Clase a medias
El gobierno debe sintonizar con un sector que se siente olvidado
Un importante sector de la clase media hoy parece estar a un paso de dejar de serlo. La definición de clase media es muy amplia. Ingresos, ocupación laboral y factores socioculturales pesan a la hora de precisarla. Es un conglomerado de grupos en el que las aspiraciones se restringen por el abanico de ingresos disímiles. Dentro de esta definición, los informales, los precarios, aquellos cuya ocupación cuenta con ingresos muy rezagados –como los empleados públicos– y que apostaron al Frente de Todos, hoy se sienten olvidados. Tanto por políticas concretas destinadas al sector, que la ve pasar y está peor, como discursivamente.
En vísperas de cobrar el aguinaldo, un spot del gobierno nacional despliega imágenes de bolsillos y relata decisiones estatales para los sectores medios y medios altos referidas a que no pagarán ganancias. La idea es transmitir que ese dinero potenciará el consumo. Pero la comunicación oficial descripta, claramente, no les habla a los miles de empleados precarizados, monotributistas, trabajadores cuyos ingresos hoy arañan los 35.000 o 40.000 mil pesos, mientras un par de zapatillas de marca internacional puede alcanzar los 20.000.
A esos votantes que se esperanzaron con el Frente de Todos, por ahora, no se les llega. Sin dudas que en una economía en la cual el 70 por ciento del producto se explica por el consumo interno, es bienvenido el dinero a ello destinado. Sin embargo, la desigualdad es cada vez mayor. Aquellos sectores medios incluidos después de la crisis de 2001, arrancados entonces de las entrañas de la pobreza, vueltos a fragilizar por el gobierno del Cambio, hoy corren una suerte adversa y parecen ser expulsados de esta categoría. Bajo pronósticos de tercera ola, y con elecciones muy cerca, el gobierno debe sintonizar con este sector.
Las clases medias son una mezcla sui generis de anclajes materiales y culturales que van modificándose en las diferentes épocas. La actual clase media argentina amalgama varios grupos. Los que recuperaron lugar a partir de las políticas de inclusión posteriores a la crisis de 2001 y otros que emergieron desde las entrañas de la pobreza prexistente. Los '90 ya habían sumado grupos integrados a nuevos consumos, con fenómenos culturales que llegaron con esa oleada neoliberal.
En su composición hay sectores tradicionales, retratados magistralmente por Quino en su inolvidable Mafalda, para quienes las bibliotecas se llenaban de libros, a diferencia de los nuevos grupos incorporados en los '90 y años posteriores, que ocuparon los estantes con objetos. Todos se equiparan en la aspiración como rasgo distintivo. Pero a diferencia de las tradicionales capas medias, que se parapetaban en las fisonomías de la ilustración modernista, los nuevos grupos construyen sus identificaciones en el consumo de electrónicos, servicios privados (educativos y de salud, entre ellos) y “productos de marca”, especialmente ropa. Más que la cultura tradicional, valoran los conocimientos que incrementan las competencias profesionales. El “cuello blanco” dejó de ser el uniforme distintivo de la clase media y ciertas categorías ocupacionales, anteriormente tematizadas como obreras, hoy se inscriben en su amplio paisaje.
El reagrupamiento de los estratos medios se fue incrementando desde 2003 a raíz de las políticas de inclusión social que implementó el Presidente Néstor Kirchner. Este proceso tuvo un primer freno con la crisis mundial de 2008 y se detuvo a partir del deterioro de los precios internacionales de los productos exportables en 2012. El estancamiento del crecimiento material de los grupos medios, aventuremos, fue el caldo de cultivo para el desenlace de 2015, cuando el Frente para la Victoria perdió las elecciones. La expectativa depositada en el gobierno de Mauricio Macri naufragó, muy especialmente para los grupos medios bajos, de la mano de los “tarifazos”, la devaluación, el estancamiento económico y la destrucción de empresas y empleo desde 2018 y el deterioro general del poder de compra de los salarios.
Los que nunca dejaron de perder fueron el 1 por ciento de los de arriba, que concentró y creció. Y que, a diferencia de los estratos medios, no solo creció en ingresos sino también en patrimonio. A propósito, la cuestión patrimonial también diferencia a los grupos medios. Mientras los tradicionales suelen ser pequeños propietarios, y generalmente en las encuestas tildan el casillero de “vivienda propia”, las nuevas clases medias no sólo son en gran medida informales en lo laboral, sino que también alquilan y tienen poca o nula capacidad de ahorro. Por eso suben y bajan, como el juego de plaza, y están siempre fronterizos a las líneas rojas que etiquetan la pobreza en materia de ingresos. Es con estos últimos que el gobierno del Frente de Todos tiene un doble desafío: mejorarles el ingreso por un lado, y llegarles a los oídos por el otro, convenciéndolos sobre el hecho de que un gobierno popular y representativo de mayorías populares es el único aliado con el que cuentan para que eso ocurra.
A todo esto, acá, en las pampas, se viene la tercera ola. Inglaterra alcanzó la semana que acaba de concluir cifras de contagio similares a las que tuvo en el mes de enero. Israel volvió a los tapabocas en espacios cerrados. Son dos de los países con mayor porcentaje de vacunados del mundo. Irlanda restringió las comidas en interiores a personas completamente vacunadas; Australia cerró cuatro ciudades importantes y volvió a pedir el uso de los tapabocas. Los países asiáticos que venían transitando cómodamente el momento, como Indonesia, Malasia y Tailandia, impusieron nuevos cierres y restricciones. España y Portugal limitaron los ingresos de británicos a los vacunados. Y Francia, casi resignada, está planteándose como objetivo que la cuarta ola pueda transitarse con cierres mínimos, lo cual suena a una plegaria para que la pandemia no concluya dinamitando lo poco que va quedando en pie. La vacuna es necesaria, pero no parece suficiente.
Significa que los grupos con mayores dificultades socioeconómicas, como los medios bajos, requerirán de cierta creatividad gubernamental en un contexto en el cual la economía muestra señales de despegue, pero que va a alcanzar más rápidamente a los trabajadores formalizados atados a paritarias más realistas.
Hay datos auspiciosos. La capacidad industrial instalada, según constata el INDEC, alcanzó en abril de 2021 un 63,5 por ciento de uso. Si la comparamos con diciembre de 2019, cuando asumió el actual gobierno, está un 11,6 por ciento arriba de los 56,9 alcanzados entonces. Lo mismo sucede con el Estimador Mensual de Actividad Económica, también del INDEC, que muestra para abril un buen crecimiento respecto de un año atrás, mes poco apto para la comparación pero que, no obstante, mirando al primer trimestre permite pensar en un PBI anual arriba del 7 por ciento, según palabras del Ministro de Economía Martín Guzmán y de economistas de variopinta ideología.
Mientras los salarios formales –a partir del primer paso dado por la Vicepresidenta Cristina Fernández y el presidente de la Cámara de Diputados Sergio Massa– ya están pactándose por encima del 40 por ciento, promediando el 43, arriba de las previsiones presupuestarias y buscando cumplir la promesa de que este año se recupere el salario real, el problema subsiste en la informalidad económica. Situación que atraviesa buena parte de los grupos medios bajos. La revisión del salario mínimo intenta componer este punto. Antes del mes acordado, septiembre, se prevé una revisión e incremento de su monto, que pasaría del 35 al 45 por ciento para el año. El ajuste del salario mínimo impacta sobre las transferencias monetarias directas que hace el Estado, beneficiando en general a los grupos de mayor vulnerabilidad. Un sinceramiento en todos los niveles y un cumplimiento de promesas de campaña que debiera exhibirse para contrastar con la otra vereda.
Dicho esto, es difícil no afirmar que la asunción de Daniel Funes de Rioja como presidente de la Unión Industrial (UIA), un declarado enemigo del salario mínimo en cuanto foro pisó, no está vinculada a la puja distributiva. Los grupos dominantes quieren firmar “tablas”, congelando las apetencias por un mejor salario real que pretende ir modificando paulatinamente el patrón distributivo que dejó el gobierno anterior. En estos niveles salariales, la cúpula de la industria está cómoda.
Ni aumentos de salarios ni controles de precios son mandamientos a seguir para quienes hoy están al frente de la UIA y las patronales agrarias. De estas últimas, muy particularmente la Sociedad Rural que encabeza Nicolás Pino, ganadero vinculado a Luis Miguel Etchevehere y a Mauricio Macri. Las patronales le imprimen a la lucha por los precios libres la pasión de quien no está dispuesto a dejar de ganar ni un centavo, incluso cuando muchas de las empresas del sector juntaron millones eludiendo sus responsabilidades fiscales de manera non sancta.
Muy lejos de ese posicionamiento ideológico de los sectores empresarios, los grupos medios laboralmente más informales y socioeconómicamente más vulnerables apoyaron al Frente de Todos, decepcionados por la performance económica del gobierno de Juntos por el Cambio que los maltrató sin piedad. Para ellos está faltando un eslabón de medidas. No alcanza con “arreglarles” el error del monotributo. También tienen que poder pagarlo. Las preguntas obligadas van en la dirección de cómo pedirles que sigan acompañando, sobre todo cuando sufrieron como pocos los cierres sanitarios, están muy fragilizados socioeconómicamente y son un bocado muy apetecido, porque sobre ellos se juegan fuertemente las hegemonías políticas.
Falta poco para votar, y en las definiciones electorales de las democracias de audiencias la precariedad económica juega en lo simbólico, con probabilidad alta, a favor de quien se opone a un gobierno. En este caso, la oposición es una derecha que tiene un arsenal mediático imponente, con el cual puede circular explicaciones breves de alta emotividad que magnifican un malestar prexistente y que siempre se alejan de las discusiones de fondo o de su propia culpabilidad. Su efectividad además reside en que entran por la puerta del descreimiento, algo muy eficiente sobre quienes adjudican muchos de sus males personales a la política y siguen en estado de espera. A despolitizados, con subjetividades bombardeadas por un discurso “meritocrático” e individualista, le encajan bien las explicaciones de que los males vienen de un Estado derrochador o de una casta corrupta o de una República Perdida, o cualquier argumento que eluda hablar de ese uno por ciento, el tío Rico que se atrinchera ante algún atisbo redistributivo. Ya hace muchos años, un filósofo argentino de la comunicación, Héctor Schmucler, en un artículo archicitado sobre los efectos de la comunicación nos decía que “la gente hace algo con los medios, después de que los medios hicieron a la gente de una manera determinada”.
Por otra parte, no es muy difícil que la frustración por no perfilar un futuro, no llegar a pagar el alquiler, hacer malabares en el supermercado con un changuito cada vez más vacío y dar de baja servicios que constituían el pasaporte a la identidad de clase media, como la prepaga de salud o una buena velocidad de navegación de Internet, recaigan sobre quien gobierna. Son aspectos para no desatender.
A quien se justificó porque se comió varios pozos perdiendo el control de la calesita, convendría recordarle que la pandemia fue como un cráter, que modificó y pospuso planes y proyectos de gobierno, y aun así se hizo frente. Mejorar la economía sigue siendo horizonte. Se agrega seguir vacunando y cuidando, dos patas que pueden sostener el apoyo electoral, generar comprensión y confirmar el contrato de 2019. Pero en la mesa tienen que estar todos aquellos que, en su momento, pusieron el hombro para desalojar a la anterior Casa Rosada. Urge transformar el “voto blando” de los grupos medios que apoyaron al Frente de Todos en “voto convencido”. La intuición dice que para lograrlo apremia mejorar las condiciones materiales de estos sectores, comunicando mejor el futuro hacia donde se camina.
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