Confusiones y claudicaciones
Pacto de las grandes corporaciones con el neofascismo y banelquización a gran escala
Desde que la derecha extrema apareció en la escena nacional, y sobre todo desde que alcanzara el gobierno, se han sucedido apreciaciones acerca de su caracterización político-ideológica: si se inscribe o no en la estela del fascismo histórico, si es o no la primera experiencia de anarco-capitalismo en el mundo, etc. Es indudable que ciertos rasgos de los discursos, las formas y acciones de gobierno de Javier Milei y Victoria Villarruel –con sus diferencias, contradicciones secundarias que les dicen– permiten ubicarlos dentro del amplio abanico de lo que distintos autores han denominado neo-fascismo, que tiene un aire de familia con el fascismo europeo del siglo pasado pero también diferencias fundamentales; por otra parte, es verosímil que Milei tenga convicciones anarco-capitalistas.
Esto no es lo importante para definir la identidad política del gobierno que asumió el último 10 de diciembre; y ésta no es una cuestión meramente teórica, tiene importancia práctica aquí y ahora. El gobierno de Milei no es otra cosa que la profundización hasta las últimas consecuencias del programa económico del neo-liberalismo, un programa que los argentinos hemos padecido y que, con distintas intensidades y salvo durante el período 2003-2015, ha regido los destinos del país desde 1975.
El fascismo europeo del siglo pasado fue antagónico al liberalismo; el neo-fascismo actual, en cambio, es condición necesaria del neo-liberalismo. El discurso catastrofista de Milei, los arrebatos de violencia de Patricia Bullrich, la pretendida cesión de poderes por parte del Congreso a través de la llamada ley Ómnibus y el DNU 70/2023, configuran una especie de “estado de excepción” que no es fascista ni anarco-capitalista, es neo-liberal: no busca el dominio del Estado ni su desaparición, sino someterlo y ponerlo al servicio del poder económico. Para lograrlo transforma al poder político en simple ejecutor de las iniciativas de los poderes que dominan las economías global y local; es lo que celebra el Fondo Monetario Internacional, no las excentricidades del hombre que ama los perros; es lo que explica que el famoso DNU, el también famoso proyecto de ley Ómnibus y su correspondiente dictamen “de mayoría” hayan sido redactados por intelectuales orgánicos del neo-liberalismo y en ámbitos ajenos al Estado; y es lo que explica que semejantes insultos a toda tradición republicana, a la Constitución y a las más elementales formas democráticas, no se hayan convertido en un escándalo de alcance social e institucional.
Más aún, las grandes corporaciones –cuyas conducciones se presentan como (neo) liberales– entienden el pacto con el neo-fascismo, la aceptación de los desequilibrios emocionales del Presidente, la tolerancia de su autoritarismo y de sus delirios “anarquistas” –con mis disculpas a los anarquistas– como el precio que están dispuestas a pagar por la derrota definitiva del movimiento nacional, popular y democrático.
Pero, eso sí, parece que hay un límite que daría sentido a ciertas preocupaciones de los dueños: no debe producirse un colapso social del tipo del de 2001, no vaya a ser que aparezca otro Néstor Kirchner que produzca el quiebre de tan virtuoso proceso. El problema es que la ocurrencia o no del colapso no depende de los modales y delirios presidenciales, sino del proyecto en ejecución y su contracara: la paciencia popular, que acaba de mostrar un incipiente agotamiento con la contundente movilización del miércoles pasado en todo el país, que –por si fuera poco– trascendió largamente las fronteras nacionales. En esta línea, no hay que olvidar que el radical neoliberal Fernando de la Rúa convocó en 2001 a Domingo Cavallo para que “salvara” su obra maestra, la Convertibilidad, y así nos fue. La vocación argentinísima por desafiar a la historia hizo que 22 años después el anarco-neoliberal Javier Milei haya convocado a Luis Caputo para que “reencause” su obra maestra, la gran deuda, y así nos irá.
Mientras tanto, los CEOs celebran la criminalización de la protesta y promueven la represión de las luchas sociales por los derechos que pretenden suprimir, para lo cual participan en el arte de obtener defecciones de gobernadores y legisladores dispuestos a entregarse, ya sea porque no resisten extorsiones mediático-judiciales, porque –en el mejor de los casos– aceptan dádivas para sus provincias (el tacticismo del “yo me salvo” o “salvo mi quintita”) sin comprender que la debacle nacional a la que arrastraría el plan del gobierno no dejará títere con cabeza; o –en el peor– porque reciben migajas para beneficio personal, algo que no puede descartarse después del trámite obscuro que ha recorrido el proyecto de ley Ómnibus, con broche de oro en el dictamen de Recoleta, reedición tal vez del célebre escándalo conocido como “la Banelco” en los tiempos de De la Rúa. La diferencia es de escala: ahora estaríamos ante una suerte de banelquización total.
He aquí una de las causas de la llegada inesperada de Milei a la Casa Rosada. Entre quienes hoy acompañan como aliados las iniciativas del libertario se encuentran integrantes de distintos espacios, en general de origen peronista o radical; uno de los argumentos de este centrão criollo es que “Milei dijo lo que iba a hacer, lo mismo lo votaron y ganó”. Una falacia sólo invisible para el que no quiere ver: se podría hacer una lista de tergiversaciones mileianas, por ejemplo el uso engañoso de la noción de casta, o de promesas no sólo incumplidas sino invertidas como haber asegurado que eliminaría impuestos para después agregar otros a los existentes. En esto no hay nada nuevo: la estafa electoral está en el ADN de la derecha desde que no da golpes de Estado; sólo ha cambiado la forma de comunicar, hemos pasado del “si decía lo que iba a hacer no me votaba nadie” de Carlos Menem a “el costo del ajuste lo va a pagar la casta” y“¡viva la libertad, carajo!” –pero para pocos– de Milei.
Los cuestionamientos a las concesiones de quienes se auto-perciben y son percibidos por el poder como “moderados” tienen un fundamento que excede lo electoral, aunque en buena medida lo determina: cuando las opciones políticas que deberían canalizar la energía moral de los segmentos progresistas de la sociedad aceptan los límites impuestos por los sectores dominantes y sus sistemas mediáticos, y renuncian a concretar transformaciones estructurales y coyunturales que cuanto menos mitiguen los estragos que hunden las condiciones de vida de la mayoría; cuando los partidos populares renuncian a terminar con las precariedades de la vida cotidiana de millones, con las más grotescas desigualdades y la ausencia de perspectivas de futuro; y cuando además lo hacen con un paradójico discurso que mezcla dosis similares de impotencia –“no se puede, hemos tenido mala suerte con el contexto”– y algo así como un falso triunfalismo –hacen poco pero aseguran que están haciendo mucho–, facilitan la tarea de seducción reaccionaria, porque aquellos millones, que no son idiotas, experimentan rechazo ante semejante negación –adornada con palabras vacías– de una realidad que sufren, al mismo tiempo que abren sus oídos a una de las pocas afirmaciones verosímiles –si no la única– de la ultra derecha: la inoperancia de gobiernos que prometen pero no realizan. “¿Por qué harían en un próximo gobierno lo que no han hecho ahora que son gobierno?”, se preguntaba socarronamente la derecha en campaña.
Caído el mito que suponía que el peronismo unido nunca sería vencido, es importante que considere aspectos como éste al reorganizarse: definir un rumbo, un programa y una conducción.
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