COBRAR LAS DEUDAS ECOLÓGICAS
La devastación del ecosistema como forma de colonización y sometimiento
El brote pandémico del COVID-19 ha puesto en discusión la cuestión ambiental en gran medida, tanto para reflexionar sobre las causas que pudieron haberlo generado como las posibles salidas de reactivación económica sustentable. Sin ánimos de caer en posturas catastrofistas, hay que marcar que el planeta será –o ya lo es– un lugar más hostil para habitar. Si hoy en día nos escandalizan los números de pobreza y hambre deberíamos ver con enorme preocupación el cambio global. Ahora bien, la gran pregunta es: ¿Cómo construimos una salida a esta crisis civilizatoria?
En un principio hay que reconocer qué grupos son los culpables de la crisis y quiénes son los que la padecen. Toda producción tiene algún costo ambiental asociado. Aquellas personas que tienen la capacidad de acceder a los bienes naturales y producir en base a ellos no son quienes pagan los costos de los impactos ambientales de esa producción. Son los Estados los que tiene que paliar dichos efectos. Como ejemplo podemos tomar el cambio climático. Según el último informe de OXFAM (2020), entre 1990 y 2015 el 1% más rico del mundo emitió más del doble de los gases que causan el cambio climático que el 50% más pobre. Esa profundización del cambio climático genera mayor frecuencia e intensidad de sequías e inundaciones, que a su vez afectan particularmente a los grupos sociales atravesados por mayores condiciones de desigualdad, según el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático, y es el Estado el que tiene que apoyar a las familias productoras afectadas por esos eventos. Esto es lo que el economista español Joan Martínez Alier denomina “conflictos ecológico-distributivos”, que se dan a partir de una privatización de los beneficios económicos de la explotación de bienes comunes y una socialización de los pasivos ambientales.
Esta misma idea la podemos llevar al plano internacional y la tensión ecológica que existe entre países centrales y periféricos. La mayoría de las potencias mundiales consumen más recursos de los que su propio país puede generar. En la actualidad, luego de desarrollarse a partir de la destrucción de la mayoría de sus ecosistemas, son los países que más lugar le dan a la conservación y a la cuestión ambiental para resguardar los espacios naturales que quedan y son quienes propugnan una agenda internacional tendiente al cuidado del ambiente en los países periféricos.
En este escenario, los países como Argentina con problemas estructurales de pobreza, desnutrición, hábitat y producción tienen el desafío de crecer, incluir y limpiar, todo al mismo tiempo. No hay margen –ni ecológico ni político– para optar por otro camino. Considerando estas limitaciones, para transitar de un modelo excluyente a uno inclusivo –con el ser humano y el ambiente– es necesario adoptar la perspectiva histórica para entender cómo llegamos a este lugar y sobre todo para hacer valer las deudas ecológicas que se desprenden del saqueo que sufrieron nuestros pueblos. Esta discusión no es novedosa, incluso grandes referentes latinoamericanos se hicieron eco de estos planteos. Dos de los discursos más contundentes son el de Evo Morales en 2013 ante la Unión Europea y el de Fidel Castro en la Cumbre de la Tierra de Río en 1992.
La deuda ecológica es una de las injusticias más grandes e invisibilizadas del mundo y cobra especial relevancia en Latinoamérica –la región más desigual del mundo– no sólo por los saqueos que sufrió sino por los bienes que aún tiene. De acuerdo con la CEPAL (Comisión económica para América Latina y el Caribe), América Latina posee el 33% del agua dulce, 20% de los bosques, 12% del suelo cultivable, más del 40% de la biodiversidad, el 49% de las reservas de plata, 33% de estaño, 22% de hierro y casi el 70% del litio, un recurso estratégico –el “oro blanco”– para la transición energética.
De esta forma, la región tiene una importancia trascendental para la adaptación al cambio global y para la provisión de agua y alimentos. Ahora bien, así como estos números muestran la importancia de nuestra región en términos de su riqueza natural son también la muestra clara de que la misma está atravesada por una disputa geopolítica feroz por el control de la tierra y por lo tanto de los bienes comunes1. Un estudio de Costantino sobre el acaparamiento y extranjerización de tierras deja muy en claro que este proceso ya está en camino. Según esta investigadora, una de las razones por la cuales se da este proceso en Argentina (2002-2013) es para “garantizar el abastecimiento de alimentos y materias primas que permitan sostener los procesos de acumulación de capital en los propios países de origen de los inversores.”
En esta disputa geopolítica, los procesos de endeudamiento de los países periféricos son fundamentales. Como escribió Raúl Scalabrini Ortiz, “Endeudar un país a favor de otro, hasta las cercanías de su capacidad productiva, es encadenarlo a la rueda sin fin del interés compuesto”. La contracara del yugo financiero de la deuda externa es la devastación ecosistémica por producir bienes exportables para saciar, aunque sea un poco, la desesperada necesidad de divisas. De este modo, la falta de consideración de estas deudas ecológicas es una forma de colonización y sometimiento de los pueblos de una forma más sofisticada que la usurpación, condicionando “de manera irreversible las posibilidades de desarrollo de cualquier país soberano”, como dijo Alejandro Olmos, uno de los mayores referentes en el estudio de la deuda externa.
Esta relación entre deuda financiera y devastación ecológica se debe a que nuestro anclaje en el mercado internacional con algún grado de competitividad se basa en la producción de materias primas con poco valor agregado por la falta de desarrollo de los productos y las tecnologías basadas en el conocimiento. A su vez, el bajo costo monetario de ellos se debe a la falta de incorporación de los costos ambientales en el valor de los productos, que se traduce en pasivos ambientales que luego son subsanados por el Estado argentino.
Ante este escenario es importante prever estos ordenamientos para evitar la profundización del saqueo y el despojo. No alcanza con hablar de las “responsabilidades comunes pero diferenciadas” para enfrentar el cambio global como lo hace la ONU, ya que su falta de perspectiva histórica invisibiliza que la concentración de la riqueza se dio a partir de procesos violentos de acaparamiento de tierras y de los bienes comunes que portan. Desde ese lugar surge la idea de la reparación histórica, que implica la distribución y democratización del acceso a los bienes comunes a partir del reconocimiento de las injusticias pasadas que dieron paso a la concentración de la riqueza.
Ahora bien, ¿Cómo se podría instrumentalizar? Parece complejo pensar en el cobro de una deuda ecológica, ¿Los deudores son los países centrales y por consiguiente la población que vive allí? ¿Son las principales empresas del mundo? ¿Quiénes heredaron esa riqueza usurpada? Son preguntas cuyas respuestas no están claras y capaz no existan. Sin embargo, hacerlas y poner sobre la mesa estas deudas impagas es condición de necesidad para mirar hacia adelante y comenzar una transición hacia una sociedad más justa ecológica y socialmente en los pueblos del Sur; no sólo por justicia sino porque es la única forma de garantizar la paz social en un mundo que va a ser más austero y va a tener más gente. Estamos a tiempo de afrontar la crisis global pero hay que asumir que no podemos salir con las mismas recetas de antes y, sobre todo, sin tocar los intereses de quienes se benefician de este modelo de exclusión y devastación. Pararnos sobre las injusticias pasadas es el primer paso para construir los derechos y la dignidad del mañana.
1 Cabe destacar que el fenómeno de la globalización y transnacionalización del capital complejiza este planteo y requiere un análisis particular.
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