Conspiranoia
La imaginación al garete y un experimento mental
Hostilidad
En tiempos tan anómalos se me ha despertado una especial fascinación por las teorías conspirativas, es la imaginación de la paranoia puesta en acto. Quienes escribimos, sobre todo ficción, a veces nos nutrimos de estas aberraciones del pensamiento, sabemos sobrenadar en ellas y sacarles provecho. Quienes toman dichas teorías al pie de la letra pierden precisamente pie y para colmo intentan arrastrar multitudes. “Donde usted nada su hija se ahoga”, le dijo Freud a Joyce, que lo consultó al respecto. Sé que sueno como una ferviente psi pero no es para tanto, sólo intento defenderme con las armas a mi alcance de quienes me superan de lejos en inventiva.
Pensar que me creía una anciana de la tribu, con cierta sabiduría amasada por años de existencia y la acumulación de experiencias ricas y variadas. Y hete aquí que soy una anticuada que no entiende los progresos, nocivos por cierto, de la ciencia actual.
Con decir que me resulta positivo que alguna posible futura vacuna contra el temible SARS-CoV-2, vector de la presenta pandemia, se testee en mi país. Una vacuna ya probada y aprobada no en Uganda y las Maldivias sino en Alemania y los Estados Unidos.
¡Cuan equivocada estoy!
Porque, según me soplan quienes de eso presumen saber un montón, ahora está científica si bien supersecretamente comprobado que en realidad eso de los tests y demás es una fatal maniobra para inocularnos el mal. Porque Bill Gates y su equipo diseñaron un supermicrochip que, inyectado inadvertidamente bajo la piel de inocentes ciudadanos junto con la tal vacuna, nos volverá sumisos corderitos entregados a sus órdenes y caprichos. Un poco como los chips que se les pone a los perros para ubicarlos si escapan o son robados, o a los animales salvajes para seguir sus migraciones, pero mucho más sofisticado. En tanto humanos nos merecemos un microartilugio que, por ejemplo, transmita nuestras transacciones y conversaciones e intimidades.
(Si lo pensamos bien tanto esfuerzo se hace innecesario, porque esa info ya la obtienen a través de nuestras tarjetas de crédito, y la vieja tarjeta SUBE, ¿se acuerdan? para no hablar de nuestros celulares, depositarios de nuestros trapitos quizá sucios; si no lo creemos para muestra basta el botón ex presidencial. Pero esa es otra historia.)
Porque la idea de una vacuna que si bien nos inmunizaría –es de esperar– contra esta precisa cepa de este preciso virus que hoy nos desvela cuando no nos enferma y hasta mata, nos haría transparentes en el sentido de traslucir nuestros más recónditos secretos.
Hay que reconocer que el presunto chip líquido al mejor estilo Bauman sería una solución perfecta para algún futuro nuevo gobierno neoliberal (Dios no lo permita). ¡La plata que le ahorraría al pueblo argentino en espionajes y seguimientos!
Casi me convence esta teoría de la vacuna chipeada. No por lógica sino por rica, con una fantasía que va más allá de mi más desbocadas elucubraciones. Es hasta elegante, matemáticamente hablando. Contundente y simple.
Bill 201 Gates
Tras regodearme en el celo fantasioso de los conspiranoicos (eficaz neologismo) me empieza a roer una inquietud. ¿Por qué Bill Gates, precisamente? No es el único genio de Silicon Valley, donde esa clase de luminarias abundan como luciérnagas en una noche de verano. Las noches de antes, hay que reconocer, aunque quizá ahora las veremos de regreso a las bellas luciérnagas con el gran descanso que le estamos dando a la madre naturaleza.
Su Fundación Bill y Melinda Gates se la vio venir. Y convocaron al hoy reconocido “Evento 201” que tuvo lugar en el Centro John Hopkins para la Seguridad de la Salud, Nueva York, en asociación con el Foro Económico Mundial. Preocupados seriamente por los “sucesos epidémicos, que ascienden aproximadamente a 200 anualmente”, conjeturaban que el suceso 201 sería una catástrofe de índole global. “La próxima pandemia grave no solo causará grandes enfermedades y pérdida de vidas, sino que también podría desencadenar importantes consecuencias económicas y sociales en cascada que podrían contribuir en gran medida al impacto y el sufrimiento global”, alertaron.
Corría el mes de octubre de 2019. Los comentarios huelgan.
Para poner un toque de liviandad a la consternación universal, dejo de lado la palabra Evento y no sólo por su total falta de timing, habiendo llegado tan absolutamente tarde. Retengo eso sí la cifra y aporto un juego: el de la habitación 201. No estaremos allí a resguardo del virus pero en esa habitación (esas habitaciones) les microrrelatistas del mundo nos hemos solazado por años. Ha sido un tema que se hizo viral, sin perjuicio alguno para la salud. La mayoría de las veces al menos.
Todo empezó por el lejanísimo e idílico 2006, en un congreso internacional de minificción en Suiza, donde conviví, literalmente hablando, con el catalán David Roas. David leyó su breve si bien traumática experiencia con la sucesión de habitaciones 201 que le habían tocado en una gira, y yo me sentí interpelada porque 201 era precisamente el número de mi habitación allí mismo en Neuchatel. Y la pelota insensiblemente empezó a rodar y 201 se convirtió en un número fatídico porque a muches nos tocó similar repetición, y empezaron a sucederse los microrrelatos al respecto, festivos u ominosos, y todo culminó en una antología que reunió a más de cien nombres por el mundo. Y sigue la lista porque la cosecha de 201 nunca se acaba.
Pero todo esto que anoto quizá sea puro prólogo para abordar lo otro, la fobia a Bill Gates en la Argentina de hoy. Fobia para la cual creo entrever una sencilla e hipotética explicación. Veamos:
Bill Gates es un multimillonario de altísima gama. Lo cual sería un mérito si no fuera que además es generoso. Super ultra generoso, acorde con su capacidad monetaria. Detalle no menor que molesta y humilla y pone en tela de juicio a quienes gozan de parecido privilegio monetario pero optan por defender sus bolsillos y clausurar sus arcas a doble llave. Máxime en estos días, cuando cunde la noticia de los Patriotic Millonaires y los Millonaires for Humanity, que redactaron en su carta a los líderes mundiales el siguiente memorable párrafo:
“Nunca como ahora ha quedado expuesto que estamos absolutamente interconectados. No va a haber otra posibilidad de corregir este problema. A diferencia de decenas de millones de personas, no tenemos que preocuparnos de perder nuestros trabajos, nuestras casas o nuestra posibilidad de mantener a nuestras familias. Así que por favor. Cóbrennos más impuestos”.
Convocatoria inquietante por demás para quienes en nuestro país concentran un altísimo porcentaje de la riqueza total pero como gato panza arriba se resisten ante la sola mención de un impuesto para paliar los males de la pandemia aunque sea por única vez, imprescindible impuesto que debió de haberse votado hacer rato. Mucho más fácil y muchísimo menos costoso que andar tratando de evitar gravámenes es desacreditar, en lugar de emular, a quienes proponen semejantes dislates. El supuesto chip de Bill Gates, que sería inoculado a inadvertidos conejillos de indias candidates a la zombificación, es apenas una muestra de lo que se debe estar cocinando en los calderos brujeriles de la ultraderecha ultrarrica para difamar a quienes los confrontan con un espejo que ellos rechazan de plano.
Se me dirá que esta deducción es una teoría conspirativa de mi propia cosecha y quizá estén en lo cierto. Pero hay que reconocer que es una teoría antitética, y por ende bastante factible de dar en el blanco.
Hospitalidad
En el camino que voy recorriendo, abierto a las asociaciones de ideas bastante más lícitas que otras asociaciones que no vienen al caso, el otro día me acordé de Downton Abbey, la entrañable serie inglesa. Y recordé las escenas en las cuales veíamos la fastuosa mansión señorial convertida en hospital de campaña durante la Gran Guerra. Pensé en el alto status que adquieren los soldados heridos, status al que ni por asomo pueden aspirar las víctimas del llamado SARS-CoV-2 por más guiones que ostente su nombre, “hyphenated” como los apellidos británicos de clase alta.
La respuesta es obvia: los soldados lucharon y fueron heridos por la patria, los contagiados de coronavirus apenas luchan por conservar sus magras vidas. Pero en toda historia hay héroes y heroínas, es sabido. Que en el caso local no serían los que necesitan albergue para poder sanar en aislamiento, sino quienes lo brindan. Por eso mismo sería positivo pedir a quienes no están heridos, es decir no han sido golpeados por el contagio, que contribuyan a la patria ayudando a quienes sí lo han sido.
Mi sueño ilusorio no llega al extremo de esperar que las grandes familias conviertan sus mansiones en hospitales de campaña, por más que a alguna de las damas de caridad de tiempos idos, esas que sólo hoy existen en nuestro imaginario, podrían haberse propuesto emular a Florence Nightingale. Nada de eso. El hogar es sagrado por más vasto que sea. Pero pienso en las casas secundarias, las de fin de semana, las casas de campo o en la playa, las que ahora no pueden estar en uso.
A quienes creen en la inmunidad de rebaño les debe interesar, por lógica, la supervivencia de los contagiados. Con cada persona que muere mueren sus anticuerpos, es decir la barrera que detendría por fin el avance de virus que anda por ahí al acecho. Y quienes no creen en la pandemia no tienen por qué preocuparse, los equipos de desinfección que llegan al final de ese trago amargo estarán acompañados por equipos de limpieza, claro está, y todo en las casas quedará como antes.
Esta propuesta tendría una agenda secreta si yo creyera que la van a leer quienes pueden sentirse interpelados: se darían cuenta de que es mucho más conveniente ofrecer voluntariamente el pago del impuesto único y dejarse de embromar.
Pero como estoy segura de que quienes pueden sentirse aludidos y cuentan con espacios extra no me leerán jamás, entonces propongo que la consideremos un experimento mental y nos pongamos en esta situación.
Es un tema de empatía que va bastante más allá del usar barbijo. Es un llamado a la enriquecedora hospitalidad. Las palabras de la filósofa Anne Dufourmantelle, en su diálogo con Jacques Derrida al respecto, de alguna manera nos traen al presente de esta pandemia:
“La hospitalidad se ofrece, o no se ofrece, al extranjero, a lo extranjero, a lo ajeno, a lo otro. Y lo otro, en la medida misma en que es lo otro, nos cuestiona, nos pregunta. Nos cuestiona en nuestros supuestos saberes, en nuestras certezas, en nuestras legalidades, nos pregunta por ellas y así introduce la posibilidad de cierta separación dentro de nosotros mismos, de nosotros para con nosotros. Introduce cierta cantidad de muerte, de ausencia, de inquietud allí donde tal vez nunca nos habíamos preguntado, o donde hemos dejado ya de preguntarnos, allí donde tenemos la respuesta pronta, entera, satisfecha, la respuesta allí donde afirmamos nuestra seguridad, nuestro amparo”.
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