Caridad o revolución

Antagonistas por naturaleza

 

Siete virtudes conocemos, aunque haya más. Cuatro de ellas, cardinales, en la religión cristiana son las virtudes morales, sostenes de una vida dedicada al bien o fuerzas que inducen a vivir con rectitud. El cristianismo las derivó de la filosofía antigua, de los diálogos platónicos: las Leyes y Fedro. En el ámbito del catolicismo, refieren al alma humana y regulan la conducta en relación con la fe y la razón. Son la Prudencia, la Justicia, la Fortaleza y la Templanza. Rafael Sanzio las pintó alegóricamente en la Stanza della Segnatura del Vaticano. Puede infundirlas dios o el aprendizaje elaborado en la vida práctica, se verifique en el taller mecánico, en el sindicato de lucha, en la universidad nacional o en la verdulería de barrio.

Las acompañan tres virtudes teologales: la Fe, la Esperanza y, por último, la Caridad. La teología cristiana las pone en manos de Dios. Quiere decir que son infundidas en el ser humano a través del obrar de la gracia divina. Nada hay de acción humana allí. Rafael las representó a través de unos putti (bebés alados y desnudos). El que está ubicado a la izquierda en el fresco vaticano y que recoge unos frutos de una rama sostenida por la Fortaleza representa la Caridad. Entre la sofisticación y la literalidad, la raffaelesca lo representa sin giros: la Caridad está a la izquierda, junto a la Fortaleza, protagonista de ese espacio. El fresco en ese punto nos indica que el putto caritativo, siendo relevante, es menor y tiene menor importancia. Encima de la Fortaleza, la parasita.

Si examinamos la palabra caridad en la historia de la lengua, descubrimos una hermosa raíz (carĭtas) que indica afecto y amor. Según la doctrina cristiana, refiere a la tercera virtud teologal, que consiste en amar a Dios y al prójimo a través suyo. Digamos que nombra un lazo social que se verifica menos por la acción humana que divina. Puede ser entendida como amor al prójimo que se explicita a través de obras de misericordia y nombra un sentimiento humano que nos dispone a asistir a quienes necesitan ayuda. Por caso, en estos días de invierno intenso, en nuestros barrios vemos seres humanos durmiendo en las veredas, debajo de mantas, en el corazón de la noche y del día. Pensarlxs como no vecinxs —categoría política que enfatiza la cercanía signada por la propiedad privada en vez de un lazo social— habilita la acción represiva: “¿Vamos a hacer algo con la gente que tenemos viviendo abajo, o nos resignamos, y todo bien? ¿Soy el único propietario al que le molesta que tengamos cinco personas viviendo en la puerta del edificio?” (Esta no es una oración ficcional.) Reconocerlxs prójimos, como nosotrxs, vuelve insoportable su indigencia, pues en nuestra individualidad carecemos de la facultad de contenerla. Con el tupper de comida caliente nos disponemos a un acto de caridad —actitud digna y, sin embargo, limitada— que sólo de ser ubicado en el corazón de una acción estatal tendría el sentido de una pequeña dignidad emancipatoria.

La caridad es el antagonista radical de la revolución. Y antagoniza también con las negociaciones sociales y de clase inherentes al Estado liberal. Sólo una conciencia escindida acepta que en la caridad podría verificarse una afirmación popular.

Supone un acto caritativo la idea de recuperar terrenos ociosos para que cada cual, de a poquito, se haga una casita propia según los materiales que tenga a mano y a los que logre acceder: chapa, ladrillos, adobe o cemento armado. Entendemos esos actos, por eso no los rechazamos. Al mismo tiempo, no nos eximimos de entender sus conspicuas limitaciones. Esos actos, de hacer algo, aplacan nuestras conciencias. La idea afectiva de la casita propia en el terreno fiscal expuesta ante la audiencia de una de las mediaciones más representativas del imperialismo en el programa Odisea Argentina profundiza un distintivo del capitalismo: el individualismo. Reparto de tierras fiscales de manera individual y afirmación de la propiedad privada son principios de la ortodoxia económica. Nada hay allí, por ejemplo, de los modos de lucha que bien visto fueron modos de edificación: de casas, barrios, piletas de natación comunitarias, consultorios con tomógrafos o de odontología de Milagro Sala y la Túpac Amaru. Alto Comedero —memoria que Gerardo Morales quiso obligar a una reconversión carcelaria— fue la experiencia de otra ciudad, que significó otro modo del vivir en común, otra forma de edificar la vida y otros tipos de lazos sociales ubicados dentro de un tupido entramado de relaciones de reciprocidad comunitarias y al reparo de un Estado nacional democratizador, sostenido por políticas de tipo igualitario. Ni individualismo ni caridad, más bien afirmación de un humanismo popular en fuga respecto del hecho misericordioso, que niega toda posible transformación: toda posible igualdad social. La ortodoxia es el relato político del poder económico. Sus oraciones convencionales encubren el objetivo de separar el Estado del ámbito de la economía para erosionar su poder político. La caridad atraviesa la idea de Estado como “relación social”, como “proveedor de servicios”. En este punto se evidencia el antagonismo radical de la caridad con toda transformación en la estructura social, económica, cultural, porque transformar requiere una estatalidad que se disponga a redistribuir las riquezas, articular, orientar y ejercer el poder en un sentido popular. Negociar y tocar intereses. La caridad es menos una fuerza que inerva el campo nacional y popular que el campo antagonista. Hasta aquí, el político caritativo.

El saltimbanqui podría ser otro título del último libro de Diego Genoud. Saltimbanqui es un antiguo arte que se desarrollaba en las plazas públicas, las caravanas circenses, los espectáculos de fenómenos. Incluye ejercicios de habilidad, destreza, números musicales, acrobacias en trapecios, danzas, cabriolas, prestidigitaciones, domas de bichos, mezcolanza de gritos, detonaciones de cohetes, harapos cómicos, muecas dramáticas y explosión frenética de vitalidad. Baudelaire contó esas escenas en El viejo saltimbanqui. Arte inestable, entonces. Nómada. Sin convicciones firmes. Y esto es de lo más relevante: puede desembocar en el fracaso (allí provoca la dispersión y las reacciones de llanto), pero puede ser exitoso (y en ese caso, estimula la agregación y la risa). El saltimbanqui es una lengua política que carece de resonancias literales y que nunca significa una sola cosa y apenas esa. Lengua que nombra las acciones humanas que convocan al poder de la fortuna. En el poemita “Di Fortuna”, Maquiavelo dice nel mezzo del cammin la t’abbandona. La reflexión sobre la fortuna, la virtud, la política están en el centro del pensamiento político y antropológico del florentino. Muchas son las figuras políticas cuya audacia o prudencia ante la historia y las necesidades de los pueblos ilustraron los caprichos de la fortuna. Lenin, Fidel, Louise Michel, Cooke, también Néstor, fueron saltimbanquis. Hicieron piruetas entre los campos de fuerza de la historia. Compañera elusiva, la fortuna, pues atiende la mitad de las necesidades, es fuerza que interpela tanto a la virtud como a la política. La caridad, en cambio, convoca a la misericordia y a un Dios nunca visto.

Con su arte, el saltimbanqui integra una fuerza (un frente) parapeto del fascismo, paravalanchas del horror ubicado en el campo antagonista, que es el espacio conceptual y político al que debemos dirigir el entendimiento y las energías populares para contener su expansionismo. Sé que no se acepta fácilmente esta palabra en la Argentina: fascismo. No aceptarla es la prueba misma de que se ha impuesto. Late en el poder de Morales, que hunde su racionalidad en el antiguo poder colonial de genocidio y en el poder desaparecedor de la dictadura. Detenerlo, en sus distintas declinaciones, es una obligación cívica y moral del campo nacional y popular. Esto es lo que habilita el saltimbanqui, que —sí— implica un riesgo: el vuelco de la fortuna hacia el lado oscuro de la historia.

 

 

 

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