CARRERA CONTRA LA MUERTE
Un hombre trota a través de la mayor guarnición militar en el desafío a la lectura de Félix Bruzzone
“Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban al tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua. (…) Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla– y comenzó a atravesar el jardín…”
El extenso párrafo anterior corresponde —según el limitado criterio de este reseñero— a El Nadador (The Swimmer, 1964) de John Cheever (EE.UU., 1912-1982) uno de los más perfectos cuentos cortos del siglo pasado, trasladado al cine en 1968 por el director Frank Perry, que dirigió a Burt Lancaster en un magistral protagónico. Ponerlo en correlato con Campo de Mayo de Félix Bruzzone (Buenos Aires, 1976), se aleja tanto de una comparación como se aproxima a una semejanza de la altura donde está puesta la vara. Sin chamuscarnos con los arabescos propios de la academia, el paralelismo hace más a la calidad que a las estructuras y, en todo caso, se inscribe en esa línea que va de Dostoievski a Marechal, de Walsh a Capote, siguen firmas… Se distancia, a su vez, del plagio, que se delata por lo nauseabundo, berreta y patético, como pericia de Gendarmería.
Donde el Ned Merrill de Cheever nada, el Fleje de Bruzzone corre descalzo; “¿Qué piensa Fleje? No lo sabemos. A veces piensa una cosa, a veces piensa otra. Por ahora, corre”. Franco, directo, con la aparente simplicidad que todo lo hace obvio, “Fleje nunca miente, pero es experto en mentirse a sí mismo. No es que se tome en serio las deformidades espantosas que ve periódicamente brotar de su cuerpo. La última, hace algunas semanas, apenas comenzada su aventura, tenía forma de sapo y le hablaba en una lengua extraña que él apenas llegaba a comprender. No le interesó demasiado”. A uno y otro nadie los persigue, ni con nadie compiten. Mientras que el protagonista norteamericano procura extraviar aquello que sabe va a encontrar al final del camino, el argentino suple lo que ignora fantaseando desde el momento en que en su casa del barrio Teniente Ibáñez, “una especie de flecha o cuña que se clava en Campo de Mayo”, lo despierta el paso de un helicóptero militar y sale a perseguir su derrotero. No le es ajeno que en el impulso colabore el hecho de “que su madre, secuestrada en la vía pública el 23 de noviembre de 1976 y desaparecida desde entonces, estuvo detenida por el Ejército Argentino, precisamente, en Campo de Mayo”.
Sin embargo, la carrera del protagonista —contra nadie, contra todo—, tiene al sudor y al placer en el lugar de la causa: “De hecho, al quedar suspendido en el aire después de cada salto, algo que suele ser la mayor satisfacción de un corredor, dejó de ser, para él, lo más placentero del acto de correr, quedando este momento reservado al momento del impulso. Como si los pies, ahora libres, solo desearan sacudir el piso y volver a empujar, una y otra vez. Y como si el deseo de Fleje al correr fuera, no tanto suyo propio, sino el deseo de sus pies. Porque la vibración del impulso, cuando el impulso es contra el suelo, descalzo, hecho con pies que gozan verdaderamente del contacto con la tierra, se convierte en una vibración que llega a cada célula del cuerpo, no reblandeciéndola o agotándola, sino haciéndola vivir o revivir”.
Bruzzone en ningún momento se acobarda cuando la escritura le demanda, por ejemplo, repetir una misma palabra, apenas separada por un verbo y una contracción. Porque la cadencia del relato compone su sencillez mediante una delicatessen de milhojas capaz de albergar sabores de la diversidad que el lector sea capaz de paladear. Instancia que se despliega hasta en el final, donde —como con la natación de Cheever— lo enigmático aplasta toda obviedad y sin embargo le da cuerpo, sentido y polisemia.
Junto con la ESMA, La Perla en Córdoba o La Escuelita de Famaillá, Campo de Mayo —la guarnición militar— portará por siempre la macabra marca de la desaparición forzada, la tortura, el exterminio, lo más sádico del terrorismo de Estado. En tanto, Campo de Mayo —novela corta, cuento largo, nouvelle, bah— trota sobre ese territorio, lo invade, se lo apropia, lo conjura y profana por deporte, sin quitarle un ápice aquel contenido. El relato de Félix Bruzzone no es precisamente una ficción sobre la dictadura (como hay tantas) y sin embargo no es sin ella, por más que le transcurra en tiempos contemporáneos a un adulto con esposa e hijo, al que le impactó en forma directa cuando niño. Trata del deporte de los maratonistas como la historia de Cheever trata de la natación, tal como Bruzzone enclava el escenario en la clase media trabajadora y aquel en los nuevos ricos californianos, incorporando sus respectivos lenguajes. Es cualitativa la equiparación, en especial en aquello de que, para decir todo lo que hay que decir, resulta indispensable evitar el derroche de palabras.
FICHA TÉCNICA
Campo de Mayo
Félix Bruzzone
Buenos Aires, 2019
128 págs.
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