Carta abierta al doctor Fernández
La posibilidad de una Corte Suprema dividida en Salas
Es notorio que el Poder Ejecutivo se propone, con razón, cambiar la organización judicial y, sobre todo, modificar el llamado fuero federal. Dicho de manera general, sin individualizar a juez o funcionario alguno, parece obvio que el “rendimiento” de tal fuero no resulta compatible con máximas jurídicas; antes bien, varias de sus decisiones semejan haber sido dictadas por la conveniencia política o, si se quiere, sin independencia judicial alguna como principio básico o, conforme a mí me parece más correcto titular, sin libertad de decisión (externa e interna) de los integrantes de esos tribunales. Al parecer, se entiende que una extensión de los jueces profesionales integrantes de los tribunales federales –sobre todo en materia penal— por reunión en un único fuero de los jueces llamados federales –intitulados jocosamente Comodoro Py, Pro o Por, por el lugar de la residencia de sus oficinas— y de aquellos denominados ordinarios (de la ciudad de Buenos Aires), traería aparejada la tan ansiosa libertad de decisión.
No lo creo y he leído varias veces a Alberdi en sus Bases para corroborarlo. Dicho en verdad, él fue demasiado parco en la organización judicial, pero alcanzó a trasparentar nuestra diferencia con los Estados Unidos: conformábamos una única Nación –y no una asociación de ellas—, llámese al sistema “federación unitaria” o “unidad federativa”; nuestras leyes principales eran, en principio, únicas y procedían del Congreso de la Nación (CN, 75, inc. 12 y 116). Hoy en día, desaparecidos los territorios nacionales, todo el territorio de la Nación pertenece a las provincias y a la CABA. Mantener 27 sistemas judiciales distintos y completos es algo increíble en el resto del planeta para la organización judicial de una Nación. Más aún, conceder a cada juez, de los miles existentes en el país, el poder de no aplicar una ley –en la práctica, declararla no vigente y casi derogarla— por la opinión suya propia al resolver un caso, sistema que llamamos difuso y que sostenemos proviene de los Estados Unidos y su Constitución, resulta no sólo oneroso sino, antes bien, más que ridículo. Por lo demás, esto colide contra la definición universal de aquello que la mayoría llama independencia judicial que, según yo recuerdo, se define no sólo por la prohibición –externa— del Ejecutivo de inmiscuirse en funciones judiciales (cf. CN, art. 109), sino que, además, supone la libertad interna de los integrantes de un tribunal en su decisión judicial (horizontalidad de las decisiones y los tribunales en el ejercicio de su poder). Esto se corresponde con la institucionalidad democrática que impide al PEN ejercer funciones legislativas (cf. CN, art. 99. Inc. 3, II, con sus desgraciadas modificaciones actuales). Todo ello erige al Poder Legislativo en el árbitro de las políticas internas y externas del Estado, que los demás llamados “poderes” deben seguir obligatoriamente.
Precisamente, creemos que el llamado “Poder Judicial” debe concebirse como un todo en la República, esto es, como un único sistema que respete las pautas judiciales comunes. Para ello, la federación se mantiene concediendo a las provincias y a la CABA, básicamente –según la organización judicial de hoy en día— la creación, organización, integración y procedimiento judicial de mérito, esto es, todo lo relativo al juzgamiento originario de los casos judiciales que se presenten y confiriendo a la Nación el único tribunal federal por excelencia, su Corte Suprema de Justicia, cuya competencia e integración, naturalmente ampliadas, suponga la interpretación y el custodio de las leyes de la Nación, sancionadas por el Poder Legislativo, tribunal creado, integrado y procedente de nuestra Constitución Nacional. Ello significa una Corte Suprema dividida en Salas, cada una de las cuales responde a la interpretación de las diferentes materias jurídicas que la Constitución le encomienda al Parlamento nacional, función clásica que responde a la inseguridad jurídica de que hoy la última palabra sobre la interpretación de esas leyes nacionales corresponda a los tribunales de casación de las provincias (cf. CN, art. 75, inc. 2). Y una Corte Suprema que, en sesiones conjuntas de todos sus miembros, sea la única que puede invalidar, por contraria a la Constitución, una ley sancionada por el Parlamento nacional, que no representa otra cosa que una elección política, propia de la Asamblea (piénsese en la interrupción del embarazo).
Yo estimo que una organización de este modo corregiría los defectos temporales tan elevados de nuestros tribunales. Nos quedan, sin embargo varios problema por resolver, pero siempre limitados. La competencia por razón de la materia, a la que no quisiera abarcar aquí en beneficio de la arquitectura jurídica. Se trata de los tribunales de mérito federales (cf. CN, arts. 116 y s.), en los que la CSJN interviene por apelación. Quitados los poderes territoriales de la Nación (competencia federal por razón del lugar), hoy prácticamente inexistente, lo que queda, al menos en materia penal, no es demasiado y tiene solución (cf. CN, art. 75, inc. 12), especialmente leyes generales para toda la Nación sobre naturalización y nacionalidad, con sujeción al principio de nacionalidad natural y por opción en beneficio de la Argentina: así como sobre bancarrotas, falsificación de la moneda corriente y documentos públicos del Estado federal y establecer el juicio por jurados. La competencia federal o de la CSJN por persona no presenta mayores problemas. Resta, además, un enorme problema político: la subsistencia o aniquilación del Consejo de la Magistratura. Y constituye un gran problema, por fuera de su función administrativa; se trata de saber si debe subsistir como instrumento político. Aquí sólo deseo declarar hoy que no soy partidario de su subsistencia.
No se achique Don Alberto, no vuelva a pensar tan sólo en un problema de la ciudad de Buenos Aires. La transformación no es sencilla, pero tampoco resulta imposible y menos ahora. Usted, para colmo de bienes, la conoce perfectamente.
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