Dedicado a Stanley Donen, que acaba de hacer su fundido a negro.
Esta noche se entregan los premios Oscar. Lo cual pone en funcionamiento una tradición familiar, que se desarrolla desde que mis hijas eran chicas. (Ya no lo son.) Yo cocino algún plato relativamente elaborado, para lo que son mis limitadas virtudes como chef, y seguimos la transmisión tan pronto se encienden las cámaras sobre la alfombra roja, cuereando a quien incurra en el ridículo y expresando admiración cuando alguien hace gala de elegancia. Después vemos la entrega de premios, celebrando las estatuillas que consagran a nuestros films favoritos y abucheando cuando pierden, con la misma enjundia que gente más normal dedica a compulsas deportivas. (Cada loco con su tema, decía Serrat.)
Por supuesto, no nos lo tomamos muy en serio. Se trata de un divertimento, que sólo se intensifica cuando alguna de las pelis en danza nos resulta relevante —este año, llamativamente, no hay favoritas: Roma me parece "la película casera o familiar más cara de la historia", como declaró un miembro de la Academia de Hollywood bajo condición de anonimato; si quieren quedar bien con las minorías, pasen de largo Black Panther y premien de una vez a Spike Lee— o se nos antoja una vergüenza que esté ahí, como ocurre con Bohemian Rapsody, la biopic sobre Freddy Mercury.
¿Quién no se tentó de hacer una locura así, movido por la efusión amorosa?
Pero esa excusa para reunirnos, comer y pasarla pipa esconde un trasfondo. Ninguno de nosotros cree que Hollywood encarne la cima del cine mundial ni le concede al Oscar mucho valor como premio, pero a falta de instancias superadoras —la entrega de la Palma de Oro o del Oso de Plata no se transmite en directo, y aun si lo fuese carecería del plus de vulgaridad y espectáculo que torna a este show algo digno de verse—, la ceremonia de los Oscar es la fecha fija del año que consagramos, o al menos consagro (a partir de ahora hablaré a título personal) a celebrar mi cinefilia, el amor-pasión que arrastro respecto del cine desde que tengo uso de razón... y antes también.
Los Oscar son mi Nochebuena y mi Navidad cinéfilas. Entiendo que mucha gente desprecie el 24/25 de diciembre como una estafa perpetrada en nombre de la religión, o como un emprendimiento exclusivamente comercial. Los cuestionamientos son válidos, pero así como yo asumo que algún aspecto de la celebración rescata valores que considero dignos —los dickensianos creemos que la Navidad es, o debería ser, una vindicación de la empatía y de la piedad respecto de nuestros congéneres—, sigo bancando al pobre Oscar porque en medio de tanto oropel que ensalza cosas cuestionables, entre ellas sigue estando, aunque sea en dosis homeopáticas, la excelencia en materia cinematográfica. Y el arte es lo más parecido a una experiencia religiosa de verdad que conocí en mi vida.
Los libros me proporcionaron las Escrituras, aquellos textos que me guiaron en las horas más inquietantes. Pero la sala de cine es el templo al que acudo a celebrar y ponerme en contacto con lo más sagrado. (Que es la belleza concebida en su acepción más amplia, desde que la ética y la justicia forman parte de la belleza aplicada a nuestros modos de vivir y convivir.)
Y no sigo adelante, comparando el pochoclo con la Eucaristía, no porque tema ofender a alguien sino porque el pochoclo no me gusta ni un poco. Yo soy de la época del maní con chocolate, las pastillas Volpi y los Sugus confitados.
"Lawrence de Arabia", y la elipsis narrativa más maravillosa del cine.
Stardust Memories
La leyenda familiar cuenta que todo empezó con el pie izquierdo, cuando mi vieja, que también era cinéfila, midió mal mi precocidad y me llevó al cine por primera vez a los tres años a ver La novicia rebelde. Todo muy lindo con las cancioncitas, con los rubiecitos von Trapp y con Julie Andrews —a quien prefiero en Mary Poppins—, pero la peli dura tres horas y el pibe se quedó dormido. Mi madre no me lo perdonó, por lo menos hasta que entendió que el cine me gustaba de verdad siempre y cuando no interfiriese con mi ritmo circadiano.
Ya me habían llevado antes al cine Real a ver cortos animados. (Por eso el Real obtuvo un cameo en la novela El negro corazón del crimen, a modo de homenaje.) De ahí en adelante el cine está ligado a momentos inolvidables de mi vida. Las salidas con el abuelo, que me llevó a ver mi primer James Bond. (Y se quedó dormido, después de un atracón de bife a doble caballo en El Palacio de la Papa Frita; lo de la siesta en el útero del cine debe ser genético.) Mi primer viaje solo al Centro en bondi fue para ver Los tres mosqueteros de Richard Lester. Las pelis prohibidas para menores me hacían sufrir horrores; me sentía tratado con condescendencia, un ciudadano de segunda. Por eso recuerdo el triunfo de acceder a El padrino en un cine de San Clemente, donde los controles eran laxos. Salí levitando, pero en ese instante no pude compartir la experiencia. Mi amigo Gustavo no quería hablar de otro tema que no fuese la teta de la esposa tana de Michael Corleone.
"El Padrino", o la muerte más deseable de la historia del cine.
La conmoción que provocaban ciertas pelis no menguó de adulto, al contrario. Me recuerdo entrando literalmente en trance —la peli es hipnótica, no me jodan— durante la proyección de Apocalypse Now en el Atlas de la calle Lavalle. O lo que sentí ese mediodía en que me metí en un cine para ver la primera función del Drácula de Coppola. Hay una escena —uno de esos montajes paralelos que Francis Ford maneja de modo sublime— que siempre me produce el mismo efecto: me da ganas de pararme en medio del cine y empezar a agitar los brazos para dirigir la orquesta invisible. Porque eso es lo hace esa secuencia, en grado paroxístico: llevar a los extremos de la expresión posible la orquesta de recursos de la que el cine dispone — la foto, la actuación, el sonido, la música, la edición.
(Si alguien encuentra que la mención a pelis de Coppola es recurrente, significa tan sólo que está atento. Para mí este es el verdadero Francisco I, Papa del Cine. Otro tocayos tendrán su mérito —Capra, sin ir más lejos, podría haber llegado a Arzobispo de Palermo, Sicilia—, pero entre los '70 y los '90, Coppola fue el más grande del Vaticano cinematográfico.)
Esta debilidad jugó un rol no menor en la elección del periodismo como carrera y mi especialización en ciertas disciplinas del arte entre las cuales, claro, figuraba el cine. Lo cual dio pie a ciertas experiencias fuera de lo común. Como descubrir Jurassic Park durante el preestreno que la Universal armó en Los Angeles, en un cine que contaba con el mejor equipamiento: esa consciencia de estar viendo algo que uno sabe que no es real pero a la vez no puede verse más real; la primera vez en que los efectos especiales —los dinosaurios, en este caso— dejaron de verse como trucos atados con alambre que dependían de la buena voluntad del espectador. O viajar a entrevistar a Scorsese y que me reciba diciendo que pocos días atrás vio La casa del ángel de Torre Nilsson. O que Daniel Day-Lewis me pregunte cómo le está yendo a Boca en el campeonato. O provocar en Julia Roberts una de esas carcajadas infecciosas que son parte de su marca de fábrica. O, en el apuro por llegar a una proyección durante el Festival de Venecia, frenar justo a tiempo para no sentar de culo a Michelle Pfeiffer en plena calle.
El mundo del espectáculo
Dejemos las anécdotas y regresemos a la sala oscura. Que habrá generado también en la mayoría de ustedes, imagino, recuerdos equivalentes a los míos. Pero lo sustancial es lo que nadie recuerda, las marcas profundas que las pelis nos dejaron sin que lo advirtiésemos. Por ejemplo: todo lo que incorporamos sobre los rituales de cortejo lo tomamos del cine. Cada generación eligió sus modelos: la forma de hablar de Bogart, la agresividad de Brando, la postura contrahecha de Dean, los ojitos entrecerrados de Gere, el brillo malicioso en la mirada de Pitt. (Otro tanto podría detallar respecto de las chicas: la inteligencia de Bacall, la pretendida inocencia de Marilyn, el encanto de Audrey Hepburn...)
Lauren Bacall y Bogart en "Tener y no tener": cómo seducir... y ser seducidx
Pero el cine hizo mucho más que moldearnos socialmente. También —por ejemplo— nos mostró en qué consiste la rebeldía política: cómo debe sonar un discurso encendido, cuál es la apostura propia de un insurgente. (Lawrence de Arabia enfatiza que T. E. Lawrence comprende la importancia de fraguar una imagen icónica cuando se descubre ante la mirada de un periodista, el personaje que David Lean creó a partir del cronista Lowell Thomas y el cameraman Harry Chase.) Y también nos enseñó cuáles son las potenciales consecuencias de desafiar al poder. Yo era chiquito cuando la vi por tele (o sea en blanco y negro, con cortes publicitarios), pero sigo sin olvidarme del final de ¡Viva Zapata!
El cine modificó nuestros sueños y fantasías. No sé cómo imaginaban las generaciones previas a la invención de los Lumière (presumo que la pintura, la escultura y el teatro dejaban su marca, aunque en sectores acotados de las sociedades de su tiempo), pero desde que el cine es cine toda la imaginería que nuestros cerebros producen está filtrada por las figuritas que las pelis crearon y se ven casi al unísono en el mundo entero. Son nuestro barro primordial, la masilla a partir de la cual damos vida a todo lo que nuestras mentes "ven", y a la vez el filtro que condiciona lo que nuestros ojos perciben en la realidad: interpretamos lo que ocurre, y nos ocurre, desde el marco virtual que nos proveyó el cine. ¿Cuántxs de nosotrxs hemos valorado instancias cruciales de la vida tan sólo porque estaban, o no, a la altura del adjetivo cinematográfico? Cierto beso habrá sido memorable en tanto haya parecido formar parte de una peli; cierta reacción ante una circunstancia comprometida se considerará adecuada en la medida que haya dado la talla —por su resolución, por la frase que acudió a nuestros labios, por la forma en que salimos de cuadro— de una escena que recordamos. Si hasta medimos la performance sexual según los parámetros de cierto subgénero que haríamos mal en menospreciar...
Las que se criaron con el cine como entretenimiento fueron las primeras generaciones, pero no las últimas, que empezaron a pensar y a asociar tanto a partir de imágenes como del lenguaje oral y escrito. Y los pibitos de ahora, ni les cuento. Procesan imágenes a velocidad supersónica y eso no parece atentar contra su verbosidad, sino al contrario: si tuviese que juzgar a partir de mi experiencia de padre, esto los vuelve todavía más locuaces y creativos a la hora de articular pensamientos.
Con lo cual quiero subrayar este extraño privilegio del que hemos gozado, tal vez sin merecerlo: nos tocó la suerte de ser coetáneos del cine y sus derivados en materia de narrativa audiovisual, lo cual nos abrió a experiencias inéditas en el arte popular e, inevitablemente, enriqueció nuestros modos de ser-en-el-mundo. La herramienta del cine erigió una catedral virtual a lo mejor del espíritu humano, condensó en imágenes, palabras y sonidos aquellas virtudes a cuya altura nos gustaría vivir, aunque no logremos más que rozarlas ocasionalmente. Por supuesto, no faltan los puristas que dicen que el cine ya fue y desprecian las series, los videojuegos, la animación digital y demás formatos en ebullición. Pero yo no consigo ser tan conservador, ni aún queriendo.
El trailer de "Strangers On A Train", de Alfred Hitchcock.
Sigo amando la oscuridad de una sala y la compañía de un publico sensible, pero si las historias están bien contadas no le hago asco ni a la tele, ni a la computadora ni al teléfono. No puedo olvidar que era muy chico cuando pesqué una peli empezada que desplazó el juego en que estaba embarcado y me encadenó a la pantalla de la tele. Aun a pesar del doblaje, la imagen lluviosa y las tandas publicitarias, ese montaje paralelo entre un partido de tenis jugado por un tipo que se sabe vigilado y lo que le ocurre a un segundo tipo al que se le cae un encendedor en plena calle y debe recuperarlo de la alcantarilla, me sometió a un suspenso intolerable. Por ese entonces yo no había oído hablar de Hitchcock, pero con el tiempo entendí que esa peli era Strangers On A Train; y que a pesar de que las condiciones distaban de ser ideales, la maestría del cineasta se había impuesto a las limitaciones del medio que reproducía su obra.
Ya no existen las pastillas Volpi, pero en algunas salas podés comprar una botellita de champagne. Así como en la vida misma, el pasado te arrebata cosas pero el presente ofrece nuevas que sería tonto no aprovechar.
La belleza es de quien la ama
Pocas formas son tan plásticas como la narrativa audiovisual a la hora de adaptarse a las mejoras tecnológicas. El soporte libro no ha variado mucho en siglos, pero el cine no paró nunca de incorporar innovaciones: el sonido, el color, los formatos más variados, su exhibición, su distribución, las cámaras, los métodos de posproducción... Más allá de los dispositivos electrónicos, el libro sigue dependiendo del papel. Pero el cine ya ni siquiera usa lo que se consideraba su materia primordial, el celuloide: ahora todo es información digital. (Lo cual a menudo permite que también deje de ser imprescindible esa otra materia que siempre le había sido esencial: la luz, desde que puede creársela virtuamente, a partir de los ceros y unos de las computadoras.)
No faltará quien esté pensando: Sí, todo muy lindo respecto del cine, pero está en manos de las corporaciones. Así es en efecto, en buena medida. Todo emprendimiento humano que haya sido coronado por una dosis equis de éxito ha sido cortejado, comprado o conquistado por corporaciones: el trabajo, la religión, la guerra, la alimentación, el deporte, las formas de gobierno, la tecnología, la ley y por supuesto el arte. Y aquello que no pudo ser corporativizado se lo institucionalizó, como el amor, la educación, la política y la familia. Pero a pesar de que casi no quedan áreas de la existencia libres del influjo de la corporación tal o cual, conservamos nuestra independencia como individuos y la capacidad de discriminar. Mientras el resultado sean películas como El ciudadano o E. T., el hecho de que hayan sido producidas por corporaciones me tiene sin cuidado.
Cómo enganchar casi sin palabras: el sublime arranque de "El Ciudadano".
Lo cual no quita que las condiciones de producción sean un tema digno de ser considerado, problematizado y batallado. Hace un par de semanas Netflix —que es la última de las novedades en materia de financiación y distribución de narrativa audiovisual— estrenó una peli que se llama High Flying Bird. Su director es Steven Soderbergh, aquel que saltó a la fama con Sexo, mentiras, y video y desarrolló una trayectoria notable con pelis como Out of Sight, Erin Brockovich, Traffic, Ocean's Eleven y el díptico Che. (Sobre el quetejedi, obviamente.) Esta peli nueva parece no tener nada que ver con el tema —cuenta de un manager de jugadores de basket, que lidia con un parate en la actividad que lo tiene a mal traer—, pero para mí es una peli sobre el cine.
El protagonista (André Holland) es un profesional del negocio deportivo, pero no olvida que se metió en eso porque le apasiona el deporte. Y enfrentado a una suerte de lockout patronal, por culpa de los dueños de los equipos y su deseo de sacarle más dinero a las televisoras para transmitir los partidos, arma una estratagema para forzarlos a volver al ruedo y hacer posible que se vuelva a jugar, a crear la belleza inapelable que se produce entre esos dos aros de metal. Para mí ese es Soderbergh diciendo: Ustedes pueden hacer que todo gire en torno a sus ganancias, pero yo no voy a someterme mansamente a sus designios. Y eso es lo que está haciendo, en los últimos años: filmando lo que quiere, y como quiere, en los márgenes del sistema del que supo ser estrella. High Flying Bird costó menos que una peli argentina amañada por Suar.
Las corporaciones pueden condicionar el juego, pero no impedirlo. Los esclavos del dinero no imaginan más que números, no crean otra cosa que cifras y los emociona tan sólo el poder que deriva de su cuenta bancaria. Hay una canción del Indio Solari que dice: La belleza atrae / a malvados / más que a cualquier cosa. Y yo creo que hay cierta verdad allí; que pueden reconocer la belleza y codiciarla, pero no pueden generarla. Por eso acumulan guita para comprarla y hasta controlarla, pero el cine —y la narrativa en todas sus formas— son nuestros, porque como le oí decir al Indio y se me quedó grabado, la belleza es de quien la ama. No de quien la financia o la compra: de quien la ama.
La popularización de ciertas tecnologías juega a nuestro favor. Ya existen maravillosas pelis grabadas con celulares. Cualquiera puede subir un film a plataformas como Vimeo. En este país, sin ir más lejos, Favio filmó lo que soñaba filmar con el presupuesto que pudo agenciarse en cada momento (redefiniendo, dicho sea de paso, nuestra forma de pensar y de ser en esta cultura) y hoy filman poetas como César González.
A veces me pregunto si será verdad que en la proximidad de la muerte uno produce un flashback que repasa momentos esenciales de la existencia; y me cuestiono si, de ser así la cosa, nos limitaremos a las imágenes de las que fuimos protagonistas o testigos o las mecharemos con imágenes de otra factura, aquellas que se nos quedaron grabadas porque entendimos que cifraban alguna verdad profunda respecto de la existencia. Porque esa es la capacidad más excelsa del cine: comprimir en segundos de imagen y sonido las emociones más hondas y las intuiciones más profundas respecto de la vida y el universo que nos tocó en suerte. Si mi flashback fuese así mezcladito, no me extrañaría revivir fragmentos de las pelis que amé: alguna de las gracias del Arturo niño de La espada en la piedra, a Denis Lavant corriendo por París al ritmo de Modern Love de Bowie en Mala sangre (si ese correr al pedo, por pura sobrecarga energética que se impone a la muerte, no es la mejor síntesis de la juventud que dio el cine, le pega en el palo), a Gene Kelly chapaleando en Singin' In The Rain, a Liza cantando Cabaret, a Peter O'Toole llamando a la batalla en Lawrence de Arabia...
"Mauvais sang" de Leos Carax: del amor traicional al amor moderno.
No creo que el cine esté del todo ajeno a los instantes postreros de nuestra conciencia, porque además de todo lo que nos mostró y enseñó respecto del decurso de la vida, nos enseñó a morir. Eso sí, todavía no tengo claro por dónde preferiría enfilar: si por el mutis plácido de Don Corleone en el jardín, mientras juega con su nieto; el final épico y algo chinchudo de Moreira ("Con este sol..."); el momento en que el astronauta Bowman de 2001 se funde con el universo; o la despedida del androide Roy Batty en Blade Runner, que mientras se apaga reflexiona sobre las cosas maravillosas de las que fue testigo y acepta desprenderse de ellas para abrazar la muerte. Su despedida es una belleza, que escuché por primera vez en 1982 y desde entonces fui incapaz de olvidar: "Todas estas cosas se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia".
Nuestros recuerdos se desvanecerán con nosotros, pero el cine es la memoria perdurable de la humanidad: lo más parecido al Cielo que hemos podido construir.
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