CLIMA DE DESARROLLO
Por su naturaleza, los problemas económicos son cuantitativos y no cualitativos
El porvenir del clima como fenómeno meteorológico no pinta nada bien para los intereses humanos bien entendidos. Es materia conocida y por derecho propio forma parte principal de las necesarias preocupaciones estratégicas a la salida de la pandemia. Un estudio publicado por Proceedings of the National Academy of Sciences (04/05/2020) proyecta que en el próximo medio siglo un tercio de la población mundial podría terminar viviendo en áreas consideradas inadecuadamente calurosas para los seres humanos, es decir 29 grados en promedio diario anual. La media de la temperatura donde viven la mayoría de los humanos es de 13 grados. Otro análisis dado a conocer en Science Advances (08/05/2020), encuentra que la capacidad de los humanos para eliminar el calor de manera eficiente, la que les ha permitido abarcar todos los continentes, será puesta bajo asedio por las condiciones climáticas posiblemente antes de lo calculado para mediados del presente siglo. El calor húmedo es más intenso de lo que se informó anteriormente y cada vez más grave.
Tampoco el clima político resulta benigno. Clima de negocios es la metáfora para el dudoso paraíso cuya fruta pecaminosa es el derecho laboral que se le ocurre defender a la parte débil del contrato. Cuando asumió el anterior gobierno se esperaba que el clima de negocios mejore notoriamente. Empeoró. Simple; con el verso de la flexibilización laboral bajan los salarios, y cae la demanda de la economía. Desentenderse de sostener la demanda efectiva de una sociedad, en la que el derecho laboral que resume la mejor tradición argentina juega una parte sustantiva, deshace mercados enteros. Lo cierto es que la regulación laboral argentina tiene defectos, los cuales son corregibles pero respetando su lógica, y tiene un costo, que mejor afrontar dado que es como sacar un seguro para una actividad, la empresarial, donde atajar el riesgo es cosa de todos los días.
Ese seguro es la expansión del mercado. La acumulación de capital, razón de ser de los empresarios, depende de la masa de ganancias proporcionada por una tasa de ganancia de equilibrio, en esa entidad históricamente determinada que es la nación. Cuando se aumenta la tasa de ganancia, el nirvana aguardado se extravía porque baja la masa de ganancias. Tasa y masa de ganancia entran en contradicción (más de una menos de otra y viceversa) una vez establecido el salario de equilibrio de largo plazo, ese con el que Don Juan se puso de acuerdo con los trabajadores argentinos y condujo un proceso político al amparo de que se trataba de un derecho legítimo, y ciertamente que lo es, lo que a la postre –y hablando en plata- lo convirtió en el hecho maldito del país burgués. Y lo seguirá siendo, en la medida en que sectores enteros del movimiento nacional crean, con una muy peligrosa ingenuidad, que su compromiso es únicamente con los pobres, y se desentiendan del trabajo político sobre esas clases empresariales para integrarlas al devenir nacional. La cortedad también comprende a las clases medias que ya no son pobres y los pobres que quieren superar su condición de tales.
El país burgués
Dadas las condiciones materiales en las que se generan los ingresos de los trabajadores y de los empresarios, surge un interrogante que pone en duda la factibilidad de la tarea política sobre el país burgués. El nivel de los salarios como precio del trabajo a largo plazo es una determinación política a la que se arriba en el ámbito nacional. La ganancia es un residuo que se forma en el mercado mundial. Los empresarios están lejos de actuar como clase y encima si no ganan acá se pueden ir a otro lado en la geografía mundial. Eso puede ser así, y está todas las condiciones dadas para que lo sea; menos una: la voluntad política. ¿Y por qué en esas circunstancias estructurales hay espacio para que actué la voluntad política y no devenga en mero voluntarismo? El acuerdo entre trabajadores y empresarios en pos de acicatear el avance del mercado interno es posible porque permite revalorizar el capital en términos de la divisa mundial.
Ejemplo ilustrativo es el japonés. Allá por fines de los '60, principios de los '70, los japoneses venían de un largo proceso inflacionario (similar al argentino de entonces). La capacidad de disputa del equivalente de la UOM nipona era un dato político principal. Los empresarios acordaron con los trabajadores no meterse más con el nivel de los salarios alcanzados. ¿Qué vehiculizó eso? En 1968 se pagaban 400 yenes (divisa japonesa) por dólar estadounidense. En 1995 el dólar llegó a valer 80 yenes. Hoy se pagan 107 yenes por dólar. Si se considera que entre 1970 y 2020 los japoneses tuvieron una inflación anual de 2,46% promedio, y en 1970 se pagaban 360 yenes por dólar (fijado por los norteamericanos a fines de los ’40), haciendo las cuentas respectivas un yen de 1970 equivale al poder de compra de 3,3 yenes de hoy, lo que en la práctica significa que un dólar equivale más o menos lo mismo a los yenes en términos de poder de compra. De resultas, en los 52 años que median entre 1968 y hoy por efecto de la revalorización muy fuerte del yen, el capital en términos de dólares de las empresas japonesas se multiplicó por cuatro. Tal parece que el acuerdo empresario-trabajador tiene una base material firme para hablarle con el bolsillo nacional al corazón argentino.
La ruta del tentempié
Con relación al Imperio del Sol Naciente se pueden argumentar las detonaciones termonucleares, el panda chino, el oso ruso, en resumen una plaza geopolítica que ni de casualidad nos frisaba. Sin embargo, el foquismo de Ernesto Guevara y el golpe genocida del ’76 (y los golpes anteriores), por tomar dos ejemplos, están indicando que no éramos un páramo sin mayor trascendencia geopolítica durante la Guerra Fría. Posiblemente Guevara y las antípodas de los asesinos del ‘76 sinteticen el extravío desarrollista en los países de la región. Uno, dos, tres electrodomésticos no suenan tan heroico como la misma enumeración invocando a Vietnam, y directamente son contraindicados si son provistos por la sustitución de importaciones, algo que los títeres de Martínez de Hoz no tenían mayor idea pero se oponían porque traía obreros y entonces más tierra fértil para comunistas o infiltrados en el peronismo. Los electrodomésticos producidos localmente volvían más inmediato el bienestar de los trabajadores al menor costo político para sus intereses. La industria pesada le seguía para que no explote la balanza de pagos, pero nada de esto pareció importar ni a los unos ni a los otros.
Con más actualidad están los que de un tiempo a esta parte se aferran a una categoría francamente extravagante como la de la renuencia inversora. Por alguna extraña razón perdida entre los pliegues más oscuros del alma criolla, el chancho burgués nacional no quiere invertir en el país, prefiere fugar el capital antes que otra cosa. Si sucediera de esa manera es verdad que inhibiría cualquier atisbo de trabajo político sobre el país burgués. Pero tal explicación del comportamiento equivale al ejemplo que dan Marx y Engels en el prólogo de La Ideología Alemana, sobre el ñato que de tan idealista suponía que se sacaba la idea de la ley de la gravedad y podía flotar en el agua sin nadar. Se ahogó, obvio. Pero no tanto para los heraldos de la renuencia inversora. Y es una aproximación política no exenta de entrampados serios. Los empresarios no invierten lo suficiente porque los programas de supuesta estabilización torpedean el mercado para achicarlo. Cuando eso sucede, sube la rentabilidad de los proyectos, pero como se explicó más arriba baja la masa de ganancias y la acumulación depende de que esta última resulte rentable. Sin vender no lo es. Sin consumo creciente no hay inversión creciente. Lo lógico en ese caso es salvar la ropa. La ley de la gravedad se la puede violar con motores a reacción, nadando o tomando como punto de partida las ideas de los economistas clásicos. Bueno tenerlo presente.
Otra variante para no hacer lo que se debe en cuestiones que comprometen a los intereses estratégicos clave del movimiento nacional, la proporciona Marcelo Ciaramella en el mismo Cohete en el artículo “Crecer o Decrecer, es la Cuestión”, (03/05/2020). Viendo en la pandemia “una oportunidad para cambiar un sistema agotado”, Ciaramella toma como puntos de referencia, entre otros, a “un manifiesto firmado por académicos holandeses, donde proponen pensar un cambio para la economía post-pandemia, basado en los principios del decrecimiento”, y “El Informe Meadows que el Club de Roma presentó a la Primera Conferencia Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo celebrada en Estocolmo en 1972 proponía un crecimiento cero para los países industrializados”. Cita al economista francés Serge Latouche, explicando que “Para concebir una sociedad en sereno decrecimiento y acceder a ella, es necesario salir literalmente de la economía. Es decir, poner en tela de juicio su dominación sobre el resto de la vida, tanto teórica como prácticamente, pero sobre todo en nuestras mentes”.
Mientras seguimos tratando de flotar sin nadar con el bañista del prólogo de la Ideología Alemana, Ciaramella, cuyo compromiso con los pobres es en serio, señero y aleccionador, advierte que “el término [decrecimiento] está lejos de ser la etiqueta de una alternativa al sistema dominante y no se puede decir que sea una propuesta de consenso de los movimientos sociales. La propuesta muestra su carácter más polémico cuanto se la analiza bajo la óptica de los países empobrecidos, que necesitan que su producto económico crezca para atender a las necesidades de una población con carencias en las necesidades esenciales y que además crece a fuerte ritmo sin tecnologías adecuadas de reciclaje”. De ahí, entonces, que “el peso del decrecimiento debe recaer en las sociedades desarrolladas, de tal forma que […] El decrecimiento en el contexto de una sociedad occidental opulenta no debe ser visto como una merma del nivel actual de bienestar, sino como una oportunidad de aumentarlo. Eso sí, entendiendo el bienestar no como un concepto cuantitativo o meramente económico, basado en una acumulación infinita de bienes materiales, sino como un concepto cualitativo que produzca sociedad y vida digna valorando el tiempo de ocio, las relaciones humanas, la equidad, la justicia o la espiritualidad”.
Desorientación
En este mundo encantador, de gente cariñosa, la salida por lo bajo (decrecimiento de las naciones industriales) que comprometa la noción de bienestar parida en la lucha de clases del centro, es una imposibilidad política cuya sola enunciación puede avivar en el seno del pacto nacional para repartirse el botín del intercambio desigual con la periferia, las propuestas de tratar con napalm los avatares de la pandemia en ese sur pobre y distante. No va a ser ni la primera ni última vez, basta observar África. Por otra parte, para desafiar y poner en duda los fines no se puede borrar pura y simplemente el problema de la creación de medios, máxime cuando esos mismos medios son necesarios para un conjunto de fines que enarbolan los que desacreditan al modelo de crecimiento cuantitativo que tienen ante sí y como opción los países pobres. Si calidad de vida tiene un sentido es el de significar el reemplazo de ciertos consumos posibles solo para algunos individuos por los mismos consumos pero masivos. Para eso se debe mejorar la técnica, acumular el producto del trabajo pasado, elevar la productividad del trabajo vivo. En otras palabras, hay que adentrase en el crecimiento y poco importan los tipos de producciones y de consumos. De manera que cuando la misma sociedad que reemplazará a la denostada del consumo, para optar por una de más amplio ocio en lugar de consumos más prominentes, tendría también que operar un aumento de la productividad del trabajo para producir lo esencial en tiempos de trabajo acotados. Incluso, en esas circunstancias, todavía tendría siempre que crecer, si no es a través del PIB per cápita, al menos por el producto por unidad de trabajador empleado. En cualquier fase del desarrollo, los problemas económicos son por su naturaleza cuantitativos.
Informa Ciaramella que “la propuesta de decrecimiento surge recientemente del seno de los movimientos sociales y es una muestra de las crecientes resistencias al modelo capitalista de crecimiento y acumulación como consecuencia de los impactos económicos, sociales y ambientales producidos en el periodo más fundamentalista del pensamiento neoliberal”. Eso subraya la desorientación de los movimientos sociales que aceptan esta visión, que nos son todos como aclaró Ciaramella. El sistema hace años que viene estancando, siendo la crisis de 2008 un hito en ese camino. Las cosas son económicamente harto sencillas, políticamente harto dificultosas. En la Argentina la acumulación anda para atrás porque la clase dirigente no logra entender que eso sucede siempre y cuando los salarios no vayan al alza y encima se empeñan en que vayan para abajo. Hay pobres porque hay bajos salarios por decisión política. Ergo: la tarea política es subirlos aquí y ahora.
El modelo capitalista de desarrollo y acumulación funciona sobre la base de que la inversión (elemento clave para reproducir al alza el crecimiento) es una función creciente del consumo. Eso requiere que las condiciones políticas de un país semiperiferico como la Argentina (con posibilidades de desarrollo no factible para el grueso de los países subdesarrollados) sean la expresión de la conciencia política que surja de la alianza de clases. Plantear como se plantea -con o sin pandemia- caminos políticos imposibles por escarpados o idealistas, sin tener en cuenta la realidad de la acumulación, es tomarse en serio la caricatura que del sistema hacen los liberales. Dejar atrás junto con la pandemia la mala hora argentina, es tomar nota de que para flotar hay que nadar, para volar hacen falta ingenios que venzan la resistencia de la gravedad y para crecer, como condición necesaria darle máquina al consumo, y por sobre todas las cosas y ante que nada contar con un instrumento político al solo efecto. Hace falta recrear el clima de desarrollo.
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