Cartas de un hombre cancelado

El apocalipsis nuclear según Lopushanski y el injusto boicot de la cultura rusa

 

Era tan solo una cuestión de tiempo, por eso no sorprendió la noticia: primero el Festival de Cannes anunció que en su próxima edición no se proyectarán películas rusas, y luego La Filmoteca de Andalucía canceló una proyección de Stalker, la obra maestra de ciencia ficción de Andrei Tarkovski realizada en 1972 cuando Vladimir Putin era conocido sólo por su familia y sus compañeritos de la KGB. El gran cineasta ruso que alguna vez iluminó el coqueto y prestigioso festival francés pasa a integrar esta lista oscura de suprimidos que actúa con la destemplanza de una red de arrastre y que se supone congraciada con el dolor y la angustia del pueblo ucraniano. A todo esto la filmoteca andaluza se molestó en aclarar que no es una medida en contra de Tarkovski sino que es un tema económico, porque toda recaudación de sus films iría a engrosar las arcas del Estado ruso. Otro disparate, porque cualquiera que conozca mínimamente ese circuito sabe que con el dinero que se maneja no alcanzaría ni para comprar una gomera.

Las cosas en su lugar: es claro que ninguna cancelación de este tipo constituye un hecho grave en comparación con la tragedia que se está desarrollando en Ucrania, con vidas humanas que están en juego. Pero hay que señalar también la nula relevancia que las medidas de esta índole tienen en el conflicto y que en su avidez por ser ejemplificadoras y compasivas terminan en irracionales e injustas. Quien haya tomado esta decisión seguramente ignore, o lo que presumo peor, soslaye, que Tarkovski fue justamente una víctima del autoritarismo y del control severo que ejerció sobre los artistas aquella URSS tan odiada por Occidente. Esto derivó en su exilio, la continuidad de su carrera en Italia y Suecia, su consagración en el Festival de Cannes y su muerte en París, muy lejos de su tierra natal.

El historiador Martin Baña (un especialista en Rusia al que hay recurrir para entender algo más de este momento) viene sosteniendo en varios medios y en sus propias redes que esta es una fase más del histórico rechazo que Occidente ha sostenido contra la cultura rusa, que aún así se propagó por el mundo gracias a su enorme riqueza. Quienes gustamos del cine lo hemos experimentado de un modo elocuente: años atrás, cuando aún existía la URSS, interesarte por Eisenstein, Vertov o el mismo Tarkovski te convertía automáticamente en un pro-stalinista y luego, ya sin el cuco soviético, ese rótulo cambió por el de esnob, el de pedante. Ver cine ruso siempre tuvo algo moral, cultural o políticamente incorrecto, y es por eso que sostengo que lo de hoy no se trata solo de una serie de cancelaciones solidarias y bienintencionadas sino del apogeo de un boicot contra la cultura rusa, auto validado más que nunca por las acciones irracionales y despiadadas de Putin, que para colmo nos han regresado (y esto no es sólo responsabilidad del líder ruso) al temor de una guerra de dimensiones catástroficas.

Es de suponer que la lista de cineastas rusos cancelados se amplíe porque si algo caracteriza a las imbecilidades es que a medida que nadie las subsana se van envalentonando, se acumulan y terminan siendo lo cotidiano. Y de ser así podría darse el disparate de que caigan en la red de arrastre algunos notables directores nacidos en Ucrania pero que forjaron sus carreras durante la era soviética, sencillamente porque les tocó ese momento histórico, como los imprescindibles Alexander Dovzhenko (el de La tierra y Arsenal), Kira Muratova (1934/2018) o Sergei Paradjanov (que también se reconocía georgiano y armenio). Como el lector ya habrá adivinado, estos tres realizadores también fueron cuestionados, silenciados y hasta en el caso de Paradjanov encarcelados por el régimen soviético.

Konstantin Lopushanski (1947) es otro de los directores nacidos en Ucrania con una carrera desarrollada en la ex URSS y la actual Rusia, y por eso poco sabemos acerca de él y de su muy personal cinematografía. Se formó como violinista y luego como crítico de arte, estudió cine y terminó colaborando con Andrei Tarkovski en la monumental Stalker (1979), experiencia de la que confiesa haber heredado (además del guionista Boris Stugarski) la idea del cine de ciencia ficción como un género mayor, viable para extender profundas reflexiones sobre la condición humana.

 

El director Konstantin Lopushanski.

 

En medio de este boicot hacia la cultura rusa, y si se puede para sumar algo en estos tiempos confusos, en esta niebla de guerra, quiero citar y recomendar una película llamada Cartas de un hombre muerto, la ópera prima de este tal Lopushanski realizada en 1987 en plena Guerra Fría, vibrante de temor ante una posible Tercera Guerra Mundial.

Esta película transcurre en una ciudad sin nombre tras una hecatombe nuclear. El personaje central es un célebre científico llamado Larsen que se resguarda en el sótano de un museo histórico junto a su mujer moribunda y a otras personas que transitan la tragedia a su modo. Mientras uno redacta un mensaje para las generaciones venideras, otro pronuncia un discurso sobre el futuro de la humanidad y otra ensaya remedios domésticos contra la radiación.

 

El sótano de un museo convertido en refugio anti-nuclear.

 

El título de la película proviene de las cartas que Larsen le escribe a su hijo, de quien nada sabe desde el inicio de la tragedia. En ellas habla sobre sus investigaciones, sobre cómo ha creado un nuevo calendario para un mundo en el que el Sol se halla oculto tras la nube radiactiva. Y al no encontrar respuestas a esta nueva realidad empieza a convencerse de que allí arriba no hay una guerra sino que todo esto ha sido un error, un hecho fortuito, o tal vez algo peor que eso. En la conciencia de un hombre dedicado a la ciencia siempre pesará la responsabilidad de que sus propias investigaciones hayan sido utilizadas con fines oscuros, y de todos modos Larsen concluye que la humanidad no se destruye a sí misma, no está en su naturaleza, algo así no puede haber ocurrido.

Este elemento, particularmente significativo, reclama poner en contexto la época en que se rodó la película, y por qué no extrapolarla al presente. A inicios de los años ochenta las tensiones entre las dos potencias nucleares acrecentaron tanto el temor por un nuevo conflicto de dimensiones catastróficas que el famoso Reloj del Apocalipsis declaró que faltaban tan sólo tres minutos para la medianoche, es decir la eliminación de la especie humana por sus propios medios. El cine dio rápida respuesta con varias películas muy resonantes como las estadounidenses El día después, Juegos de guerra o la británica Threads, y así se incorporó el tema de la hecatombe nuclear a los ya habituales de la ciencia-ficción. La particularidad de la película de Lopushanski es que le suma otra constante del género: el de un futuro distópico híper-controlado por Estados o corporaciones ultra-totalitarios. De ahí radica la sospecha de que la guerra no es tal, sino que es una herramienta para consolidar el esquema de poder, y por lo tanto la supervivencia de la humanidad depende de un acto subversivo. Creo que hay que haberse criado en la URSS para animarse a tanto.

 

Afiche original de Cartas de un hombre muerto.

 

Con mucho de injusticia se ha calificado a esta enigmática (y para mí excelente) película apocalíptica como una ramplona copia del cine de Tarkovski. Como se dijo antes, el mismo director reconoce esa enorme influencia que se manifiesta en muchos tramos del film, por eso quien esté familiarizado con el cine del maestro ruso reconocerá sus planos pausados, su sobriedad y su respeto por el tránsito emocional e intelectual de sus personajes. Esto no quita que Lopushansky aplique su sello totalmente personal, que sobresale en el modo de presentar un mundo devastado y monocromático en el que poco y nada se puede ver bajo los escombros y el humo. Refugios atestados de restos de una otrora esplendorosa civilización que hoy son pura chatarra y una impiadosa burocracia que decide el destino de los sobrevivientes. La escalofriante memoria de las dos grandes guerras mundiales del Siglo XX vuelve en Cartas de un hombre muerto en forma de explosiones masivas y en máscaras de gas calzadas en los rostros de humanos espectrales. Es, sin temor a exagerar, de las más perturbadoras y realistas representaciones de un apocalipsis nuclear que se puedan ver en el cine.

El hecho de que su estreno en 1987 casi coincidiera con el desastre de Chernobyl le pone más salero al asunto. Fundamentalmente por su poder predictivo y la mención de la peligrosa situación con la que convive una humidad armada hasta los dientes con fierros nucleares. Y también porque el desastre de la central ucraniana hizo que el público ruso se interesara mucho en ver esta película, que curiosamente no fue silenciada por las autoridades soviéticas, que tranquilamente podrían haberse dado por aludidas. También hubo mucho interés del lado Occidental: la película fue estrenada y muy bien tratada en el Festival de Cannes, es decir el festival de los festivales, el mismo lugar en donde poco antes de morir encontró amparo y reconocimiento el hoy cancelado Andrei Tarkovski.

 

FICHA TÉCNICA

Título original: Cartas de un hombre muerto (Pisma myortvogo cheloveka). Unión Soviética / 1986 / Duración 77 minutos / Color- ByN / Dirección: Konstantin Lopushanski / Guión: Boris Strugatskiy / Fotografía: Nikolai Popotskev / Música: Alexandr Zhurbin / Reparto: Rolan Bykov, Viktor Mikhaylov, Iosif Ryklin.

 

 

 

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