Comunicación, odio y política
El despido de Tucker Carlson, la multa millonaria a Fox y las similitudes con Latinoamérica
La política se despliega a través de procesos comunicativos. No hay política sin transmisión de significados, contenidos ni universos simbólicos. Ejercer la democracia supone interactuar e interpelar a los ciudadanos en el marco de proyectos, compromisos y relatos a ser debatidos y efectivizados en términos de políticas públicas. Las formas de operar ese debate de cara a la ciudadanía pueden incluir convocatorias al consenso, al antagonismo o al odio. Las dos primeras son compatibles con la democracia. La tercera supone el resquebrajamiento de los diferentes plexos constitucionales que estipulan los contratos sociales de convivencia.
Los discursos de desprecio hacia colectivos determinados se han naturalizado durante la últimas dos décadas: aquello que estaba subsumido como prejuicio y que permanecía subrepticio en la vida privada irrumpió cuando el neoliberalismo empezó a debilitarse, y sus grupos dominantes empezaron a vislumbrar una crisis que hoy se hace evidente con la emergencia de un orden global en tensión y disputa. La reacción cultural del modelo financiarista –que sustenta al neoliberalismo– ingresa en su fase de intolerancia cuando percibe que ya no puede controlar de forma unívoca el mundo que consideraban inmutable y eterno.
El despido del presentador de la cadena de cable estadounidense Fox, Tucker Carlson, aparece como un caso paradigmático para analizar la deriva extremista y amenazante que han asumido gran parte de las plataformas de la comunicación, en su intento de imitar el atributo provocador y ofensivo que caracteriza en la actualidad a las redes sociales.
El 18 de abril la empresa Dominion Voting Systems, dedicada a la contabilización de votos, aceptó un arreglo extrajudicial con Fox corporación, propiedad del magnate australiano Rupert Murdoch, quien deberá abonar 787,5 millones de dólares, aproximadamente el 50% de la demanda por daños y perjuicios planteada por Dominion. Una semana después, Fox decidió echar a Carlson –una especie de Baby Etchecopar mezclado con Viviana Canosa– para depositar en su persona los costos simbólicos de la capitulación extrajurídica.
Fox es la cadena de cable más vista en los Estados Unidos y lideró desde el inicio del siglo XXI la siembra de irritación que ha insuflado ira y paranoia entre colectivos que han visto frustradas sus esperanzas de sumarse al prometido american way of life, malogrado de forma progresiva a partir de la crisis financiera del 2008. Para impedir que dicho deterioro social pueda ser atribuido a la lógica del sistema económico imperante –verdadero causante de la inestabilidad –, Fox y otras plataformas acólitas han impulsado la demonización de enemigos internos, de forma muy similar a los creados de forma maliciosa en América Latina y el Caribe.
Negacionismos
En todos los casos, el discurso imperante apela a los temores que provoca la situación de incertidumbre y volatibilidad característica de los mercados financiarizados que carecen de regulación estatal y supranacional. Esos miedos son la base de la paranoia organizada en torno a la malignidad y la conspiración de determinados actores sociales individuales o colectivos. La asignación de culpabilidad puede depositarse en kirchneristas, inmigrantes, mapuches, islámicos, piqueteros, chavistas, "planeros", afrodescendientes, defensores de las vacunas, integrantes de colectivos LGTB o colectivos promotores de las perspectivas de género.
Carlson, al igual que sus émulos latinoamericanos –financiados también por magnates o corporaciones tributarias del neoliberalismo hegemónico– se ha dedicado a difamar a la población homosexual, considerándola como residuo de “la disminución de los niveles de testosterona” existentes en la sociedad. En esa misma línea, una ex productora de Fox, Abby Grossberg, responsable de brindar información a la Justicia en relación a la demanda de Dominion, acusó en marzo a Carlson y a Fox de habilitar en forma regular comentarios misóginos y judeo-fóbicos.
El presentador Carlson empleó durante los últimos siete años y hasta la segunda semana de abril una retórica supremacista, xenófoba y racista en su programa The Tucker Carlson Tonight. En diferentes emisiones apeló a la entelequia del Gran Reemplazo, que difunde una fábula basada en la supuesta conspiración de las autoridades gubernamentales para sustituir a los blancos estadounidenses por inmigrantes provenientes de África, Asia y Latinoamérica: los demócratas están “tratando de reemplazar el electorado actual… con gente nueva, votantes más obedientes del Tercer Mundo”.
Las arengas nocturnas de Carlson, que llegaban a tres millones de espectadores, educaban sobre la negación del cambio climático, para proteger a las grandes corporaciones energéticas comprometidas con los desastres ambientales. En una de sus más célebres peroratas llegó a afirmar que “toda la teoría [del clima damnificado por la especie humana] es absurda”. En 2020, mientras se producían enormes incendios forestales en el oeste de los Estados Unidos, negó su vínculo con el calentamiento planetario y adujo que “para los demócratas el cambio climático es como un racismo sistémico en el cielo. No puedes verlo, pero puedes estar seguro de que está en todas partes y es mortal”.
El negacionismo de Fox es reproducido en su versión extractivista y neocolonial en Latinoamérica, donde los grupos concentrados impulsan la expansión de la frontera agrícola a expensas de la destrucción de los bosques y los humedales. Los voceros de la derecha financiarizada también apostrofan de forma unívoca por la libre portación de armas e incluso contra toda forma de institucionalidad gubernamental, como la moneda.
El 19 de agosto de 2018, el asesor legal de Trump y ex alcalde de la ciudad de Nueva York, Rudy Giuliani, pronunció una frase que caracteriza la etapa comunicacional de la derecha global: “Truth isn’t truth” [la verdad no es la verdad] porque –agregó– “la verdad es la versión de alguien de lo que es verdad, pero no es la verdad”. Carlson y los epígonos domésticos de la tergiversación transitan el patrón impuesto en 1964 por Rush Limbaugh, quien inculpó –en formato paranoide– a las “cuatro esquinas del engaño” como responsables de un cambio social que estaba destruyendo la sociedad conservadora: el gobierno, la academia, la ciencia y los medios de comunicación independientes. Limbaugh aseveró –entre otras caracterizaciones que aun hoy sustentan los grupos supremacistas– que los científicos parecen muy serios con sus batas blancas, pero “en realidad son financiados por la izquierda”.
Las operaciones de prensa para demonizar a referentes populares, la desinformación crónica, la manipulación mediática al servicio de la construcción de enemigos internos, la movilización de voluntades para defenderse de peligros prefigurados, las demonizaciones de actores colectivos frágiles, embadurnadas con expresividades de intolerancia y vulgaridad, han sido siempre los prólogos de grandes confrontaciones o matanzas. En América Latina, en la actualidad, las grandes corporaciones comunicacionales trabajan en la configuración de un sentido común de aversión y desprecio hacia los trabajadores y los colectivos subalternos. Enfrentar esos relatos de hostilidad no puede ser confundido con una limitación a la libertad de expresión, pues se trata de un mecanismo de defensa frente a la incitación larvada o explícita a la violencia cruda, a la guerra de todos contra todos y a la muerte.
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