatro la tasa media nacional de homicidios.
Pero, como dice el dicho —licencia poética mediante—, “primero vinieron por los ‘pobres’, y yo no dije nada, porque no era ‘pobre’…”; y si bien entonces desde hace años la situación supone preocupación, recién hace un mes, con la seguidilla de muertes “inocentes” (como las denominaron los medios) de los dos colectiveros, el taxista y el playero de estación de servicio, el miedo dio un salto cualitativo y geográfico —literal—, metiéndose en cada casa del centro urbano rosarino. Llegó así el día en el que toda la clase media sintió lo que sienten desde hace años las barriadas populares y empezamos a preguntarnos qué hubiera ocurrido si se hubiera abordado el problema seriamente cuando tocaron a la puerta del primer rancho.
Hoy la situación apremia y las políticas a mediano plazo parecen tomaduras de pelo. El estado de situación conspira contra las propuestas serias que busquen abordar responsablemente el reclamo de seguridad en un contexto de respeto por los derechos y sin buscar solamente reducir el riesgo de ciertos delitos.
El miedo que sentimos —con diferentes intensidades— los rosarinos y rosarinas erosiona la confianza en la capacidad de la política para solucionar el problema y brindar protección, lastimando la democracia. Por ello no resulta difícil escuchar en estos días discursos que toleran ciertas violaciones de derechos humanos, pues “la situación de excepción, requiere respuestas de excepción”.
En medio de este descreimiento social en la política, el gobernador santafesino ofrece lo que la media social quiere escuchar: recetas rápidas de “mano dura” muy en boga en nuestro continente por estos tiempos, negando con ellas las múltiples facetas del problema, con saldo de mayor restricción y no protección de los derechos.
Pullaro y Cococcioni, su ministro de Justicia y Seguridad, tienen un claro y comprensible objetivo que buscan con determinación: retomar el control de las calles y las cárceles, sobre todo de estas últimas desde donde se planificaron y ordenaron numerosos crímenes investigados por el Ministerio Público de la Acusación.
Pero, si bien es necesario controlar las unidades penitenciarias y pacificar las calles, resulta por sí sola una concepción reduccionista del problema de la inseguridad, al descartar el abordaje de otros factores criminógenos del fenómeno, como la baja tasa de esclarecimiento de homicidios dolosos en la Justicia, los casos de corrupción policial, la impunidad del delito de guante blanco asociado a las bandas (como el lavado de dinero), los tentáculos del negocio narco con el poder político, etc. El recorte arbitrario del problema pone al menos “en duda” el resultado deseado.
Estas políticas provinciales van en sintonía con nuestra argentina securitaria de hoy, la que ya analizamos, y la que a su vez se ancla en un contexto latinoamericano más punitivista, con el Presidente Bukele ocupando un claro lugar de referencia en la materia.
El manual salvadoreño aparece plagiado tanto en nación como en Santa Fe. Mucho “copiar y pegar”. Por traer un ejemplo, Bukele lanzó en marzo de 2022 el “estado de emergencia” restringiendo la libertad de reunión, del mismo modo lo pretendió nuestro Presidente mediante la fallida Ley Ómnibus. Al mismo tiempo, permitió que las agencias de seguridad puedan hacer inteligencia interna, sin orden judicial, similar a las facultades que recientemente les otorgó el nuevo código de procedimiento penal a la policía santafesina.
Vemos también cómo el nuevo Presidente ecuatoriano, Daniel Noboa, se sienta en el mismo banco de colegio que Bukele y Milei. Y mientras el primero convoca a un referéndum en Ecuador para el próximo 21 de abril para que el pueblo ecuatoriano decida si se modifica la Constitución a fin de que las Fuerzas Armadas actúen con la Policía contra el crimen organizado, nuestro Presidente levanta la vista sobre la hoja del compañero y promete enviar a la brevedad al Congreso Nacional un proyecto de reforma de la Ley de Seguridad Interior para otorgarle la misma facultad a nuestras fuerzas armadas. Nada de casualidad, mismo manual.
La demagogia punitiva
Hablé ya de los discursos que comienzan a aflorar y que describen la situación actual como un estado de excepción, sobre todo el discurso oficial. Estas conceptualizaciones se articulan con la lógica de la guerra contra el “narcotráfico”, y en ese terreno el Estado se rebaja a “medir fuerzas” con el enemigo y responde con mayor virulencia represiva, buscando anular la fuerza del delito.
En este enfoque, el incremento de la violencia narco que Bullrich denominó “narcoterrorismo” (sumándole el “impuesto país”) resulta demasiado para ser abordada desde los dispositivos de seguridad que ya fracasaron, requiriendo la suma de nuevos actores (como las propias fuerzas armadas, fuerzas policiales de Buenos Aires, fuerzas intermedias) y dotando a la cuestionada policía provincial de más facultades. En criollo: empoderarlas y sacarles el bozal.
Para generar estos cambios normativos “necesarios”, el ejecutivo cuenta con mayoría en ambas Cámaras de la Legislatura provincial, y consiguió aprobar con aval de prácticamente todo el arco opositor la emergencia en seguridad, la adhesión a la ley nacional de narcomenudeo, la ley orgánica del servicio penitenciario, la reforma del Ministerio Público de la Acusación y reformas sustanciales al Código Procesal Penal provincial. Para que tomemos dimensión: en estos 100 días de gobierno la Legislatura le aprobó al gobernador —casi sin debate— 15 leyes que fueron enviadas por él (“mensajes del ejecutivo”), cuando en toda la gestión del gobernador Miguel Lifschitz hubo 46 aprobaciones y 33 con Antonio Bonfatti. La última ley, las reformas al Código Procesal de la semana pasada, se aprobó sin dictamen de comisión de Diputados y sobre tablas.
Una de las primeras leyes fue la de inteligencia provincial, con puntos preocupantes: crea la Agencia de Producción y Gestión de Información sin establecer cómo se controla semejante función. El organismo a cargo puede elaborar informes de inteligencia criminal y de información patrimonial que “potencialmente” podrían utilizarse en investigaciones penales; es decir, sin que exista investigación penal en curso.
Tras sancionarse la modificación a su ley orgánica, el Ministerio Público de la Acusación (MPA) concentra más poder en su cabeza jerárquica —la fiscal general—, quien podrá intervenir cuando quiera en las investigaciones, corriendo fiscales y avocándose directamente sin motivo alguno; además, podrá elegir discrecionalmente a los fiscales regionales —otrora elegidos por concurso—, y se establece un sistema de designación de todos los fiscales de la provincia a propuesta suya. Pero no sólo los fiscales rasos pierden autonomía, ya que la mismísima cabeza puede ser removible por mayoría simple en la Legislatura, situación que debilita institucionalmente al MPA afectando su autonomía. Todo bien centralizado y atado.
En desmedro de sus facultades de investigación, los fiscales no podrán seguir impartiendo instrucciones en el marco de las investigaciones a los funcionarios policiales de forma directa como lo venían haciendo, y deberán formalizar el pedido a la Institución (PDI), de modo que la información sensible y de naturaleza reservada propia de toda investigación será conocida por numerosos agentes, por la dirección de la fuerza y, por ende, por la política. Ni que hablar de que hará perder el dinamismo de las investigaciones.
Como contrapartida, se envió a la Legislatura un proyecto para reformar la Ley Orgánica de la Defensa Pública, que aún no fue tratado, y que reduce a la mitad los cargos de defensores, reforzando el sistema de prestadores privados a través de los colegios de abogados. Este movimiento de fichas atentaría claramente contra la posibilidad de contar con una defensa efectiva para las personas imputadas. Parafraseando a Mies van der Rohe: “Menos es más”.
Otra de las leyes aprobadas por la nueva administración fue la de la persecución del “microtráfico” de drogas, mientras que el gobernador de la provincia de Buenos Aires plantea dar marcha atrás con la misma política de “desfederalización” debido a que las estadísticas demuestran que sólo sirvió para detener consumidores.
Para finalizar este breve repaso de las reformas al andamiaje normativo que le permitirá gobierno “hacer” —y deshacer— a piacere, dejo aquí algunas críticas a la modificación de la Ley 12.734, el Código Procesal Penal de la Provincia de Santa Fe; la reforma más profunda a la norma desde que se sancionó el actual sistema acusatorio:
1) Eliminación de ciertas audiencias y regreso parcial a la escrituralidad, lo que choca contra el espíritu de la reforma y quita transparencia al sistema. “La eliminación de la audiencia de formalización de cargos, incluso con personas detenidas o de cualquier audiencia en la que ‘no haya controversias’, así como la habilitación tácita a que el juez acceda al legajo fiscal, reinstalando la vieja cultura del expediente, son retrocesos sin precedentes a nivel nacional y deben ser revisados”, advirtió el INECIP.
2) La policía retoma atribuciones para tener un control autónomo en algunas investigaciones ejecutando la dirección “investigativa”, eliminando cualquier subordinación de esta al Ministerio Público de la Acusación. Quienes objetan la medida resaltan los vínculos comprobados de la policía con bandas “narco”. Además, obtiene más facultades para allanar sin orden judicial. El gobierno aduce que esto permitirá actuar con rapidez al fiscal y a la policía en más de un lugar.
3) Ampliación del plazo de detención a 15 días prorrogable por 15 días más, antes de la imputación —en principio, sólo para casos de delitos complejos—, y ocho días para detenciones ordinarias. La crítica señala que alargar el plazo puede implicar avalar el uso arbitrario de esas detenciones, lo que se dificulta si en pocos días se presenta al imputado frente al juez. Se busca no atar a la detención la formalización de la imputación y, vencidos los plazos, el fiscal debe solicitar en audiencia la prisión preventiva. “Extender a 30 días la posibilidad de que una persona quede detenida sin informarle por qué se la está investigando y sin hacer una revisión integral de su situación (actualmente, una persona puede estar hasta 72 horas sin que se revise su caso) implica una habilitación tácita a las detenciones masivas y sin control de personas inocentes, y va a llenar las cárceles de ‘perejiles’ y ‘soldaditos’. Es una política criminal boba que dará los mismos resultados que desde hace cinco años”, sentenció el INECIP.
4) Se incorpora al cese del estado antijurídico una regulación expresa para las investigaciones vinculadas al microtráfico en las que podrá ordenarse el desalojo inmediato y por la fuerza pública de los intrusos y la restitución del inmueble a quien aparezca verosímilmente como su legítimo tenedor o hubiera sido víctima de desplazamiento forzado.
5) Modificación del artículo 10 bis de Ley Orgánica del Personal Policial para permitir la detención en mayor cantidad de casos sumados a los ya habilitados: flagrancia y con orden de autoridad competente. Medida que desobedece el cumplimiento de la sentencia de la Corte IDH en el caso Bulacio, en la que se le ordenó a la Argentina eliminar todas las facultades y prácticas de las fuerzas de seguridad para interceptar, requisar y detener personas arbitrariamente.
Como vemos, en esta “guerra” todo vale. Los derechos pasan a ser percibidos como obstáculos a sortear por la violencia estatal y no por lo que son: una condición de eficiencia. Además, parece no haber tiempo para pensar en la eficacia de estas políticas frente al espejo de la historia de las experiencias nefastas en nuestro continente.
Aun así, incluso suponiendo un hipotético escenario de reducción de la violencia, cuando indefectiblemente se dé el repliegue de las fuerzas foráneas “prestadas” en nuestro territorio, la carencia de abordaje sobre las causas dejará latente una nueva reaparición del cuadro sintomático, sobre una sociedad cada vez más dual en la que el acceso a la seguridad es un bien desigualmente distribuido.
Terminado el marco, pasaremos a analizar, en mis próximos dos artículos, cómo pretende el gobierno provincial controlar la prisión y la calle.
* Santiago Bereciartua es integrante de la Cátedra de Criminología y Control Social de la UNR.
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