Juegan a "primero yo" y después a "también yo" y a "las migas para mí"
Despuntaban los '80 cuando fui a ver Pixote al cine Capitol. La peli de Babenco contaba crudamente —o no tanto, gracias a los cortes de los censores— la infancia de un pibito favelado de Sao Paulo: miseria, institucionalización, violación, drogas, violencia y muerte temprana. (Su protagonista, Fernando Ramos da Silva, fue asesinado poco después, a los 19. ¿Adivinen quién lo baleó?) Sobre el fin de la proyección, con los créditos todavía rodando, encaré la rampa hacia la salida. Y escuché a la señora a quien acababa de ceder el paso —y que aún vive en mi memoria, un cliché con dos patas: tintura rubia, bijouterie falsa, perfume en exceso— cerrar la función con un comentario que, quod erat demonstrandum, nunca pude olvidar.
—Qué cosas más terribles —dijo— que pasan en Brasil.
Desde entonces, cada vez que voy al cine a ver una película "de hondo contenido humano", recuerdo a esa mujer que me alertó sobre la capacidad de negación que caracteriza a cierta gente. Estupefacto, alcancé a decir que en Buenos Aires ocurrían cosas tan terribles como las que narraba Pixote a diez minutos del Capitol; no olvidemos que por entonces, para más inri, estábamos en plena dictadura. Pero la mujer no me oyó o se hizo la boluda. (Un deporte para el cual cierta gente tiene talento natural: genéticamente predispuesta a brillar en esa cancha, como los negros tamaño torre a destacar en la de basket.)
Cuando vemos películas que describen actos terribles —racismo, violencia de género, guerras que arrasan poblaciones civiles—, el público todo parece empatizar, vibrando al unísono con las víctimas. Pero, por culpa de esa señora, descreo desde entonces de la corrección política escenificada. Dejo la sala mirando en derredor, convencido de que la mitad de aquellos que han aplaudido el final aleccionador tardarán minutos en despreciar a un morocho o en reírse de un chiste que denigra a los judíos o en dar vuelta la cara a alguien en situación desesperada.
Existe un abismo entre la corrección política que se lleva como barba de hipster y los vicios privados. Yo conozco a gente que alberga ese abismo, presumo que también ustedes. Menos mal que son pocos, ¿no? Porque si hubiese mucha gente con esas características (veinte mil compatriotas serían algo jodido, doscientos mil ni les cuento; ahora, si hubiese dos millones...) estaríamos ante un problema serio. Grave de verdad, como esos que describen las pelis que ganan Oscars. Tan serio como el racismo sigue siéndolo en los Estados Unidos y Europa. Tan preocupante como el machismo en el mundo entero. Y que, siendo grave per se, sería aun peor si no se lo reconociese como tal, ni se lo tematizase — el proverbial elefante en el bazar.
El resentimiento social de cierta gente que anida entre nosotros —insisto: ¡menos mal que son pocos!— es tremendo. Un monstruo verdadero, del mundo real, y por ende más escalofriante que la peor de las criaturas imaginarias. Hablo de una criatura viva y actuante, que crece y se despliega por las calles como la niebla del relato de Stephen King. Que marca la temperatura de nuestra convivencia, con picos de agresividad en las esquinas donde se piden monedas, en vagones llenos en exceso, en autovías trabadas por protestas. Que se despereza en la cima de la pirámide oficial, baja la pendiente laboral causando estragos y mancilla a diario destinos concretos, torciéndolos, aplastándolos — incluso acabando con ellos.
Suerte que no hay mucha gente así. Porque, de haber muchos con ánimo semejante (dos millones serían una exageración, pero cuatro...), supondrían un signo: el portento que anuncia una catástrofe a desactivar cuanto antes para que no estalle en nuestras manos... o en las de nuestros hijos.
De Guernica a Plaza de Mayo
Está claro que el odium políticum —aquel resentimiento que los poderosos instigan a través de los medios, dividiendo el campo popular para seguir reinando sobre la divergencia— no es un fenómeno local. En el hemisferio norte se persuade a los ciudadanos de que sus problemas se deben a la inmigración, cuando los verdaderos causantes de la crisis que amenaza su status o ya los tumbó de su podio social son compatriotas más blancos que la leche. Los que se quedaron con las tierras de los campesinos de USA, condenándolos a vivir en trailers y no beber más que cerveza insípida, no fueron los negros ni los latinos ni los expatriados de Medio Oriente. Fueron los banqueros y los financistas.
El resentimiento que supura entre nosotros también tiene un target, que se cristalizó a mediados del siglo pasado: lo que podría denominarse el pueblo peronista. Una etiqueta amplia por demás, desde que también engloba a inmigrantes —bolivianos, paraguayos, africanos—, a los pueblos originarios y sus descendientes y a todo aquel que se manifieste en defensa de los intereses populares, por más que sea rubión a lo Maldonado, asistente social, intelectual, monja francesa o gorila de izquierda.
La imagen de los negros del '45 con las patas en la fuente se naturalizó. La encontramos folklórica y por eso subestimamos la afrenta que supuso para una burguesía que se creía digna, pero en exclusiva, del ascenso social. Nadie discutiría hoy los errores del primer peronismo en el poder —la imposición de cierta iconografía y de una lealtad forzada, la persecución política—, pero no hay proporción entre esas torpezas y la retaliación que sobrevino. Así como minimizamos el drama que supuso el aluvión zoológico, tomándolo por una página de nuestra picaresca, soslayamos la trágica importancia que tuvo —que debería seguir teniendo— el bombardeo sobre Plaza de Mayo. Todos nosotros conocemos el lugar, pero casi ninguno se ha tomado el esfuerzo de imaginar la circunstancia cuando pasa por allí: el zumbar de los aviones de guerra (piloteados por compatriotas, en el más ignominioso bautismo de fuego que un arma haya tenido nunca), las bombas pulverizando el corazón de Buenos Aires, el estruendo, el polvo que ciega y ahoga, los alaridos — la muerte celeste y blanca, sembrada desde el cielo.
Si no valoramos una obra que plasme ese bombardeo como el mundo valora al Guernica, no se debe a que acá no haya artistas deslumbrantes, sino a que seguimos sin dimensionar ese horror. La historiografía oficial y los medios neoliberales lo han asordinado. Muchos prefieren que se lo minimice. No sea cosa que se entienda que el objetivo no era derrocar a Perón, cosa que podría haberse logrado de modo más económico, sino castigar al pueblo en su conjunto: a aquel que había apoyado al régimen pero también al que lo había tolerado con las narices fruncidas. Lo que se buscaba era que tronase el escarmiento, retroceder el calendario de la Historia a bombazos, devolver al pobrerío a los agujeros de los que nunca debió asomar. Fue la primera vez pero no la última: en los '70 volvieron a intentarlo, sólo que entonces se cuidaron de producir un escándalo. Saltaron de Guernica a Hiroshima, detonando una bomba que en este caso, además de nuclear, había sido diseñada para asesinar en silencio.
De allí en adelante mejoraron su tecnología. Ahora matan, mutilan y acobardan mediante bombas económicas, mientras los medios aturden, provocan dispersión y fabrican muletillas que suplantan el pensamiento individual.
Menos mal que la gente que sucumbe a esa prédica no es mucha, ¿no?
Los aristogatos
Aquellos que somos blanco de ese resentimiento no hicimos nada para perjudicar a los resentidos, más allá de seguir trabajando, decir lo que pensamos, votar cada dos años y salir a la calle cada vez que un reclamo nos parece justo. No se trata de que, en lo que va de este siglo, hayamos tratado de instaurar un régimen stalinista ni de limitar las libertades individuales. (En materia de causas dignas de una revuelta, la regulación de la venta de dólares no califica a la altura del régimen de Batista. Nadie pintará nunca a la República conduciendo al pueblo, mientras agita una bandera verde con la cara de Washington.)
El resentimiento es hijo de la imagen distorsionada que esta gente —poca, gracias a Dios— tiene de sí misma. A pesar de que la Nación fue fundada por plebeyos (¡o quizás por esa misma razón!), lo que se forjó a golpes desde el comienzo, martillando sobre el hierro candente, fue un ánimus aristocrático. La Argentina era formalmente un crisol de razas, pero en la estructura que se idealizaba por debajo de la profesión de fe republicana (que prefiguró el orden del que Orwell se mofaría en Animal Farm), algunas razas eran más iguales que otras. La meritocracia original era más bien hereditaria: dependía de la pertenencia a ciertas familias criollas o la descendencia de pueblos europeos. Se aspiraba a un status por mera portación de apellido o claridad de ojos y piel, aun cuando esto supusiese ocultar que la inmigración que recogimos distaba de ser la crème de la crème. No recibimos protestantes parcos y obsesivos sino pobretes católicos poco calificados: lo que la Europa rica sigue considerando aún la escoria del sur.
Desde entonces, generación tras generación de un mismo sector social (del que provengo, más allá de que mis elecciones me desclasen) se moldeó a la luz de la falacia que está en la raíz de todos sus sinsabores. Cierta gente que conozco interpreta su vida a la luz de la dicotomía nietzscheana: se ve como apolínea, la vera encarnación de la belleza estética, de lo elevado, de lo racional; en tanto considera a la turba peronista como dionisíaca, representante de lo más rastrero en materia terrenal, el descontrol hecho carne, la sensualidad desatada — la molicie misma, refractaria por naturaleza a garrar la pala.
Como toda simplificación, esta es propensa a generar equívocos. Ni la clase media se conforma al prototipo del trabajador abnegado —el chanta, nuestro pícaro por antonomasia, es claramente un clasemediero de origen italiano o español; los trabajos que desempeñan son más bien white collar, mucho sello y oficina que no es precisamente lo mismo que picar piedra o recoger basura— ni el peroncho es un vago planero. Si lo que denominamos de modo genérico el pueblo peronista no trabajase, nuestras ciudades dejarían de funcionar.
Pero aunque la realidad la desmienta (¿será por eso que le tiene tan poco afecto?), cierta gente se aferra a una noción de la dignidad que no puede ser más sesgada: a su juicio, todo lo que posee es consecuencia de su esfuerzo personal, se considera digna de ese bienestar y de mucho más; mientras que las pocas cosas que el cabeza tiene (de las que disfruta de un modo que otros mejor educados, por neuróticos, desconocen), le han llegado inmerecidamente por obra de un Estado que —the horror, the horror— les regala parte de lo que recauda mediante impuestos; y por eso sería indigno de todo bienestar.
Soy consciente de que lo que describo suena a la vez elemental y exagerado, propio del trazo grueso de un sainete. Pero también sé que no hay que rascar mucho para que salte el esmalte que recubre a cierta gente bienpensante y quede a la vista su Weltanschauung aristocrática, la convicción de que algunos ciudadanos serían más ciudadanos que otros. Por eso su profesión de fe republicana es tan trucha: toleran el sistema siempre y cuando no consideren que privilegia a ciudadanos indignos de semejante atención. Tan pronto sienten que se (mal)gasta dinero en recursos que consideran merecer más y mejor, son capaces de hacer la vista gorda mientras el gobierno de turno viola la Constitución delante de sus narices.
Pertenecer, ¿tiene sus privilegios?
La imagen distorsionada que cierta gente tiene de sí y del país que les tocó en (des)gracia los tortura a diario. Cada vez que pisan la calle, se enfrentan a la evidencia de que nada es como les dijeron que sería. Cuando los turistas comentan, sorprendidos, cuán morochos somos en términos generales —cuántos marrones circulamos por las calles—, sufren como vírgenes. Cuando estudios científicos prueban que la mayoría de los argentinos tenemos sangre negra o indígena, fingen que la noticia no entró en su disco rígido. Cuando los colegas del extranjero expresan su desconcierto porque, siendo un enclave europeo en América, no toleramos el aborto, arguyen que nuestra sofisticación pasa por otro lado o que las pro-abortistas son Caballo de Troya de la oposición.
El infundio de que su genética está más próxima a la de un mascador de coca que a la del príncipe Harry los angustia. Sienten que han sido víctimas de una broma del destino, un duende burlón que los arrojó a la periferia del mundo, donde sólo pueden sentirse mejores que poca gente. (Cuando viajan a las playas del norte de Latinoamérica y visitan a colegas y amigos, aprecian que el servicio doméstico todavía use uniforme — pero claro, no se lo comentan a cualquiera.)
Odian al peronismo visceralmente, con intensidad pre-verbal, porque sienten que interfirió el orden "natural" de las cosas, inclinando la cancha hacia aquellos que no merecían la atención del Estado. (Que por cierto, a nadie ha subvencionado de forma más sostenida que a ciertas clases medias.) Para ellos el populismo es aguafiestas, les caga el privilegio de pertenecer: el televisor del que se fardaban pierde lustre si la shiksa que limpia se compra un modelo igual.
Pero a pesar de que no pasa un día sin que sobreactúen flema y refinamiento, son los primeros en vulnerar cuanta norma se les cruce: semáforos y señales de tránsito, el orden de la fila, el pago de impuestos, la orden de no levantarse hasta que el piloto lo permita. Son maestros en el arte del acomodo, licenciados en ventajitas. Viven contando puntos y cupones para canjearlos por un upgrade de la vida, que en el mejor de los casos obtienen raspando. Pero no sienten que estén haciendo nada incorrecto, desde que los habilita la excepción que creen encarnar: ¿qué sentido tendría ser parte de la elite, si hubiese que someterse a las normas creadas para contener a la masa anárquica e inculta?
Menos mal que —uf— son pocos. Porque si fuesen más, otra que The Walking Dead.
El odio después del odio
Compré mi ejemplar de Operación masacre en el '84. Venía con yapa: la Carta de un escritor a la Junta Militar y un fragmento del guión de la adaptación que hizo Jorge Cedrón. Como a esa altura todavía no había visto la película, leí el texto en off que allí se pone en boca de Julio Troxler. (Que se había salvado en el '56, pero a quien terminaron embocando en los '70.) Me impresionó que Troxler confesase allí un desconcierto existencial: la imposibilidad de entender "qué significaba este odio, por qué nos mataban así".
Al tiempo logré ver la peli y ahí me desconcerté yo. En la copia que llegó a mis manos —la misma que está en YouTube—, Troxler recita el texto que reproduce el libro... a excepción de la frase que me había impresionado. No está. No figura. Llevo tiempo preguntándome si no llegó a grabarse o simplemente la cortaron, y por qué. (¿Lo sabrá tal vez Lucía Cedrón? ¿O el Tata?) En el interín usé la frase en un pasaje de mi novela sobre Walsh, El negro corazón del crimen. Allí es una nenita, huérfana de uno de los fusilados en José León Suárez, la que le dice a Erre (RJW): ¿Por qué nos odian tanto?
¿Alguien lo sabe? Porque ese odio no es hipotético. Existía en el '56, existió en los '70 y existe ahora. La tele no se cansa de mostrar rostros crispados (cómo: ¿no éramos nosotros, los crispados?), gente que fabrica ataúdes y cadalsos de utilería y los saca a pasear, que se transfigura mientras grita yegua puta y desea la muerte sin filtro alguno. Expresan un nivel de agresión que traspasa la pantalla e impacta en el alma, aunque sea con delay. Esa gente no se contenta con que perdamos las elecciones: para sentirse plena demanda que suframos. Si te pega la cana o te rajan del trabajo, montan surprise party en las redes.
¿Y nosotros? ¿Odiamos, nosotros? Nah. Siempre recuerdo algo que le oí decir a Daniel Santoro El Bueno (o sea, el artista): que el pueblo peronista está por el disfrute, y es feliz —se conforma— con la posibilidad de hacer el asado ocasional y tomarse vacaciones acá nomás, en compañía de la familia. En este país nadie combate al capital, por más que la marchita nos mande a la batalla. Con el capital estaría todo bien, siempre y cuando se lo redistribuyese de un modo menos turro.
Pero también existe otra gente, que no se conforma con nada: entre esa gente hay quienes odian, sí. Y lo expresan desembozadamente, como si fuese una emoción legítima en respuesta a razones objetivas. Y mueven a preguntarse qué harían si tuviesen vía libre para la violencia, o ante una represión como la de los '70. (Ya ha habido respuestas, aunque pocos las pusieron en contexto y expresaron la necesaria alarma. Más allá de los Chocobar, que encarnan la violencia oficial, también ocurren linchamientos. Turbas civiles que reescriben, o intentan reescribir, la Ley del Talión que aun siendo salvaje observaba proporción: acá no es un ojo por un ojo, es una vida por un celular.)
La frase que Troxler sí dice en la película poco más adelante define ese odio como el de los explotadores por los explotados. Pero esa frase suena incompleta, al menos hoy. Al odio de los explotadores hay que agregarle otro, nada menor: el odio de los explotados por los más explotados. O quizás sea mejor esta formulación, un tanto más precisa: el odio de (los que no saben que son, o fingen no ser) los explotados, por los todavía más explotados.
La banda que disparaba torcido
Cierta gente que conozco detesta a nuestro pueblo, porque le recuerda que nunca seremos París; porque aun cuando la pasa como el culo, es un pueblo que se las arregla para disfrutar igual; porque nada lo convence de dejar de ser leal a quienes lo bientrataron; porque puede dar razón de esa lealtad en términos simples y concretos, a diferencia de los que defienden a chetos garcas —los escorpiones de la fábula— con slogans fláccidos que huelen a impotencia; porque intuye que la dicotomía nietzscheana no supone oposición sino complementariedad (hay algo de apolíneo y de dionisíaco en todos, en proporción variable) y que por ende, por más asco que les dé y por mucho que nieguen el espejo que ofrecemos, ellos también son nosotros; porque les da bronca que el pueblo se conforme con poco cuando para ellos nada es suficiente; porque ama a sus perros aun cuando sean de raza perro; porque aunque se sepa condenado a un final adelantado por falta de remedios, nunca pierde esa gracia capaz de hacer reír al diablo; porque piensa en términos de pé (cien pé, quinientos pé) y no pierde el sueño por culpa del dólar; porque existe, se multiplica a velocidad de conejo, se mete en cuadro y arruina el decorado por el que la wedding planner cobró a Mechis y Julianas un ojo de la cara.
Hay gente que odia, sí. Por suerte no son tantos, porque de haber muchos así (cuatro millones serían una epidemia, pero ocho...), nos obligarían a asumir que estamos jodidos y que habría que impedir que la malaria avance.
Todos conocemos a gente como esa. Les hemos hablado, incluso, haciendo gala de paciencia zen; explicado lo que pasa y lo que va a pasar con variados argumentos, cifras, datos, lógica elemental, pruebas y lecciones extraídas de la Historia, desplegando dotes didácticas que hasta hace poco no formaban parte de nuestra paleta de colores. Y casi nunca logramos nada. Mea culpa, nostrum culpa. Porque aunque nos deslomamos para ser persuasivos, pasamos por alto que, según afirma Paul Watzlawick, la comunicación humana entraña dos modalidades: la digital (o sea verbal, aquella en la que descollamos) y la analógica o no verbal — aquella que nos llevamos a marzo.
Watzlawick dice también que es difícil comunicarse cuando el código en el que transmite el mensaje fue alterado dentro del canal. Y esta gente que conozco lleva demasiado tiempo apegada a un único canal, aquel que transmiten los medios de lo que Walsh llamaba la cadena de desinformación. Un lenguaje que combina odio, fake news y prejuicio, en permutaciones casi infinitas.
Estos medios dominan el lenguaje de la furia que les quema y no terminaban de entender, hasta que les vendieron que la culpa era nuestra. Por eso hay que encontrar un código nuevo, que hable el lenguaje de su dolor —la frustración de haber vivido engañados, ladrándole al árbol que no era, hasta que descubrieron que la gente común había sido más lista que ellos— al tiempo que desarrollamos la modalidad analógica, o sea no verbal; nuestro cuerpo y nuestras acciones tienen que transmitir que no los odiamos, que ni siquiera los consideramos adversarios sino eventuales aliados, a los que convocamos a diario y esperaremos lo que haga falta. Porque somos nosotros los que asumimos la política como una herramienta al servicio del Otro, ¿o no? Y después de aquellos Otros que están en emergencia real —los que no comen, los que no pueden curarse, los que quieren aprender y trabajar y no los dejan—, ¿qué otro Otro nos necesita más que cierta gente que conozco?
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