La administración del Presidente colombiano Iván Duque contempla seriamente romper relaciones diplomáticas con Venezuela. El jueves 10 de enero arrancó el nuevo mandato de Nicolás Maduro, cuya legitimidad ha sido rechazada por muchos países de América Latina.
Un antecedente importante es que hace poco Colombia se retiró de UNASUR por considerar a la organización cómplice del régimen venezolano. Sin embargo, el hecho tuvo un impacto nulo en la relación bilateral con Venezuela: no mejoró de ningún modo el prestigio de Colombia en la región y tampoco contribuyó a elevar la capacidad negociadora frente a Washington.
En medio de esto ha cobrado cierta relevancia el llamado Grupo de Lima, que nació en 2017 para hacerle frente a la aguda y degradada crisis venezolana. Colombia, Perú y Ecuador, por motivos distintos pero concurrentes, expresan la “línea dura” de ese organismo. El trío andino ha procurado que el resto de los miembros del Grupo adopten una postura rupturista con Caracas a pesar de no ser eso lo que esperan, por ejemplo:
- los sectores más realistas y cautelosos en Estados Unidos,
- los diplomáticos de las principales naciones de la Unión Europea
- o mandatarios latinoamericanos de peso, quienes sin duda están seriamente inquietos por lo que sucede en Caracas.
La declaración del Grupo de Lima del pasado 4 de enero —que México no suscribió a pesar de haber participado en los diálogos— instó a Maduro a no posesionarse de nuevo y dispuso “reevaluar” el estado de las relaciones diplomáticas con Venezuela.
Además, el texto incluyó un conjunto de exigencias y demandas que dejan la sensación de haberse escrito en función de pedidos específicos de algunos de los 13 países firmantes en una suerte de árbol de navidad al cual cada uno fue colgando sus reclamos y preferencias.
Es posible hacer un paralelo entre el Grupo de Lima y el Grupo de Contadora, una iniciativa que surgió en 1983 para promover la paz en Centroamérica. Una diferencia importante entre ambos es que el primero converge notoriamente en lo formal —las prácticas— y disiente disimuladamente en lo sustancial —los principios—; mientras que el segundo —aún con gobiernos de distinto signo ideológico— operaba de un modo más homogéneo en lo formal y sustancial.
Si se espera un relativo éxito en las acciones diplomáticas ante asuntos tan complicados, es necesario que principios y prácticas vayan de la mano.
Ojo por ojo
Grupo de Lima Foto: Presidencia de Colombia |
Ahora bien, la respuesta inmediata de Caracas frente a lo expresado desde Lima fue, obviamente, negativa y sugiriendo—sin aclarar mucho—que el gobierno respondería “a la luz del principio de reciprocidad”. Todo indica que se entrará en una lógica del “tit for tat” (en clave anglosajona) u “ojo por ojo” (según la ley bíblica).
En este contexto, la Presidencia y la cancillería en Bogotá pueden utilizar, incluso con cierta razón, todos los términos que crean pertinentes para descalificar al gobierno venezolano; pero no hay que pensar que ello constituye una política exterior. La diatriba puede tener algún efecto interno, pero ello no significa que se disponga de una estrategia de mediano y largo plazo para lidiar con Venezuela.
Lo que sucede en ese país hace tiempo que no es una cuestión nacional, regional o continental. El caso de Venezuela es un asunto internacional que involucra a potencias como China y Rusia y que debe analizarse en el marco de una trama geopolítica regional y global muy inestable y agresiva.
¿Estamos ante una Cuba II?
Un componente importante de esa trama geopolítica es la constante comparación de Venezuela con Cuba. Pero hay que tener en cuenta que:
- Maduro no es Fidel Castro, ni la desastrosa Revolución Bolivariana tiene el atractivo que supo tener en sus inicios la Revolución Cubana.
- Además, la economía cubana se sustentaba —y aún lo hace— en el azúcar, mientras Venezuela es una potencia en petróleo, gas, bauxita, titanio y níquel, todos recursos estratégicos que son fuente de intereses múltiples y conflictivos.
- En Cuba hubo un sólido control jerárquico del Partido Comunista y un éxodo masivo de opositores; en Venezuela hay fuerzas políticas dispersas que controlan porciones del Estado ante una oposición muy fragmentada y una diáspora en dramático aumento.
A pesar de estas diferencias, hay una similitud entre La Habana y Caracas. Cuba era débil militarmente y recurrió a la Unión Soviética para su propia protección y para provocar a Washington. Venezuela se ha fortificado en el campo militar y ha reforzado en ese terreno su vínculo con una Rusia dispuesta a ocasionarle dolores de cabeza a Estados Unidos en la región.
Recordemos además que Cuba fue aislada política y económicamente después de la ruptura de relaciones con el continente —salvo con México— y con ello se instaló definitivamente la Guerra Fría en la región. A partir de entonces los latinoamericanos pagamos un precio exorbitante:
- Golpes militares para evitar ensayos reformistas.
- Violación de los derechos humanos para perpetuar regímenes autoritarios.
- Impedimento a la implantación de modelos de desarrollo alternativos.
- Y evidente limitación de la autonomía internacional.
Aunque el contexto de la actual crisis venezolana sea uno muy distinto, es válido preguntarse si adoptar estrategias similares pueda tener algún efecto positivo.
El punto de partida
Hoy algunos países de la región, entre ellos y especialmente Colombia, no solo quieren romper relaciones con Venezuela, sino que se suman al discurso de intervención militar de ciertos halcones en Washington (como se llama coloquialmente a los republicanos de línea dura).
Creo que esto sería un grave error pues solo terminaría con las ya muy maltrechas relaciones bilaterales en una coyuntura delicada para la propia Colombia, además de producirse un caos interno en Venezuela con ramificaciones en la región.
Tal vez es tiempo de concebir otro modo de aproximarse a una situación tan compleja y contradictoria. Naturalmente, es difícil dialogar y llegar a acuerdos con una contraparte desagradable u odiosa. Sin embargo, la necesidad de negociar no resulta del altruismo sino del propio interés.
El punto de partida es reconocer que las relaciones entre Colombia y Venezuela son de mutua dependencia. Eso implica que, aunque existen temas espinosos, desafíos y vulnerabilidades, la relación entre ambos países también implica rasgos positivos, oportunidades y ventajas. Pero además hay que tener en cuenta:
- Una relación como esta entrelaza actores estatales y no gubernamentales, involucra fuerzas legítimas e ilegales, cubre temas inminentes y de largo plazo. Manejar la interdependencia exige maximizar lo provechoso, administrar lo difícil y neutralizar lo negativo.
- A su vez, las relaciones de interdependencia están atravesadas por movimientos regionales y mundiales. Los dos países interactúan entre sí, pero en un contexto donde distintos intereses y protagonistas pueden facilitar o entorpecer la relación bilateral.
- Las relaciones de interdependencia —por ejemplo, entre Canadá y Estados Unidos, Alemania y Francia o Brasil y la Argentina— van cambiando con el tiempo. Pueden ser básicamente conflictivas o cooperativas o combinar colaboración y competencia.
El actual vínculo entre Colombia y Venezuela ha heredado cuestiones tensas sin resolver y afronta otras nuevas que pueden aumentar las fricciones. Pero esa relación tuvo en el pasado elementos de rica convivencia y beneficios compartidos.
Aunque en el momento sea difícil imaginarlo, las relaciones de interdependencia están abiertas a encontrar la armonía y el bienestar, no es la conflictividad permanente lo que las caracteriza.
¿Es posible una nueva estrategia?
Desmantelar los esquemas existentes de trámite de las diferencias solo llevará a la sordera en ambas capitales y a un aumento de la retórica de la enemistad, algo impensado en la historia de dos países que nunca se han enfrentado militarmente. En ese sentido, es importante combinar una doble estrategia de reducción de daños graves y de creación de puentes productivos. Por la vía de exacerbar la mirada del otro como contrincante diplomático, fuente de inestabilidad y origen de todos los males propios, acabarán tanto Bogotá como Caracas al borde de un precipicio.
Por todo lo anterior y para lidiar con Venezuela es posible concebir lo siguiente:
- El gobierno colombiano debería insistir en el valor de la institucionalización. Los ejemplos mundiales e históricos reflejan que encarrilar los lazos bilaterales entre dos países en momentos críticos es más eficaz, productivo y sólido si se hace fortaleciendo o creando ámbitos institucionales. Lo contrario deteriora los vínculos, produce confusión, fomenta malentendidos y potencia el conflicto.
- Colombia debe involucrarse positivamente. Cercar y rodear a un país próximo con el cual hay una agenda variada, frágil y complicada solo alimenta las fricciones y la participación de actores externos con intereses estratégicos distintos a los nacionales. Involucrarse contribuye a pensar fórmulas de distensión, diálogo entre sociedades civiles y regenerar un mínimo nivel de confianza.
- El país debería apostar al músculo diplomático. Si se hace un mal cálculo de las fuerzas militares recíprocas, Colombia se podría tentar con el uso de la coerción y correr mayores riesgos.
- La discreción es esencial. La retórica centrada en la búsqueda de dividendos personales o políticos internos de corto plazo termina en resultados efímeros y disfuncionales.
En resumen, aún es factible no entrar en el sendero incierto de la ruptura de relaciones diplomáticas.
Publicado en Razón Pública, de Bogotá, asociación creada hace diez años por intelectuales colombianos como punto de convergencia e instrumento para la expresión de los intelectuales comprometidos con el proyecto de una sociedad pacífica, democrática, legal, justa y productiva.--------------------------------
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