Chicha Mariani, hasta el último minuto
La lucha sin final de una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo
Cuando atacaron la casa de la calle 30 de La Plata, aquel 24 de noviembre de 1976, Isabel Chorobick de Mariani estaba esperando en su casa que le trajeran a Clara Anahí, para quien tejía una batita. Había venido apresuradamente del colegio donde daba clases de Bellas Artes, para esperar a su nuera Diana y su nieta que tenía tres meses. “Pasó una hora, dos, tres…cuatro horas, hasta que cesó el ataque, que yo veía porque estaba más o menos a quince, veinte cuadras del lugar. Yo oía que era para el lado de la casa de mi hijo, pero no me imaginé nunca que fuera allí”, señaló.
Diana había hablado con Chicha la noche anterior para decirle que su hijo Daniel Mariani se iba a Buenos Aires al día siguiente para hacer un trato con un hotel de Bariloche que le iba a comprar la producción de conservas que estaban haciendo. Chicha sabía que él estaba en Buenos Aires, pero Diana tenía que venir a su casa y esa era su desesperación. No llegó a saber lo que había pasado y se enteró cuando la madre de Chicha la llamó en forma urgente diciéndole que su padre, “un polaco tan fuerte que nunca se enfermaba”, según describió, se había descompuesto y eso era evidencia suficiente para pensar que algo malo pasaba. Así fue que Chicha dejó una carta arriba de la chimenea de su casa para su hijo y Diana expresándole que se iba a la casa de su padre y que ellos fueran o le avisaran si todo estaba bien. En la casa de su papá no pudo enterarse de nada. Fue a través de radio Colonia que descubrió lo sucedido.
Sin perder tiempo fue hasta su casa de 44 y 21 y cuando el taxi se acercaba notó que había mucha gente en la puerta. Decidió no bajar ahí, lo hizo en la casa de una amiga que la acompañó hasta su hogar donde estaban todos los vecinos muy preocupados porque esa misma noche se había realizado un ataque de las Fuerzas Armadas. “Ellos creían que yo estaba muerta adentro, porque habían tirado tiros, oyeron cosas horribles, robaron todo, cargaron todo en los camiones del Ejército. Al verme llegar se sintieron bien y me acompañaron”, recordó. “En la puerta había un cable pelado atravesando el umbral. Si no me hubieran alertado los vecinos, me habría electrocutado”.
Chicha fue con su consuegro a la comisaría Quinta, donde les dijeron que no iban a entregarles los cadáveres. Preguntaron por la beba y les respondieron muy asombrados que en la casa no había ninguna nena. Sus consuegros iniciaron una búsqueda por intermedio del rector de la Universidad de La Plata. Lo que hicieron fue ir a preguntarle al jefe de la policía de la provincia de Buenos Aires, Ramón Camps. Él les informó que su nieta había muerto. Dieron por cierta la versión. Chicha aguardaba en casa de sus consuegros porque no se atrevía a ir a la casa de sus padres a llevarles esa angustia. “En cuanto pude ponerme sobre mis propios pies me fui a la casa de mis padres, me instalé allí, porque mi casa no podía ser habitada después del desastre que habían hecho. Mi marido estaba en Europa, venía y no quería que viera el desastre, el metro de alto de escombros, todo destruido. Entonces venía a mi casa a limpiar de a poco”, señaló.
El nacimiento de Abuelas
“Finalmente me habló una amiga mientas levantaba los escombros en la casa, diciéndome que tenía noticias, que mi nieta estaba viva y que fuera a verla a ella a escondidas. Me dijo que en la comisaría Quinta el comisario les había dicho que estaba viva”, palabras que fueron una inyección y determinaron la reactivación de la búsqueda. “Me fui para allá. Creo que fue donde corrí más riesgo en mi vida, porque estuve a dos metros del campo de concentración de la quinta, porque me hicieron pasar, sacaron a todo el mundo y me hicieron pasar a mí. Me podían haber hecho pasar al campo de concentración, me podían haber matado… No lo hicieron. Y dijo el comisario que lo iba a negar siempre, pero que la nena estaba viva y que la buscara. Eso me permitió no dejarme morir. Además mi hijo estaba vivo y con la ayuda de él me encaminé en los primeros pasos de búsqueda de Clara Anahí”. Pasos que la llevarían a transformar su vida en una búsqueda incansable hasta su muerte.
A su hijo lo mataron el primero de agosto de 1977. Otro dolor terrible. No le entregaron el cadáver. Supo lo que habían hecho con él seis años después. Pero ese dolor no detuvo la búsqueda de su nieta. Una asesora de menores, la abogada Lidia Pegenaute, le informó de la existencia de una abuela y de otra que venía de Buenos Aires con el mismo problema que el de ella, con la hija embarazada que había sido secuestrada. “Pedí la dirección y fui a lo de Alicia Zubasnabar de De la Cuadra”, quien junto con Chicha y otras doce sería fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo. “Me explicó que había otras madres que estaban en distintos Organismos de Derechos Humanos, pero buscaban sus nietas o nietos que habrían nacido en cautiverio. Hasta entonces la única que estaba nacida era la mía. Hablamos muchísimo y decidimos que juntas íbamos a trabajar mejor y nos iban a recibir en todos lados”. El grupo se reunió por primera vez en Buenos Aires el 21 de noviembre de 1977, en ocasión de la visita de Cyrus Vance, el Secretario de Estado del presidente norteamericano Jimmy Carter.
“A partir de ahí nos pusimos el nombre de Abuelas Argentinas con Nietitos Desaparecidos, porque pensábamos que en otros países latinoamericanos también habría desaparición de niños. Las Madres reclamaban por sus hijos y nosotras teníamos que investigar y buscar donde fuere, dónde habían ido a parar nuestros nietos. Era muy distinta la tarea”.
Como concurrían a la Plaza, “tuvimos el nombre de Abuelas de Plaza de Mayo. Sabíamos que ya eran cientos de niños apropiados. Fuimos dándonos cuenta de la magnitud de la búsqueda que teníamos por delante, porque era buscar en la nada, además de la nada, cubierto todo de mentira y caminos falsos. Hicimos conexiones con todo el mundo. Nos apoyaron muchísimo el Consejo Mundial de Iglesias, la Asociación de Mujeres Católicas de Canadá, todo lo contrario de lo que recibíamos de la Iglesia Católica. Nosotros nunca tuvimos una respuesta escrita del Papa. Los Obispos nos han mentido mucho. Nos han ocultado información. Lo he dicho siempre, me lo han dicho en la cara. Monseñor Monte, era el Obispo auxiliar cuando estaba Monseñor Plaza acá en La Plata, me dijo, que no buscara más a mi nieta, que estaba bien donde estaba, que dejara de molestar”.
Chicha se refirió a cómo se organizaban, de dónde venía ese trabajo minucioso, metódico que aplicaban y que tanto sirvió. “Yo tenía por suerte la formación. Fui jefa de departamento de estética de un colegio de La Plata. Me acostumbré a trabajar en orden y con cuidado y lo apliqué en todos los primeros tiempos de Abuelas”, dijo y enumeró “hacer memoria, balances, juntar toda la documentación. Hay muchos organismos que los primeros tiempos no guardaban nada, porque claro, uno esperaba que ese tiempo se terminaba ahí”.
La importancia de la identidad
El dolor profundo que atravesaba a esa mujer venía cargado de interrogantes. “Ciudadanos argentinos que están por ahí con la identidad cambiada y que nadie se preocupa por buscar y encontrarlos para restituirles la identidad. Solamente la familia. Llegar a ese convencimiento a esta edad te llena de profunda tristeza. Los argentinos tenemos incorporada la expropiación de niños desde la colonia, desde cuando le quitaban los chicos a los indios para esclavos y después los terratenientes para peones. El hombre del quiosco de la esquina de mi casa me decía: ‘No la busque, señora, seguro que está bien. ¡Viva la vida!’ Eso equivale a una puñalada en pleno corazón. Y la gente no entiende el valor de la identidad, de la familia. No es un ente, un muñeco que se regala, se vende o se usa”, remarcaba. “Descubrimos con el tiempo que aquellas que trabajamos activamente, estábamos más sanas y más enteras que las que estaban en su casa esperando. Nos sentíamos más jóvenes porque había que encontrar a los chicos y no queríamos que nos encontraran unas ancianas decrépitas sino las abuelas que ellos hubieran querido tener. Hemos luchado por mantenernos activas y no nos daba el tiempo ni para envejecer ni para llorar. Muchas veces alguna se ponía a llorar y las demás decían: ‘No es tiempo, hay que trabajar’”.
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