Siberia, calor inédito. Los científicos todavía no dan con una hipótesis de las consecuencias reales del verano que es más verano. Los hubo que fueron menos o ninguno. En alguna nota anterior se contó que no hubo verano en Europa en 1816. La erupción en abril de 1815 del volcán Tambora ubicado en Indonesia depositó tanto polvo en la atmósfera que un año después, cuando esa nube de cenizas finalmente arribó a Europa traída por los vientos, casi no había perdido densidad y tampoco dejaba pasar los rayos de sol. Mucha hambruna por la falta de maduración de las cosechas. La gente prácticamente no salía por las lluvias continuas y la falta de calorías. Hay una identidad entre ese pasado y este presente, en que según el FMI en 2020 nuestro PIB caerá 9,9%. A estos tiempos y a aquellos los deberían diferenciar las herramientas que poseemos para enfrentar al desempleo que sobreviene. Pero no son de uso automático, media la decisión política, lo que lleva a reflexionar sobre esa cuestión desde estas diferencias y similitudes, en momentos en que se hace la necesaria reafirmación de la cuarentena tras la presunción de que el contagio merodea por el pico.
Para despuntar similitudes y diferencia podría establecerse otro paralelo entre los días aciagos del presente y el despropósito de un verano sin sol. Es el que encuentra a Mary Shelley junto a su esposo, el poeta y filósofo Percy Shelley, Lord Byron y un par más alquilando una villa en Ginebra, Suiza, a orillas del lago Leman. Como el resto de los europeos, sin la menor conciencia de lo que acontecía en la atmósfera; únicamente percibiendo las consecuencias de un estío que no acudía a la cita con los vacacionistas. Además de lo que relataron propios y extraños sobre tal temporada de ocio creativo de ese grupo tan singular, se tiende a sospechar que los veraneantes sin verano, inducidos por el encierro, en la tertulia de una de esas noches con las que culminaban días oscuros y lluviosos, se vieron de alguna forma aliviados cuando Lord Byron propuso relatar historias de terror. Una cotidianeidad en agudo y continuo sentido contrario a lo usual, necesitaba exudar los miedos que generaba por desconocida. Nada mejor que ficciones estremecedoras que le dieran una entidad manejable.
Años después, Mary Shelley contó que su novela Frankenstein o el moderno Prometeo, cuya primera edición data de 1818, se le fue prefigurando ahí, frente al lago, como consecuencia de la iniciativa de Byron. “A veces hay una especie de fascinación de Frankenstein, en su descripción de cómo los científicos […] han descubierto una forma de manipular las células recolectadas de la punta de la pluma de un pollo para que se conviertan no solo en más plumas, sino también en músculos y grasa”, se puntualiza en la reseña que hace el New York Times (18/06/2020) del flamante ensayo del periodista Chase Purdy La hamburguesa de mil millones de dólares. Destaca la nota que una prosa que no pierde claridad le posibilita al autor salir airoso al describir “la biología compleja y truculenta de cultivar una nueva pieza de carne a partir de una vieja”. La fantasía de Mary Shelley nacida del encierro de un verano que no fue, hecha realidad de manufactura de todo tipo de carnes a partir de las células.
El título del libro de Purdy es por lo que costó hacer la primera pieza de carne de laboratorio. A partir de ese dato las lecturas de algunas otras recensiones de la obra y fragmentos de la misma, dan la impresión de que La hamburguesa de los mil millones… intenta jugar una carambola a tres bandas. Una, demostrar que el avance en la nueva actividad está en el punto que en no más de dos o tres años, los altos precios de la carne que sea salida de la factoría van a estar muy aproximados a los corrientes actuales y con tendencia a seguir cuesta abajo. Dos, y quizás el objetivo principal de la obra, dar argumentos para que no se frene la expansión de esta industria por el lobby de los sectores afectados por esta innovación, ya en marcha y con primeros síntomas de ponerse muy pesado. La tercera banda, onda técnica de yudo, la constituyen los argumentos para revertir el freno del lobby hacia el impulso decidido a la política pública que imponga la innovación: la ética de no matar animales y la muy menor contaminación y mayor cuidado del medio ambiente que conlleva la carne cultivada.
Órganos humanos
En el ámbito más propio de Víctor Frankenstein, según la crónica del sitio OneZero (17/06/2020), el ingeniero Dean Kamen está esperando el visto bueno de las autoridades regulatorias norteamericanas para comenzar a manufacturar órganos humanos a partir de cultivar las células humanas y con ese tejido, dicho muy simplificado, darle forma en impresoras tipo 3D (por el momento corazones y riñones). Kamen no es un ignoto. Es un inventor que ya pisa los 70 años, célebre por la gran cantidad de instrumental e implementos médicos que creó a lo largo de su vida y que temprano lo hicieron millonario. Tiene una empresa DEKA en la que trabajan 800 ingenieros. Kamen aguarda la autorización de lo que con toda lógica considera el más ambicioso proyecto de su carrera, entre 9 hectáreas de naves industriales recicladas de lo que fueron enormes fábricas textiles de ladrillos rojos en New Hampshire, recintos que aspira se conviertan en el centro de fabricación de órganos. Irónicamente, no pasó lo esperado con el invento más sonado de Kamen, el vehículo de dos ruedas paralelas auto balanceadas, el Segway, lanzado en 2001 al amparo de la creencia de que iba a revolucionar el transporte y hasta la forma de diseñar las ciudades, nada menos. Kamen esperaba ventas de hasta 100.000 unidades en sus primeros 13 meses de fabricación. Solo vendió alrededor de 140.000 en su casi dos décadas de vida que finaliza el 15 de julio próximo cuando se deje de fabricar, informa el sitio Fast Company (23/06/2020).
Hablando de dos ruedas, Tim Harford, a cargo de la sección “Economista Clandestino” del Financial Times, destinada a la imposible tarea de hacer respetable y con alcance práctico los postulados y análisis neoclásicos, en la revista del diario de negocios londinense publicó (11/06/2020) un extracto de su reciente libro The Next Fifty Things that Made the Modern Economy” (Traducción posible: La secuencia de cincuenta eventos que modernizaron la economía). Bajo el título “¿Puede la pandemia ayudarnos a arreglar nuestro problema tecnológico?”, Harford matiza con que “no hay garantía de que una crisis siempre traiga ideas nuevas; a veces una catástrofe es solo una catástrofe. Aun así, no faltan ejemplos de las muchas veces de cuando la necesidad demostró ser la madre de la invención […] The Economist señala el caso de Karl von Drais, quien inventó un modelo temprano de la bicicleta a la sombra del 'año sin verano', cuando en 1816 las cosechas europeas fueron devastadas por las secuelas de la gigantesca erupción del monte Tambora […] Los caballos estaban hambrientos de avena; el 'caballo mecánico' de von Drais no necesitaba comida […] se podría señalar igualmente la leche para bebes y el extracto de carne de vaca, ambos desarrollados por Justus von Liebig en respuesta al hambre horrible que había presenciado en Alemania cuando era adolescente en 1816”.
¿Cuál es el problema tecnológico que ve Harford y dice que la coronacrisis da una oportunidad de arreglar? El economista clandestino apunta que “las interrupciones, incluso las calamitosas, tienen una forma de arrasar los intereses creados y destrozar suposiciones acogedoras, sacando a las personas y organizaciones del status quo […] Es posible que las generaciones futuras apunten a 2020 como el año en que terminó la desaceleración de la innovación. Incluso los economistas necesitan tener esperanzas”. Por fuera de que en una época de tanta innovación tecnológica se caiga en la extravagancia de decir que está atorada, es en extremo neoclásico (y errado) de parte de Harford postular que el estancamiento del producto bruto europeo y en casi todo el globo a excepción de China (un poco antes de la pandemia sumada al club), que campea desde 2008 por la crisis de entonces, se debe a que cayó o se atrancó el avance de la productividad a causa de que se frenaron las innovaciones. Es un ángulo tan cerrado ofertista-schumpeteriano, que tratar de comprender las razones de fondo de este olímpico pasarse por alto, ignorar y desdeñar la percusión en detrimento de la demanda efectiva del estropicio que las políticas económicas hicieron en la distribución del ingreso, desafía largamente el entendimiento promedio. Los neoclásicos suelen creer que las nuevas tecnologías y al aumento de la competencia extranjera abatieron los ingresos. A la par que los ingresos no suben por falta de tecnología. La coherencia no es un asunto que conmueva el delicado espíritu de estos ases del razonamiento al solo efecto.
El desempleo argentino
En esta inmanejable coyuntura, desentrañar el verdadero estatuto de la productividad, que no es precisamente el pergeñado por gente como Harford, orienta por dónde hay que ir para terminar cuanto antes con la alta tasa de desempleo que nubla fulero el horizonte inmediato argentino. La importancia del ejercicio en sí no quita el estar alertados de que, como siempre sucede en estas crisis, no van a faltar los que en nombre de darle empleo a la gente se enreden en preconizar que hay que poner en marcha técnicas de producción que usen mucha mano de obra y poco capital. Si bien hasta el presente nunca se ha logrado que los heraldos de esa recurrente propuesta prueben y demuestren que tales técnicas existen, lo que habilitaría a descartar de plano esos enunciados, como son un dato político de acendrada prosapia más vale hacer la gimnasia de abordarlos mediante la consideración de algunos rasgos clave del proceso de crecimiento del capitalismo, para que en esa tenida emerja la falta de efectividad manifiesta del mito que despierta adherentes por simpático y por pretender hacerse cargo de las limitaciones impuestas por la realidad.
El desarrollo en rigor es la sinécdoque de desarrollo de las fuerzas productivas. Son dos ítems los que constituyen tales fuerzas: los medios materiales de producción (hechos por los seres humanos mismos) y la fuerza de trabajo. En consecuencia lo que se desarrolla es, por un lado, la calidad de la fuerza de trabajo (grado de calificación) y, por el otro, la calidad y cantidad (en el sentido de mayor magnitud) de los medios o instrumentos de producción. La productividad del trabajo deviene así en la única magnitud pertinente del desarrollo. ¿Por qué únicamente del trabajo? Porque es el único factor constreñido, en su caso por la demografía. Un país dispone de una cantidad limitada de seres humanos bajo su bandera. De manera que como la población económica activa (PEA) (la comprendida entre 18 y 65 años) viene así dada, la productividad del trabajo, en tanto significa la cantidad de valores de uso producidos por cada individuo de la PEA, genera directamente la medida de bienestar material y, por lo tanto, resulta un indicador inmediato del desarrollo.
La cantidad de valores de usos producido por unidad de trabajo depende (además de las condiciones naturales, que son las que hay) por una parte de toda la masa de equipos disponibles, y de la otra, de la calificación alcanzada por la fuerza de trabajo; en resumen, depende de la relación respectiva de las máquinas y los cerebros con la población económicamente activa. Ahora, tanto la formación de cerebros como la producción de máquinas implican contar con financiamiento proveniente de una acumulación anterior. El desarrollo, entonces, presupone la existencia de un excedente de la producción corriente sobre el consumo corriente y la utilización productiva ulterior de ese excedente. Para que esa utilización del excedente tenga lugar hay que vender, es decir tiene que haber demanda, o sea consumo. Si no la hay en forma suficiente todo el proceso se traba. Lo que Tim Harford, como expresión de la óptica neoclásica, ve como un atasco del espíritu que impedía innovar y tenía entrampado al sistema, en realidad se trató siempre de una bruta caída de la demanda agregada por efecto de atenuación de los ingresos populares.
Lo que es cierto para la innovación lo es también para el desempleo. Deshacerse de las peores consecuencias económicas de la pandemia implica shockear para arriba la demanda. Frente a la asimetría entre las dos etapas del crecimiento, antes y después del pleno empleo, ninguna opción de la primera etapa puede razonablemente ser superada sino es más que en función de las restricciones y de los parámetros de la segunda. En otras palabras, sin el aumento de la productividad vía aumento de ventas utilizando las técnicas existentes. Al respecto, ninguno de los que ensalzan las técnicas ligeras o intermedias, para la eventual primera etapa de superación del desempleo ocasionado por la pandemia, se preocupa por la cuestión de cómo, cuando llegue el momento, se las deja a un lado para pasar a las técnicas de punta requeridas por la segunda.
Esta eventualidad tiene dos facetas. La primera es que cualquier viscosidad en la conmutación posterior de las técnicas es susceptible de compensar en exceso por sus efectos negativos las ventajas efímeras —asumiendo que existen y en los raros casos en los que puedan existir— de una técnica intensiva en trabajo. La segunda, y más importante, es el peligro de ver en los bajos salarios, no sólo el determinante de la técnica en un sector estipulado, sino también hacer aparecer a este sector como una especialización óptima en la división internacional del trabajo, aunque no disfrute de ninguna ventaja comparativa verdadera y que las pseudo-ventajas institucionales en que se basa son en sí mismas transitorias. Este sector no puede entonces sobrevivir ante la competencia extranjera sino es por sus salarios anormales por lo bajo, en tanto que el objetivo de su implantación es el de contribuir a crear las condiciones para su normalización. La segunda contradicción es más importante que la primera en la medida en que la conmutación de los sectores es considerablemente más difícil que la conmutación de las técnicas. Es todavía más, si el sector considerado se encuentra por fuera del proceso de sustitución de importaciones y trabaja, total o parcialmente, para la exportación. Esto es lo que está debajo del poncho de las mejores intenciones de las técnicas mano de obra intensiva: la factoría de bajos salarios.
Ya que por la cuarentena recargada es mejor no salirnos de las orillas del lago Leman, cerca de Ginebra está Montreux. Además del festival de jazz se hace el de Freddy Mercury, que tiene una estatua frente al lago. Mercury vivía y grababa ahí. En 1978, Queen grabó Carrera de bicicletas. Canta Mercury que “yo no creo en Peter Pan, Frankenstein o Superman […] todo lo que quiero es […] montar mi bicicleta”. Posiblemente, hoy por hoy sea lo que desea el país y el mundo encuarentenado. Se hace necesario, ineludible, correr la carrera por el crecimiento para que esa bicicleta no resulte tan inerte como el tren que tenía como pasajero decepcionado al ingeniero en la novela de Osvaldo Soriano Una sombra ya pronto serás. (No es casualidad que esa abigarrada melancolía de 1990 nos persiga ahora.) Es que de todas formas, para registro de la rapsodia argentina el viento sopla y eso es lo que importa cuando todo lo que queremos es montar la bicicleta.
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