¿Castigar o educar?
Los discursos negacionistas del terrorismo de Estado y el debate sobre la conveniencia o no de penalizarlos
Hace poco un episodio le revolvió las tripas al movimiento de derechos humanos. En las rejas de la Casa Rosada aparecieron colgadas bolsas mortuorias que simulaban contener cadáveres y que llevaban los nombres de referentes políticos y sociales, entre ellos el de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto. La idea fue de Jóvenes Republicanos, una agrupación sub 30 que conforma una línea interna del PRO. Sus dirigentes dijeron después que las bolsas simbolizaban a víctimas del Covid-19 y que eran una protesta por la aplicación de vacunas por fuera de los turnos oficiales. Ninguno había pensado −o tal vez sí− en la significación de ponerle el nombre de Carlotto a un cadáver colgado a metros de la pirámide de Mayo.
Más allá de las intenciones originales de los autores, el impacto siniestro de la acción volvió a poner en agenda el problema de las narrativas que niegan, relativizan o banalizan el terrorismo de Estado. En los días siguientes se presentaron tres proyectos de ley en el Congreso para punir legalmente los discursos negacionistas, tal como ocurre en algunos países europeos. Uno de ellos es el de los diputados oficialistas Marcelo Koenig y Cecilia Moreau, titulado “Ley 30.000”, que propone aplicar duras multas económicas a quienes emitan, reproduzcan o difundan expresiones que nieguen, minimicen, justifiquen o reivindiquen públicamente los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura, lo cual incluye cuestionar la cantidad de víctimas.
En Argentina, el movimiento de derechos humanos ha reflexionado largamente sobre la conveniencia o no de penalizar el negacionismo, lo que a su vez se enmarca en un interrogante más amplio y complejo: ¿qué se puede y debe hacer desde el Estado ante discursos que intentan corroer la memoria social sobre procesos genocidas?
Minimiza, minimiza, que algo negarás
Lo primero es precisar de qué se habla cuando se habla de negacionismo. “Es un marco de comprensión de la realidad que tiene distintas formas de construirse, pero prácticamente ninguna de ellas implica sostener que los hechos no existieron −dice el sociólogo Daniel Feierstein, investigador del CONICET y autor del libro Los dos demonios (recargados)−. Lo que aparecen son formas mucho más sutiles de relativización, del tipo ‘no es tan grave’, ‘no fueron tantos’, ‘no es como lo cuentan’”. Según Feierstein, existen cuatro grandes estructuras discursivas del negacionismo: la minimización de hechos y víctimas, la construcción de falsas equivalencias, la sobresimplificación y la conspiranoia.
Algunos voceros mediáticos de estos discursos argumentan que abrir la cifra de 30.000 desaparecidos no implica negar el terrorismo de Estado. Y en sentido estricto eso es cierto: incluso existen debates académicos sobre las formas de abordar cuantitativamente las consecuencias de un plan sistemático de exterminio basado en la desaparición de los cuerpos. El problema es cuando la discusión sobre los 30.000 se monta sobre otros planteos que desdibujan la singularidad histórica de la figura del desaparecido. Como ha explicado el escritor Martín Kohan en la televisión, “la cuestión es qué están discutiendo realmente cuando se supone que discuten el número: no se trata de una mera confrontación arimética, cifra contra cifra, sino de los criterios de establecimiento de verdad que se involucran detrás de esa confrontación”.
En el caso argentino, la discusión del número suele venir de la mano de reclamos de que también se juzguen los delitos cometidos por las organizaciones armadas en los años setenta. “Las teorías de los ‘dos demonios’ y de la ‘guerra sucia’ son una forma evidente y preocupante de negacionismo −afirma el juez federal Daniel Rafecas, especialista en procesos de genocidio−. Reclamar que se juzgue a ex miembros de las organizaciones armadas de la misma forma que a los militares es negar el terrorismo de Estado: suponer que la Justicia argentina podría hacer tal cosa implica desconocer que la inmensa mayoría de los miembros de esas organizaciones fueron exterminados y que apenas sobrevivió una insignificante minoría”.
Algunos de esos planteos, que pretenden pasar por osadas verdades periodísticas y editoriales, exigen contar muertos como si los represores hubieran dejado una prolija lista de víctimas. Hablan de “bandos” políticos y asocian a las víctimas del terrorismo de Estado a uno de ellos. Protestan porque las “víctimas de las guerrillas” no reciben indemnizaciones estatales, como si los delitos de las organizaciones armadas fueran de lesa humanidad. Desestiman los cálculos de víctimas de la dictadura hechos por los organismos de derechos humanos, pero en cambio utilizan los números de ONG como el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTYV), una organización que milita por la anulación de los juicios a los represores, para hablar de las “víctimas del terrorismo subversivo”. Al hacerlo, traen a cuento la Convención de Ginebra, como si en la Argentina de los años setenta hubiera habido una guerra y no un plan sistemático de aniquilamiento desde el Estado.
Punir o no, esa es la cuestión
La persecución penal de discursos negacionistas tiene antecedentes en países de otras latitudes como Alemania, España, Francia, Austria, Suiza, Bélgica e Israel. Uno de los casos más citados aquí es el alemán. Consultado por El Cohete a la Luna, el Ministerio de Justicia alemán detalla: “Cualquier persona que niegue el Holocausto públicamente o en una reunión está sujeta a juicio si lo hace de un modo que pueda perturbar la paz pública. Aprobar o restar importancia al Holocausto también es un delito. El acto puede ser sancionado con una pena privativa de la libertad de hasta cinco años o con multa. Además, en Alemania es un delito aprobar, glorificar o justificar al gobierno nazi incluso sin hacer referencia al Holocausto. No obstante, esto debe hacerse de un modo que perturbe la paz pública y viole la dignidad de las víctimas”.
En el caso argentino, sin embargo, hay juristas, académicos y referentes de los derechos humanos que creen que la persecución penal resultaría contraproducente. En opinión de Rafecas, “activar el poder punititivo estatal para perseguir estas afirmaciones les haría un gran favor a esos sectores, que de esa forma abandonarían sus circuitos marginales y pasarían al centro de la escena, a las tapas de los diarios y a los noticieros, desde que una fiscalía los cita a indagatoria y les da una visibilidad gratuita y en alfombra roja que jamás tuvieron en este país”.
Marcelo Koenig, autor del proyecto de la “Ley 30.000”, admite que “siempre está el riesgo de dar prensa a oportunistas que buscan su minuto de fama, pero creo que la sociedad civil argentina tiene anticuerpos, como se vio con el 2x1, y eso supera el hecho de que le podamos dar un poquito de propaganda a algún facho perdido por ahí”. En busca de neutralizar ese posible efecto, el proyecto no prevé penas de cárcel sino sanciones económicas, además de inhabilitación para ejercer cargos públicos y capacitaciones obligatorias en derechos humanos.
Otro problema de la penalización es que puede ser altamente judicializable, en la medida en que intercepta con derechos constitucionales como la libertad de expresión. En España, por ejemplo, las leyes contra el negacionismo fueron finalmente declaradas anticonstitucionales después de años de trámites en los tribunales. Koeing cree que el Congreso no puede legislar especulando con lo que fallarán luego los jueces. Feierstein, en cambio, sostiene que el negacionismo es una construcción de sentido de la realidad, y por lo tanto debe ser confrontado en el terreno político.
“No se puede convocar el derecho penal contra los discursos negacionistas, porque el derecho penal está para actuar sobre los comportamientos y no sobre las ideas −dice el sociólogo−. No debería haber pensamientos prohibidos por más espantosos que éstos sean”. A menos, aclara, que se trate de un funcionario, en cuyo caso el discurso asume otra relevancia y debería ameritar la separación y la inhabilitación para cargos públicos.
Construir la memoria, una y otra vez
Una de las cuestiones que más preocupan al movimiento de derechos humanos es el tratamiento mediático de temas relacionados con los crímenes de la dictadura. En eso está trabajando la Defensoría del Público de Servicios de Comunicación Audiovisual, que acaba de lanzar en coordinación con la Secretaría de Derechos Humanos una serie de “Recomendaciones para el tratamiento mediático sobre la dictadura cívico militar y el proceso de memoria, verdad y justicia”.
Miriam Lewin, titular de la Defensoría, identifica varios problemas en el terreno mediático: poca cobertura a las causas de lesa humanidad; falta de empatía con las víctimas; invisibilización de ciertos vejámenes, como los delitos sexuales en los centros clandestinos de detención; e imprecisiones en el uso del lenguaje por parte de los periodistas, que a menudo reemplazas “dictadura” por “Proceso de Reorganización Nacional”, “dictador” por “presidente de facto”, “secuestro” por “detención” o “apropiadores” por “padres adoptivos”.
“Seguimos con atención los proyectos de penalización que se presentaron en el Congreso, pero nos asalta la duda acerca de si eso es efectivo o no −dice Lewin−. Desde nuestro lugar trabajamos más bien en mecanismos para generar conciencia sobre el terrorismo de Estado y para mantener vigente la memoria social sobre aquellos años, especialmente entre las nuevas generaciones que sienten una lejanía respecto de la dictadura. De hecho los organismos de derechos humanos nunca estuvieron a favor de las políticas punitivas contra el negacionismo, sino de promover la toma de conciencia. No castigar sino educar”.
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