Consciente de las dificultades y problemas que iba a dejar el discrecional gobierno de Donald Trump, Joe Biden se mostró partidario durante su campaña electoral de iniciar “un regreso a la normalidad”. Pero seguramente no estaba en sus cálculos el grotesco y funesto estallido del reciente 6 de enero en Washington, del que Trump fue el principal responsable. Fue Trump quien denunció reiteradamente la existencia de un fraude electoral que, a su juicio, le había birlado el triunfo en las elecciones de noviembre, sin prueba alguna. Fue él quien le reclamó a los colegios electorales estaduales que anularan los votos por correo e incurrieran en trapisondas diversas para disminuir el número de sufragios favorables a Biden; fue él quien recurrió incluso a la Corte Suprema, que rechazó su demanda. Fue él quien presionó a su vicepresidente, Mike Pence, para que no certificara el triunfo de su contrincante sin darle participación al Congreso, cosa a la que se negó. Y fue él quien ante esa negativa desató la tormenta: azuzó a sus seguidores concentrados en las inmediaciones a que avanzaran sobre el Capitolio, con un grave saldo luctuoso, por un lado, de 5 muertos y por lo menos 15 heridos. Y bochornoso, por otro: los congresistas debieron huir como pudieron y los vándalos, encabezados por un grotesco personaje que portaba una notoria y ridícula cornamenta tomaron el edificio.
Finalmente, el Congreso se reunió y certificó el triunfo de Biden; Trump por su parte, declaró por twitter: “A pesar de que estoy totalmente en desacuerdo con el resultado de las elecciones, y los hechos están de mi lado, habrá una transición ordenada el 20 de enero”. Hay en el texto una aquiescencia circunscripta exclusivamente al día de la transición, ocasión en la que él no puede estar ausente pues se trata del traspaso del mando, pero también un indicio bastante claro de que la borrasca puede seguir.
Obviamente nada de esto integraba la normalidad a la que se proponía regresar Biden en los tiempos de su campaña. Más bien pensaba en una recuperación del modelo de desarrollo globalista; en un retorno al multilateralismo; en la búsqueda de iniciativas que aminorasen las dificultades que circundan a las cadenas de suministro y de valor de la producción globalizada, que fueron afectadas por la pandemia; en la posibilidad de superar el desacoplamiento comercial y financiero de su país con China o en la de apaciguar las pugnas científico-tecnológicas entre ambos países, por ejemplo. También en la reincorporación al Club de París y en reasumir la preocupación por el calentamiento global y por problemas ambientales. En modificar la agresiva y poco productiva geopolítica trumpista con China y con Irán. En mejorar las relaciones con la Unión Europea, estropeadas por decisión de Trump, entre otros significativos asuntos.
Hoy aún puede alcanzar esa normalidad. Pero deberá hacerlo con el lastre de la densa conflictividad interna que casi con seguridad continuará dispensándole el trumpismo y con el costo en términos de reconocimiento internacional que le acarreará el episodio del 6 de enero. En fin, Biden deberá asumir desde una no envidiable posición de partida, un mundo de dilemas que no se agota en lo enumerado arriba.
¿Reacondicionar el modelo globalizador?
La economía globalizada ha operado sobre la primacía de la financiarización, de amplios acuerdos internacionales de libre comercio, del multilateralismo y del fundamentalismo de mercado, entre otros soportes relevantes, en busca de una maximización de beneficios. En cambio, ha sido muy poco pródiga por el lado del trabajo. Es harto conocida ya la concentración de ingresos en el quintil superior de las poblaciones de los distintos países. Y se sabe también que ha sobrevenido una disminución de la oferta de trabajo formal, que se ha incrementado el empleo informal y también el desempleo, todo lo cual ha impactado negativamente sobre el ingreso de los quintiles inferiores de esas poblaciones.
Por debajo de estas problemáticas actúa una poco visible antinomia entre competitividad e inclusión. La primera repartió muchas ganancias entre pocos; la segunda, en cambio fue escasa, como se ha indicado arriba. Lo que, con el paso del tiempo, instaló una básica desigualdad que todavía perdura y es causante de un persistente malestar social, como lo han demostrado las sendas crisis económica de 2008 en Estados Unidos y de 2011 en la Eurozona, y se percibe también en diversos países latinoamericanos.
Biden podría intentar la búsqueda de una recomposición del statu quo económico imperante en el mundo, previo a la presidencia de Trump y al COVID 19. Probablemente lo lograría. Podría mejorar sus relaciones con China y con la Unión Europea, y trabajar para la recuperación de un multilateralismo que se acompañara de nuevas y más benévolas formas de convivencia internacional. El retorno de esta normalidad es factible. Pero, como se ha señalado más arriba, hay también otras “normalidades” que serían más difíciles de encuadrar: las ya mencionadas cuestiones de empleo e ingresos, así como las condiciones habitacionales, de asistencia sanitaria, de educación, etc. Es decir, todo aquello que remite a un igualitarismo que ha brillado por su ausencia ¡en pleno siglo XXI! Así como en los albores del desarrollo de la industria textil británica “las ovejas se comían a los hombres”, según escribió Tomás Moro en su Utopía hace ya más de 500 años, hoy se podría decir que en esta época de globalización, la competitividad se ha fagocitado a la inclusión, y la libertad a la igualdad. Lo cual es un dilema cuya resolución hoy excede las posibilidades –y probablemente las ganas- del próximo presidente.
Algunos asuntos internacionales
Los considerables despliegues aeronavales de China y Estados Unidos (y aliados) en el Mar de la China del Sur exponen otra dilemática cuestión. Para Pekín es un asunto esencial pues ese mar se prolonga hacia el norte bajo el nombre de Mar de la China del Este y baña todo el litoral marítimo de ese gran país. Se trata de un típico asunto geopolítico: defensa de esa zona marítima, construcción de apostaderos y fortificación de islotes, ejercitaciones, etc. Washington, por su parte, invoca el compromiso de la defensa de sus varios socios en esa región, sin obtener ningún éxito hasta ahora. No alcanza a imponer condiciones por la fuerza ni procura avanzar en negociaciones. La intención de Biden de mejorar las relaciones con China en los campos mercantil y financiero, podría eventualmente venir atada a una desescalada militar en la región.
El futuro presidente adelantó su intención de explorar la posibilidad de reincorporar a su país al acuerdo sobre el control del desarrollo nuclear de Irán. A contracorriente de lo hecho por Trump intentaría iniciar conversaciones que pudieran recomponer esa interrumpida relación.
Heredará y por tanto tendrá que bregar con la hasta ahora irresuelta cuestión de las “guerras interminables” en Oriente Medio y su vecindario. Este es otro asunto tan durable como delicado, que se halla todavía lejos de estar resuelto.
Finalmente, deberá verse su actuación frente a las numerosas elecciones que ocurrirán en América Latina durante su período de gobierno. Habrá que ver si va por más de lo mismo con algunos atenuantes, como viene haciéndose desde antes o trata de iniciar un nuevo ciclo.
Final
No será ni sencilla ni liviana la tarea que deberá enfrentar Biden. El bochorno ha manchado la imagen de su país y es de esperar que si no media alguna drástica sanción sobre Trump, este continúe en el campo de la política, en cuyo caso el nuevo presidente tendrá que lidiar con él como opositor. Tengo la impresión, sin embargo, de que más allá de lo recién anotado, algo debería ocurrir también en el plano ideológico y/o de la autopercepción: hace tiempo que el desempeño norteamericano como superpotencia parece anacrónico y su gestión de los conflictos internacionales inadecuada e improductiva. Sería bueno, tal vez, que surgiera una movida intelectual y cultural en el país del norte capaz de renovar los aires que respira la política y sus correspondientes prácticas empíricas.
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