Ceremonias
Cambiemos empeoró la vida de los habitantes de la Argentina. Afortunadamente, la pesadilla llega a su fin
La totalidad de los días de los últimos cuatro años queda encerrada entre dos ceremonias y bajo una misma percepción de la mayoría de la población. La primera ceremonia –frustrada— fue aquella del traspaso de mando de Cristina Kirchner a Mauricio Macri en diciembre de 2015. La segunda será la de ese traspaso desde Macri hacia Alberto Fernández el próximo martes. La percepción colectiva repetida entre ellas es la de una arbitraria y abusiva privación de libertades. Toda una paradoja: el hombre que dijo: “Intentaron ir por nuestra libertad”, es el mismo que generó esa percepción.
Todos debimos imaginarlo. Sin embargo, no era imaginable imaginar entonces tanta impiedad. La primera ceremonia y su disputa no era un juego de egos. No era tampoco un capricho de señorito o de patrón de estancia, ni algo trivial y anecdótico. Al igual que el primer golpe a una mujer, no se le había ido la mano. Era la anunciación de la inmensa catástrofe social que llegaría. Era, en palabras de Cristina hoy, “la simbología de un acto de triunfo político expresado en su máximo grado institucional. Porque: ¿qué otra cosa era sino ese traspaso de mando? Quien se asumía como representante de lo nacional, popular y democrático le entregaba el gobierno a quien había llegado en nombre del proyecto neoliberal y empresarial de la Argentina, más allá del marketing electoral cazabobos”.
Pero una ceremonia, entendida en su sentido antropológico amplio, es una secuencia efímera de operaciones ordenadas por reglas dirigidas a un fin. Y en el caso particular que tratamos, el del gobierno civil, las reglas de una ceremonia se estatuyen y convierten en uso o costumbre con la finalidad de honrar con solemnidad los símbolos, instituciones, hechos y personas que dieran cuerpo a lo largo de la historia a la idea de Nación y de Patria.
Por eso una disputa interpretativa, como la que se observó entonces, o bien trataba de una disputa por las reglas o de una disputa por el fin de la ceremonia, o de ambas a la vez. Cambiar una ceremonia es en primer lugar cambiar las reglas que ordenan la secuencia programada de sus acciones. Y el macrismo y los medios que le dieron y todavía le dan soporte comunicativo, difundieron aquella disputa como un intento de Cristina de violar la legalidad y sus reglas, dado el supuesto vicio de una personalidad autoritaria que padece la desmesurada soberbia del síndrome de hybris y pretende que las reglas sólo sirvan para alimentar ese vicio. Claro es que, si fuera así, se trataba de esa versión demonizada de un goce perverso del poder en el empecinado deseo de violar las reglas para poder cambiar el fin de la ceremonia y así realizar el que sería el último de sus actos después de ocho años de gobierno. Un fin sin otra consecuencia para otros que el puro goce onanista del mismo.
Sin embargo, si era un goce onanista no era un goce perverso. Porque a ningún perverso se le ocurre violar las reglas para no actuar. Precisamente porque las reglas las viola para poder gozar en los actos que causan dolor y sufrimiento a otros. En esta perspectiva, nada de perverso tenía Cristina para esperar del goce que le llegaría por violar las reglas de la primera ceremonia, ya que lo que le esperaba era salir de escena y perder posibilidad de acción. No tendría víctimas para gozar por haberlas violado. Sin embargo, el que podría actuar después de violar las reglas ceremoniales sería el nuevo Presidente. Debimos imaginarlo. Porque los actos que siguieron uno tras otro mostraron el daño y el sufrimiento que Macri causó con la acusada insensibilidad de su significante cadena de transgresiones.
Pero una disputa ceremonial, dije, o bien es una disputa por las reglas o una disputa por el fin de la ceremonia o de ambas a la vez. Y Cristina, al preguntarse sobre las reglas ceremoniales en Macri, las asocia hoy a los fines: “Otra pregunta que todavía me sigo haciendo es por qué no juró por la Patria. Por qué no respetó la fórmula que establece la Constitución para la jura presidencial, que exige lealtad y patriotismo para desempeñar el cargo. No fue un buen signo que en su primer acto institucional, como es la jura presidencial, no cumpliera con la Constitución Nacional. (…) Este episodio, sin embargo, fue revelador del grado de odio y de una manipulación judicial inédita que despuntaba en Argentina; pero, sobre todo, de lo que Mauricio Macri y quienes lo acompañaban estaban dispuestos a hacer. Había llegado a la Casa Rosada un grupo de empresarios listos para cualquier cosa con tal de lograr sus fines”.
Debimos imaginarlo. Si la finalidad de las reglas ceremoniales en el traspaso de mando presidencial es la de honrar con solemnidad los símbolos, instituciones, hechos y personas que dieran cuerpo a lo largo de la historia a la idea de Nación y de Patria, y Macri juró con “lealtad y honradez” en lugar de con “lealtad y patriotismo” como ordena la regla constitucional, algo nos estaba diciendo ese forcejeo con las reglas. Tuvimos que padecer cuatro años para percibir que se trataba de la privación de libertades.
Por un lado hay una imagen metafórica, como relación de semejanzas, en la afirmación de esa percepción cotidiana repetida en cada día del gobierno de Cambiemos: las personas privadas de libertad pueden también encerrar entre dos ceremonias –la de ingreso y egreso a la prisión— la totalidad de los días vividos en ella, y pueden encontrar en esa totalidad una misma percepción repetida cada día en cuanto a no poder trazar otro proyecto de vida que el impuesto.
Pero hay también un sentido de correspondencia con la realidad en la percepción de la privación de libertades enunciada, que se ha verificado en la imposición de determinantes socio-políticos violatorios del goce de derechos por la gestión de Macri como Presidente. Un derecho protege una libertad frente a un determinante. El derecho a la alimentación nos protege frente al determinante natural del hambre. El derecho nos hace libres: “Tu risa me hace libre / me pone alas”, dice Miguel Hernández pidiendo la risa de su niño que se mece en la cuna del hambre, amamantado de cebollas.
Esos determinantes han sido, entre muchos otros, la recesión económica con pérdida de empleo, el aumento de la pobreza y la indigencia, la caída del poder adquisitivo de los salarios, el aumento en el costo de la canasta básica, el aumento en el precio de los medicamentos, productos y servicios en general, y el abandono de la población por el recorte en los programas y políticas públicas que garantizan ese goce de derechos.
Esos determinantes han restringido las libertades fundamentales de empresarios y trabajadores, de jubilados y desempleados y de la amplia mayoría de la población, a poder trazar y realizar un proyecto de vida que incluya el derecho a la alimentación, a la vivienda, a la salud, a la educación, al trabajo, a la producción, al esparcimiento y al bienestar en general. Son los proyectos de vida los que han sido dañados en las libertades necesarias para sus proyecciones. E incluso quienes han tenido la suerte de que esos determinantes no modificaran en mucho su vida individual, pero han vivido el drama de los otros identificándose con ellos en el día a día de sus padecimientos, queriendo hacer algo para modificar alguna de esas situaciones pero sin poder cambiar aquello que sólo determina el Estado, también han percibido la privación de su libertad de vivir en una sociedad justa.
Los hechos ceremoniales en el campo del gobierno civil hacen parte de las instituciones y la institucionalidad y de este modo pertenecen a la esfera procedimental de la justicia política. Ninguna duda cabe del lugar del respeto del contrato social que la institucionalidad representa para vivir bajo un gobierno justo. Pero el procedimiento democrático y sus reglas de una justicia verdadera no reducen el fin de la búsqueda de una verdadera justicia.
Amartya Sen se ha dedicado a trabajar esta diferencia (La idea de la justicia, 2009): “¿Por qué un acuerdo públicamente razonado debe tener un estatuto especial en la solidez de una teoría de la justicia? (…) Se puede argumentar, de manera plausible, que si los otros no pueden ver, con su mejor esfuerzo, que una decisión es justa en un sentido comprensible y razonable, entonces no sólo su aplicabilidad queda muy afectada sino que también su solidez resulta profundamente problemática. Hay un clara conexión entre la objetividad de un juicio y su capacidad de soportar el escrutinio público”.
Así es como, más allá de toda la retórica discursiva de Macri acerca de los avances de su gobierno en el terreno de la Justicia, el escrutinio público rechazó sus decisiones. Así es también cómo, pese a la apelación al trascendentalismo institucional en los gobiernos neoliberales, en Chile, en Colombia, en Ecuador y en tantos países del mundo, el escrutinio público los está interpelando. Pero no se trata de una visión binaria: o lo uno o lo otro. O el formalismo de una justicia procedimental bajo la que se extreman las desigualdades y vulneración de derechos, o la justicia sustantiva que garantice los resultados de un progreso en la reducción de los determinantes sociales para ampliar el goce de las libertades en el vivir cotidiano. Bolivia debe ser un ejemplo de la necesidad del progresismo político en compaginar justicia sustantiva y procedimental.
Por eso frente a las apelaciones, vacías de contenido, a “la República”, “el futuro”, y “el diálogo”, es necesario acentuar las comparaciones de los modos concretos del vivir. Durante los cuatro años de su gobierno, Cambiemos empeoró la vida y el vivir de los habitantes de la Argentina según los recibió al principio de su mandato, cuando disputaba las reglas del traspaso presidencial. Mentir en cadena nacional no ha logrado ocultar los fines y resultados que tuvo su gobierno ya anunciados en aquella disputa. Por el contrario: por su omisión o negación los resaltó aún más. Afortunadamente, la pesadilla llega a su fin. El descanso frente a tanta injuria cotidiana será la primera sensación de bienestar que alcanzaremos después de la segunda ceremonia.
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