El gobierno privilegia satisfacer sus intereses en vez de la dignidad de las personas
Mi escuela primaria estaba en la frontera entre la ciudad y el campo. No era una escuela urbana pero no era tampoco una escuela rural. Las maestras llegaban desde el pueblo y algunos de los chicos venían de los campos cercanos que ya empezaban a menos de trescientos metros, siguiendo a los silos, la cancha de fútbol y el paso a nivel. La calle ancha recorría tres kilómetros entre chacras y casas sueltas para llegar al pueblo. Cuando en los inviernos del secundario teníamos que andarla a pie o en bicicleta, el frío de la escarcha nos dolía en las orejas y si la lluvia descargaba fuerte esa era una inmensa avenida de agua y barro. El nuevo edificio de la escuela al que nos trasladamos a fines de los cincuenta tenía un diseño sencillo pero vanguardista que lo hacía destacarse en el epicentro del caserío ferroviario, y sin embargo la modernidad de esa arquitectura se amalgamaba con un tradicional palenque al pie de la entrada.
Aquella escuela y el barrio marcaron mi identidad con sus vivencias de igualdad e integración en la diversidad de cada uno de los chicos y las familias. En esa época, el nombre y apellido de cada uno nos dejaba ver todo un mundo con sólo nombrarlos. Todavía recuerdo el territorio barrial por los apellidos que daban nombre a cada casa. Saliendo de la escuela hacia el tambo de Tomás, por la calle de este lado de las vías, la más poblada, los Farías, Seijas, Marcos, José, Aguirre, Romero, Larrea, Eberle, Ramirez, Vicente, Carricajo, Miranda/Anzorena, Teiserskis, Caravaca, Nisoboy y Rodriguez, estos ya en el final marcado por el cruce del paso a nivel. Volviendo hacia la escuela por la calle paralela los Aznar, López, Alvarez, Lodowski, Flores, Madsen, Soler, Díaz, Acosta, Barizone, Bauer, Verón, Coronel, Martínez, Landriel, Huertas y Angelone.
De la escuela hacia el campo en el que los Aguilar cuidaban los petisos de polo frente al paso a nivel de la otra punta, estaban los Balladares, Chío, Nista, Tenzi, Terrarosa y Belfiglio, antes de la casa-dormitorio de los ferroviarios en tránsito. Del otro lado de las vías, pasando el embarcadero, los Borsella en el borde con la Villa Belgrano, la más pobre, de la que llegaban varios chicos, y después los Guallán, Bonafini, Alebuena, Luque y otro Carricajo, para seguir con los Díaz que cuidaban de los silos. Más allá el horno de ladrillos, más lejos el matadero, y después el puro campo de trigo y girasoles.
Habrán faltado unos pocos en este recuerdo al paso, pero lo que se entenderá es que en el encuentro cotidiano del vivir barrial de cada uno de los integrantes de cada una de esas familias, el trabajo y la escuela de los hijos hacían una comunidad de vida en la que cada uno tenía el valor único de ser quienes eran. Unos eran maquinistas, otros foguistas, otros guardas, otros revisores, uno el jefe de la estación, otro el dueño del almacén de ramos generales que abastecía a todos, se lavaba la cara muy temprano con el agua fría de la bomba en las mañanas y a veces me llevaba en el charré cuando iba al pueblo a buscar el pan fresco y el panadero me dejaba comer de los recortes que quedaban después que hacía los caramelos. Alguno manejaba el telégrafo, otro arreglaba las radios, otro era albañil, otro peón de campo, otro el único socialista del barrio —que nos pagaba unos centavos por cada sobre que llenábamos para las elecciones—, y otro nos vendía la leche que íbamos a buscar en botellas de vidrio verde oscuro que al día siguiente aparecían en la heladera a kerosén con un tapón de crema espesa con la que mi madre hacía manteca.
En ese aprendizaje de vida sobre la participación y la solidaridad, la libertad y la responsabilidad, en el que también aprendimos de la sexualidad y la violencia, de la enfermedad y la discriminación, de la miseria de los crotos y de la pobreza nuestra y de los otros; en la biblioteca donada por la Unión Ferroviaria que ocupaba uno de los tres espacios principales de la escuela, pude ampliar el universo conocido en el centenar de libros que había en casa. Aquella fue una experiencia deslumbrante para mi vocación de estudios y por ella pasaba casi todos los días. Por eso es que recuerdo bien al Plan Conintes, que nos dejó sin leer porque la biblioteca se hizo entonces cobijo de los soldados de Frondizi con quienes los pibes pudimos ver por primera vez una ametralladora de pie con su ristra de balas que entonces no sabíamos habían ido a reprimir las protestas del terrorismo de nuestros viejos.
Muchos años después, en noviembre de 2009, fui a la celebración de los cien años de la escuela. Allí me encontré con algunos de mis compañeros y con varios de los vecinos del barrio. Pero allí también estaba mi maestra de primero inferior, nacida en uno de los campos que rodeaban a la escuela. Ella había sido para mí una suerte de mamá complementaria con quien sostuve un vínculo entrañable hasta su muerte. Por eso mi vida debe a mis padres y a mis maestros. Cada uno de los chicos que fuimos juntos a aquella escuela, luego hizo su propia vida, pero para todos nosotros esos años de vida fundaron las bases de lo que llegaríamos a construir a partir de entonces. Esa escuela y sus maestras —como todos los maestros y maestras lo hacen— nos enseñaron a empezar a dar forma a la vida de cada uno de nosotros en un espacio comunitario conjugado con las vivencias del territorio, la familia y el trabajo.
¡Sí, se puede!
Ahora el gobierno de María Eugenia Vidal anunció el cierre en la provincia de Buenos Aires de 39 escuelas (cuyo número después se dijo que era mayor) entre rurales y de las islas del Delta de San Fernando. Frente a los reclamos de la comunidad educativa y de los padres, el ministro de Educación, Gabriel Sánchez Zinny, sostuvo que la medida se dispuso después de un estudio que mostró que había establecimientos con muy baja matrícula, y con el objetivo de fortalecer las escuelas y la calidad educativa.
Cuatro jardines y cuatro escuelas primarias del Delta, que tenían matrículas de entre 5 y 18 alumnos cada uno, serían cerrados y sus alumnos reagrupados en otras con matrícula mayor. El recorte también alcanzaría a escuelas rurales de Punta Indio, Bragado, Pehuajó, Bolívar, Lincoln, Junín, Chivilcoy, General Viamonte, Chascomús, Coronel Pringles, Tres Arroyos, Adolfo Alsina, y mi pueblo, Coronel Suárez. El padre de uno de los chicos a ser reagrupado en el Delta, dijo: “Se violan los derechos de los chicos como si nada; los mueven como si fueran paquetes. Esto va a afectar a toda la comunidad del arroyo Caracoles, ya que la escuela es el único lugar de socialización de la comunidad, es lo único que nos queda”.
Este problema del acceso al derecho a la educación en términos territoriales no es un problema nuevo. El crecimiento urbano y el despoblamiento del campo es un fenómeno mundial de la industrialización que se aceleró en el siglo veinte mostrando una concentración creciente de los medios de producción y servicios dando lugar a una desigualdad creciente en el goce de derechos. Por eso es verdad que las tensiones de ese despoblamiento atraviesan a distintos gobiernos y a distintos países.
Sin embargo, en la España de los años '30, cuando la II República, las misiones pedagógicas de Concepción Sainz-Amor trabajaban para llevar la educación a las zonas rurales, aunque esto le valdría persecución y castigo con el triunfo del franquismo. Mucho después, entre los años 2000 y 2001, Cataluña no dejaba de poner su atención en las 103 zonas escolares rurales que coordinaban 390 escuelas y escolarizaban 11.927 alumnos, en los 13 agrupamientos funcionales entre 31 escuelas que acogían en sus aulas a 1.584 alumnos, y en las 23 escuelas rurales sin agrupar que escolarizaban a 1.334 alumnos. Pero la razón y finalidad de esa atención, a diferencia de la iniciativa bonaerense, se dirigía a descubrir los valores rurales para analizar a la escuela como parte de una visión comunitaria.
Por eso, lo que está en discusión en los casos problemáticos que se originan por esa transformación social, cultural, ecológica, productiva, y sobre todo de los valores a promover y proteger en razón de la educación, es qué análisis y respuestas políticas se proponen para ese fenómeno de las democracias liberales de las sociedades capitalistas en las que vivimos. Se trata de la cuestión de los fines de la educación que fueron primarios en Erasmo y Montaigne, en Pestalozzi y en Dewey, como hoy lo son en Nussbaum.
Pero como en la cuestión de los fines podemos guiarnos tanto por el principio de máxima utilidad que nos lleve a ser emprendedores meritocráticos, como por el principio de respeto de la dignidad que nos lleve a considerar a cada persona como un fin en sí mismo al que la educación debe ayudar en el proceso de trazar su proyecto de vida, la discusión sobre el cierre de escuelas exige aclarar qué tipo de principio y concepción de ser humano, verdad y justicia sostenemos.
En modo preliminar, y a falta de argumentos fundados en contra de ello, lo que el actual gobierno viene mostrando —incluyendo a la gobernación bonaerense con sus razones de baja matrícula y calidad educativa— es un apego al neopragmatismo y su principio de utilidad. Se trata de una visión sobre las relaciones entre ciudad y campo (y por tanto entre ciudadanos urbanos y rurales), en la cual se privilegia la efectividad de los medios para satisfacer intereses frente al respeto de las personas para satisfacer la dignidad en los fines.
Concentrar es ganancia
El fenómeno de la concentración educativa no está desvinculado de otros fenómenos de concentración por intereses económicos. En septiembre del año pasado, en la provincia de Buenos Aires, de los 11.000 tambos productores de 28 millones de litros diarios, el 28% eran productores de menos de 1.000 litros diarios y aportaban el 4.5 % del total, mientras que el 3.8% del total de tambos producían más de 10.000 litros diarios y aportaban el 21% del total de la oferta diaria. Los tambos grandes tienen hoy un costo de producción de 5.53 pesos por litro y les pagan un máximo de 6 pesos. Los tambos chicos tienen un costo de 6.67 pesos por litro y les pagan (a pérdida) un máximo de 5.63 pesos. Se impone la gran escala: los grandes ganan, los chicos pierden. Esa es la lección.
Pero si bien el cambio en la relación ciudad/campo en sus más diversos aspectos es una cuestión global, la respuesta ante ese cambio es una cuestión local. En Argentina, el plan Conintes que abrió al cierre neolibeal de ramales ferroviarios exigido por el Banco Mundial y otros organismos financieros internacionales para países en desarrollo, en orden al privilegio del automóvil, los camiones y las autopistas para el transporte, respondió a una concepción de esa relación ciudad/campo que sería profundizada por la dictadura cívico-militar del ’76, el menemismo y la Alianza. Y no olvidamos que en el año 2007, como Jefe de Gobierno entonces de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri vetó la ley que establecía una reparación para las víctimas del Plan Conintes.
Por eso hay que entender que la concentración viciosa es una marca del capitalismo salvaje en sus diversas formas. En esta visión utilitarista, el foco se dirige a un regreso hacia la propiedad latifundista de la tierra orientado a los agronegocios con su fumigación impiadosa; a la expulsión de las formas tradicionales de vida y su territorialidad (mapuches, pueblos originarios, comunidades campesinas, los indios de Milagro Sala); y a la disolución de toda forma social o cultural que represente un arraigo identitario con la territorialidad, como hoy podemos ver con la dilución educativa de la geografía humana del campo y el Delta que el destilado extracto de la concentración propietaria exige.
Esa concentración genera desigualdad, y aunque el crecimiento urbano no es malo en sí, las megalópolis como Buenos Aires o México DF muestran las desigualdades propias de un fracaso del federalismo y el desarrollo equitativo de un país. Otros países, por diversas razones por cierto, han tenido en su historia políticas orientadas a atemperar las malas consecuencias de la concentración urbana. Pero el neoliberalismo del actual gobierno representa la pulsión más desbocada de esa concentración.
Educar a un Gigante
En su discurso del 1 de marzo ante el Congreso, el Presidente asoció la igualdad educativa con la educación de calidad bajo el criterio de ayudar a las escuelas que tienen más dificultades aplicando la información obtenida de las escuelas a las que les iba mejor. Pero este razonamiento es falaz. Si observáramos a los alumnos de las escuelas de Estados Unidos a los que les va mejor, y quisiéramos aplicar las características de sus escuelas a aquellas a las que les va peor, llegaríamos a la conclusión de que sería necesario reducir al mínimo el porcentaje de alumnos negros, porque a las escuelas en las que hay mayor cantidad de alumnos negros, sin ninguna duda les va mucho peor.
Pero hay una obra maravillosa para pensar la educación en otra perspectiva. Se trata de La vida inestimable del Gran Gargantúa padre de Pantagruel (título simplificado por el uso en “Gargantúa”). En sus cinco libros, trata de la genealogía de los gigantes Gargantúa y Pantagruel y de sus vidas y hechos heroicos. Pero en ese argumento hay un motivo dominante que atraviesa a toda la novela y es el de la educación de esos gigantes. Un motivo que en modo particular es desarrollado en varios capítulos como crítica a la educación sofística de la época cuya representación más destacada era la de la Universidad de la Sorbona. Uno de ellos, el capítulo VIII del segundo libro, titulado “De cómo Pantagruel, estando en París, recibió una carta de su padre Gargantúa, y la copia de ésta”, ha llegado a ser un clásico como manifiesto educativo.
La metáfora del Gargantúa representa en la figura de dos gigantes a los niños y adolescentes a ser educados, donde el educando es, por su singularidad, una manifestación única de la naturaleza, de un tamaño descomunal. La semejanza es que cada persona con su nombre es un gigante singular. Algo que mucho después compartiría George Bernard Shaw al criticar a los padres que educaban a sus hijos como si fueran conejillos de indias, experimentando con ellos. Por eso, se desprende, en la educación de cada niño hay que poner la mayor excelencia en lo particular. Educar al niño es educar al soberano.
Esta cuestión es la que debería ser el foco del debate antes de tomar la decisión de cerrar escuelas. Esto es lo que debemos pedirle al Estado. Pero hace unos días, el periodista Santiago Fioriti reveló que en el retiro de Chapadmalal, el presidente les dijo a los miembros de su Gabinete, recortando con otra metáfora los alcances y funciones del Estado: “Es mentira que el Estado se tiene que ocupar de limpiarnos el culo”. Un dirigente opositor, ni lerdo ni perezoso, declaró: “Es verdad porque el presidente se pasa al Estado por el culo”. La lectura del Gargantúa también es útil para darle a esa polémica un tono más literario. El capítulo XIII del primer libro que lleva por título “De cómo Grandgrousier conoció el prodigioso ingenio de Gargantúa por haber inventado éste un limpiaculos”, es una lectura más que recomendable para nuestro presidente.
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