Contradicciones distributivas

Un repaso por la cuestión fiscal y los riesgos que implica la posible asunción de la derecha

 

Las elecciones generales que dejaron afuera de la carrera presidencial a Patricia Bullrich dieron la excusa perfecta para terminar de conformar una alianza de ultra-derecha anhelada por el ex Presidente Mauricio Macri. Olvidando todo reparo de gestualidad democrática, una parte de la cúpula dirigente se lanzó de cabeza a integrarse con la novel fuerza La Libertad Avanza, sin coordinar con el resto del partido o de la alianza. Macri, que casi no había aparecido en la campaña, se cargó al hombro la defensa pública de su nuevo artilugio.

Con semanas transcurridas, en esta coalición de facto siguen cruzándose públicamente sobre el programa que los uniría, al límite de ribetes tragicómicos —como aclarar si se mantendrán las reglas en torno a la donación de órganos o se creará un mercado para ello—. Un ajuste fiscal severo con desmonetización, bajo resguardo de un sesgo fuertemente represivo, parece ser la guía básica del acuerdo (todos estos significados sintetizados en la imagen de la motosierra), lubricada con un odio visceral a cualquier expresión de redistribución en favor de las clases populares.

Justamente, su propia lectura de los resultados generales atribuye la mejora en la performance del candidato oficialista, Sergio Massa, a las políticas que denominan “plan platita”, esto es, las medidas compensatorias aprobadas tras las elecciones PASO. En ese señalamiento hay un manifiesto desprecio de clase que cree que los sectores populares solo votan con —y por— el bolsillo. Mención aparte merecen los amplificadores mediáticos de este discurso, que por alguna razón parecen olvidar la semejanza de muchas medidas con las implementadas por Macri tras perder “por goleada” las PASO en 2019.

Con este descrédito elitista y una visión en extremo economicista, no pueden siquiera imaginar que los sectores populares, como el resto de la sociedad, puedan ponderar otros elementos valorativos que les sean de importancia, más allá del bolsillo. Que valoren cosas que no tienen precio ni mercado, como sus órganos e hijes. Que crean que la reivindicación del terrorismo de Estado y la apelación a la “teoría de los dos demonios” son una barbaridad, lo mismo que apelar al fantasma del fraude para justificar una eventual derrota electoral (al estilo de Trump o Bolsonaro). Que la presencia de las Fuerzas Armadas en las calles y la libre portación de armas seguramente incrementen la violencia en lugar de controlarla. Que vean que denostar mediante insultos y agresiones a quien piense diferente no aporta a la convivencia democrática. Que entiendan que se trata de elecciones entre proyectos y no quieren que se les trate como si estuvieran en una misión divina de salvación. Puede que, sencillamente, la gente elija a quién votar por las ideas y los valores que promueven, y no por quién les arroja un billete. Incluso más, puede que evalúen que la situación económica del país y la suya propia tiene complicaciones importantes, con la inflación a la cabeza, pero que no se trata de la peor crisis de su historia, tal como argumentan muchos “libertarios” faltando a la verdad.

Más allá de las motivaciones para votar, es importante atender y desmontar los argumentos que se difunden desde la derecha, hasta volverlos sentidos comunes que aparecen como obviedades —que no son—. Un breve repaso por la cuestión fiscal ofrece muchos elementos de juicio para tales propósitos.

 

¿Para quién redistribuye el Estado?

No puede perderse de vista un hecho fundamental: las medidas recientes que tomó el gobierno del Frente de Todos (devolución del IVA, suba del piso del impuesto a las ganancias, suma fija para trabajadores formales y refuerzo para los informales, etc.) solo fueron un paliativo para morigerar los efectos regresivos de la devaluación de agosto de 2023. Es decir, son medidas que buscan compensar los impactos de otra política tomada por el mismo gobierno. Y es imposible omitirlo: la devaluación y la inflación ocasionada también son medidas redistributivas, solo que no en un sentido progresivo. Que el FMI pidiera 100 % de incremento del tipo de cambio (no lo sabemos de modo fehaciente), en lugar del 22 % aplicado, no altera el sentido regresivo de la medida. De modo que si fueran ciertas las afirmaciones de la derecha y el voto está exclusivamente en el bolsillo, el gobierno debería haber perdido votos en lugar de ganarlos. Llama la atención que fomenten el individualismo extremo y al mismo tiempo crean que las personas no pueden calibrar cuánto les rinde lo que ganan.

La alianza de facto insiste con que este conjunto de medidas y sus variantes previas son la razón central del déficit fiscal, la causa madre de todos los males, debido a la emisión monetaria que lo financia y —dicen— constituye el fundamento principal, sino el único de la inflación. Paradójicamente, la información oficial disponible indica que, hasta septiembre de este año, el déficit fiscal se había reducido: no aumentó, sino que se achicó, y lo hizo con un sesgo distributivo anti-popular (las asignaciones familiares fueron la partida del gasto que más cayó).

De modo que la coalición de facto insiste con información falsa y argumentos mal fundamentados, pero que le sirven para decantar, a fuerza de repetición, sentidos comunes. Es claro que existe un malestar social real, que busca responsabilizar a alguien de la situación y encuentra en el Estado un enemigo ideal. El rol de la derecha insiste en apuntar hacia allí, ocultando a los grandes ganadores de esta situación.

Justamente, mirando de manera más amplia, se puede argumentar que las compensaciones señaladas buscaron acotar el ajuste sobre los salarios y los ingresos populares que ha tenido lugar en los últimos largos años. Según una estimación realizada por el Mirador de la Actualidad del Trabajo y la Economía (MATE), entre 2015 y el presente quienes vivimos de nuestro salario transferimos a los capitalistas un monto equivalente a algo más de 240.000 millones de dólares. En ese período, la economía argentina ha oscilado en torno a un mismo nivel, es decir, ha estado en un virtual estancamiento, por lo cual semejante transferencia de ingresos debe ser considerada una expropiación lisa y llana. Por cierto, similar en su perfil regresivo a lo que aconteció en la mal llamada “década perdida” de 1980. Distintas fracciones del poder económico (acreedores de la deuda, capital extranjero afincado en el país, grupos económicos nacionales) han capturado valor de manera sistemática, con variaciones a través de los diferentes gobiernos. Se han apropiado de nuestros ingresos, pero no aparecen en el centro de atención.

Y el Estado ha tenido un rol clave en esta situación. Si se hiciera un estudio serio y riguroso de la situación fiscal en la Argentina, se comprobaría que cuando hubo déficit fiscal (casi siempre en los últimos 50 años, salvo en un primer tramo del ciclo de gobiernos kirchneristas), este se explicó en parte considerable por las abultadas transferencias de recursos que el Estado nacional ha canalizado a diversos segmentos de la clase dominante en el marco de una estructura impositiva sumamente regresiva.

Los grandes capitales han sido triples beneficiarios de la acción estatal porque: 1) tributan relativamente poco (en relación con sus ingresos y riquezas); 2) son especiales beneficiarios del gasto público y de los denominados gastos tributarios y ante la crisis fiscal que esto ocasiona; 3) destinan parte de su excedente a financiar el Estado a cambio de pingües intereses. Sin pretender exhaustividad, se pueden enumerar algunos mecanismos mediante los cuales el poder económico ha internalizado fondos estatales (o sea, del conjunto de la sociedad) en las últimas décadas: las diversas subvenciones, diferimientos y exenciones impositivas (que generan una pérdida de recaudación de cerca del 15 %); los subsidios y tipos de cambio diferenciales; los pagos de la deuda pública; la estatización, la licuación o la condonación de deudas multimillonarias a grandes corporaciones y grupos empresarios, y los sobreprecios reconocidos a proveedores de distintas reparticiones gubernamentales y contratistas de la obra pública.

Existe vasta evidencia acumulada de que semejante captación de excedentes por parte del poder económico ha movido muy poco el amperímetro en materia de inversiones y de ampliación y diversificación de la capacidad productiva del país. Más bien, los recursos apropiados por distintos estamentos de la clase dominante han alimentado la fuga de divisas (mayormente a guaridas fiscales), gracias a los fondos provistos por el sector público con su endeudamiento externo. O se han “reciclado” en el plano interno hacia la esfera financiera a partir del aprovechamiento de los diferentes “festivales de deuda pública” que tuvieron lugar.

De allí que pueda afirmarse que la cuestión fiscal en nuestro país da cuenta de un proceso de "captura del Estado" por parte de los sectores dominantes, cuya génesis histórica se remonta a la última dictadura militar. Esa captura se expresa en el hecho de que los mismos intereses concentrados que explican buena parte del déficit fiscal, por lo general aparecen “del otro lado del mostrador”, proveyendo de recursos al Estado para afrontar los desequilibrios, consumando así una ganancia financiera extraordinaria que se suma a los cuantiosos fondos internalizados por las diferentes vías apuntadas.

La ultra-derecha oculta esta responsabilidad central del poder económico en la situación fiscal y apunta solo al Estado, pero sin mencionar la captura de la que es presa. En cambio, apunta a desmontar lo que queda de progresivo en su accionar en la búsqueda de terminar de liquidar cualquier intención redistributiva.

 

Proyectos en disputa

La Argentina transita horas decisivas. El actual gobierno se propone renovar el mandato bajo una nueva formulación nacida de sus cenizas. Se han dedicado cientos de páginas a explicar los límites que un gobierno basado en la búsqueda de consenso con los ganadores de siempre, el poder económico doméstico y los acreedores. Tal como está planteado, el proceso redistributivo y el cambio estructural quedan supeditados a una suerte de “derrame” en las postrimerías de un crecimiento traccionado por las exportaciones de bienes primarios. Con tal lógica, los salarios no se recuperaron y la pobreza no bajó (más bien lo contrario), pero los acreedores cobraron, la primarización se acentuó y con ella la exposición a shocks externos o naturales como la sequía. Y no se trata de la pandemia o la guerra; son sesgos programáticos, que se han cuestionado, pero a sabiendas de que se exponen en un marco donde existen compensaciones diversas para las clases populares. De hecho, reconocemos organizaciones populares integrando la alianza social que sostiene al gobierno, y esto no es una trivialidad: le da cuerpo concreto a la explicación de los límites del ajuste.

Enfrente, se para una fuerza política de ultra-derecha que no tiene estas contradicciones: se limita a promover a gritos —y con amenazas explícitas y violentas— un proceso de retroceso en todos los sentidos. Eliminar las contradicciones significa que la captura del Estado por parte del poder económico ya no tenga límites, que el Estado ni siquiera se moleste en simular su presencia para las clases populares. No se trata solo de magnificar la redistribución anti-popular, sino de desmerecer cualquier intento de hacerlo pasar por interés común o incluso validarlo democráticamente. Desaparecen las contradicciones, porque no queda nada más que el Estado pre-moderno de las clases dominantes. La llegada al gobierno de la ultra-derecha significaría una amenaza a la democracia y la cohesión social. Es tarea central evitar que estas fuerzas ganen en segunda vuelta.

Por lo demás, como aconseja con lucidez el saber popular, siempre es bueno avanzar “paso a paso”, sin perder de vista cuáles son las disputas tácticas y cuáles las estratégicas que hay que dar si se quiere establecer en nuestro país un modelo inclusivo que empiece a desandar el largo ciclo regresivo y expropiatorio iniciado en 1976. Es claro que la propuesta que enarbola la alianza de facto profundizaría al extremo dicho proceso. En ese marco, el voto por la opción de Unión por la Patria no debería ser tomada como una suerte de “cheque en blanco”, sino una aceptación de que las contradicciones existen y necesitamos resolverlas en nuestro favor: pero para eso es necesario primero evitar que desaparezcan.

 

 

 

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