Cine argentino de subsistencia

La crisis no es económica, sino cultural

 

Se les ofreció la elección: o la felicidad sin libertad o la libertad sin felicidad. Ellos, idiotas, eligieron la libertad, y por supuesto, luego  se lamentaron por siglos de tener cadenas.

Nosotros, Eugueni Zamiatin

 

I.

El apego a redes, series y videos nos vuelve sonámbulos, nos deja sin tiempo ni ganas de experiencias que nos nutran realmente. El cine, arte de masas, y usina de imaginación y reflexión comunitaria, fue reducido a mega producciones pavotas que cada día congregan menos público en salas; y quienes lo tienen por arte que interpela, quedaron relegados a festivales, cineclubes y sociedades de fomento.

Aún en este marco, salvo Estados Unidos e India, que cuentan con producción privada autosuficiente, como a cualquier industria, toda nación que decide contar con cine propio, lo protege, últimamente, grabando a las plataformas para poder mejor financiarlo.

Al igual que con lo hecho en educación y salud, rubros en los que la Argentina sentó precedentes y fue guía para otras naciones, las “fuerzas del cielo” que gobiernan hacen tabula rasa con el pasado del más cinéfilo de los países de Latinoamérica. Su recorte, o más bien apagón, lleva a que la industria del cine no pueda producir tan solo un filme, incluso la versión cinematográfica de la serie más taquillera, Los simuladores.

Como la que se palpa en el bolsillo, no es esta una crisis económica, sino cultural.

 

II.

Durante las décadas de oro de Hollywood, la Argentina tuvo la industria de cine más pujante de la región. Llegó a producir decenas de filmes al año, pero después de los ‘50 la producción fue mermando hasta que, en los ‘90, se produjeron, en un año, solo siete películas.

En esa década enaltecida por el gobierno y por jóvenes que no la vivieron, pero según TikTok –en quien en realidad confían– fue de maravilla, todo parecía perdido en materia de cine hasta que se promulgó una ley que, junto a flamantes escuelas de cine, apoyo de la crítica y una nueva generación de directores y, sobre todo, de directoras, refundó la industria.

Caetano, Gugliotta, Trapero, Arruti, Bielinsky, Krichmar Porto, Llinás, Citarella, Luis Ortega y Moguillansky. Rejtman, Piñeiro, Katz, Solnicki, Comedi, Pécora, Fontán, Casabé, Murga, Sosa y Moreno. Hubo infinidad de talentos que revivieron nuestro cine desde la ley “Pino Solanas”, como se la conoció. El Estado, que no fue pilar de financiamiento, ya que la ley previó el propio, apoyó producciones cinematográficas y televisivas, hizo posible festivales en todo el país, abrió salas y plataformas para difundir un cine premiado en todo el mundo.

Se llegó a la friolera de más de 100 películas al año, pero desde ahora “no se puede financiar películas que no ve nadie”, esgrime el gobierno, coronando una embestida contra el cine nacional que no es nueva, pero que últimamente se justifica tanto con cuentas no menos aviesas que las de un superávit ficticio cuanto con un mismo odio al Estado hoy celebrado.

Como respecto de otras áreas, el gobierno no tiene criterio económico para tomar decisiones sobre el quehacer cinematográfico. Muy buen rédito al país ha dejado el cine, que generaba más de 300.000 puestos de trabajo. Tampoco hay criterio artístico.

Convengamos que, tomando ejemplos al azar, si se midieran por criterios comerciales las primeras obras de Melville y Freud, de Schopenhauer y Aurora Venturini, que no encontraban editor ni lectores, no valdrían gran cosa. Una obra no vale por lo que vende, sino por su trascendencia, algo que nadie puede prever.

Sin Faulkner, ese escritor fracasado que no vendía un libro en sus comienzos, no hay boom latinoamericano ni su mejor discípulo (Onetti) ni su antítesis (Puig). Esta es la descendencia impensada de algunos fracasos comerciales, como impensada es la diversidad que deparan. Sin Van Gogh, no habría Tàpies, Pollock ni Berni.

Si lo importante en el cine es solo la recuperación de la inversión, nos habríamos perdido nada más ni nada menos que la obra de Carri, Perrone y Martel. Pero además de esa “santísima trinidad” de nuestro cine, sobre todo, no contaríamos con una vigorosa variedad, “la” característica distintiva del cine argentino de los últimos años.

Los filmes de Alonso, Poliak, Bellotti y Prividera, por ejemplo, cortaron muy pocos tickets. Pero sin ellos, incluso “contra ellos” –porque el arte evoluciona, también, de la colisión de estéticas y hasta de los márgenes olvidados y algún día recuperados–, no hay Szifron ni Campanella, no hay Nueve reinas ni 1985, ni tampoco Cuando acecha la maldad y Puán, últimos éxitos de taquilla y crítica del cine nacional.

Financiar sólo lo redituable es menester de una empresa, no del Estado, que de seguir tal propósito no habría creado, en este país, Ministerio de Educación, de Salud ni de Cultura.

En entrevista reciente con Aníbal Rushan, Benjamín Naishtat señala que, con su política, el gobierno ataca algo de lo cual debemos enorgullecernos, y mucho, nuestra cultura; y en particular, ataca a nuestro cine, el mejor desde la generación de Leonardo Favio.

El director de Rojo y Puán advierte que, de seguir así, el año próximo no habrá representación argentina en Cannes, Berlín, Sundance ni Venecia. Después de que el gobierno haya suprimido la cuota de pantalla –la exigencia para los cines, que existe en todo el mundo, de hacerle lugar en salas a películas nacionales–, tampoco habrá cine que nos represente dentro de nuestro país. Como lo hecho en torno a la producción nacional en otros rubros, las medidas del gobierno en torno al cine son un modo de hacerle saber al mundo, pero también a los argentinos, que donde hubo un país puede un día no quedar absolutamente nada o casi nada.

Como pilar de un gobierno que consolidó el extractivismo de nuestros recursos, pero también de nuestros talentos, entre ellos cineastas que, para subsistir, sólo trabajarán para conglomerados extranjeros y dejarán de hacer cine nacional, el Presidente Milei avisó que viene del futuro distópico. Con el triunfo de la Inteligencia Artificial al que apuesta con fe ciega, en breve no sólo no quedarán empleados públicos, sino tampoco nadie que haga cine que nos represente y mucho menos quien lo consuma.

 

III.

 

Los músicos quedaron en una orfandad mayor que la de escritores y pintores, y nosotros sin saber qué divinidad funesta nos diseminaba otra vez por la urbe, sin posibilidad del azar que nos reunía.

La cabeza de Goliat, Ezequiel Martínez Estrada

 

Cuenta Martínez Estrada que un día la banda municipal ya no tocó conciertos para “el gran público al aire libre”. Desde que “fue restándosele a la filarmonía el apoyo pecuniario oficial”, La Rural, predio donde se daban, “recuperó su exclusividad”. Huérfanos quedaron músicos y melómanos curiosos “de todos los barrios de la urbe”.

A muchos el cine nos reunió en un acto gregario que vale oro en días de anteojera digital. Quienes somos mejores gracias a un cine argentino que nos ha marcado y con el que estamos en deuda, ante un nuevo retiro “del apoyo pecuniario oficial”, hemos quedado al desamparo como la parcialidad a la que refiere Martínez Estrada.

La “divinidad funesta” que nos toca, que no es un gobierno sino un poder concentrado que ni siquiera tiene el anhelo de trascendencia del que lo precedió, el burgués, no durará por siempre. Tampoco las cadenas de esta “libertad” elegida que nos empobrece y embrutece día a día.

El cine aprenderá modos de subsistencia y resistencia del teatro y la poesía, que saben de sobrevida en los márgenes. Así como revivió tras la experiencia neoliberal de los ‘90 que lo llevó hasta casi su extinción, deberá construir las mayorías necesarias, como deberán construirse en materia de trabajo y previsión, de educación y de salud, para salir de esta repetición payasesca de la que somos responsables.

 

 

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