La democracia, ¿es antagónica al capital?
El poder reaccionario ha cambiado violencia represiva por diálogo cuando no ha tenido más remedio que dialogar, porque no estaba seguro de la victoria mediante la violencia. No es una propuesta de conducta. Es una constatación.
Manuel Vázquez Montalban
Es imposible analizar una reforma laboral cuyo borrador, de contenido esclavista, fue negociado con el triunvirato de la CGT para que estos, al negociar perjuicios menos salvajes, pudieran decir que los trabajadores fueron beneficiados. Luego se presenta un proyecto que no fue tratado y que, probablemente, si se insiste con él, será muy distinto, conforme el violento cambio de relaciones de fuerza que provocó la victoria pírrica de la reforma previsional, la represión consiguiente y la crisis de viabilidad del proyecto económico de negocios de los miembros del gabinete nacional.
Esta situación convierte en un ejercicio intelectual inútil el análisis de detalle de una reforma cuya propuesta se mantiene en la oscuridad más absoluta. Por ese motivo, creo necesario avanzar sobre las condicionalidades y metas que constituyen los principales objetivos de los intereses del capital concentrado.
La propaganda del gobierno destinada a proponer la denominada reforma laboral se funda en el slogan de que el derecho del trabajo es antiguo. Algo de razón tiene, el derecho del trabajo es mayor que la mayoría de nosotros. Sin embargo, la regulación jurídica de la apropiación de la fuerza de trabajo es más antigua, casi se podría decir que es tan vieja como la división social del trabajo. Esta regulación no va a desaparecer mientras exista el régimen capitalista. No van a hacer desaparecer el derecho del trabajo, pero sí pretenden hacer desaparecer las limitaciones que sujetan al capital en la explotación de la fuerza de trabajo.
Para la concepción neoliberal, las reglas sociales dejan de ser tales para ser simplemente trabas burocráticas para la realización de negocios concebidos como el bien absoluto.
En particular, se señala falsamente que la ley 20.744 fue sancionada en 1976, pretendiendo ignorar que la ley fue sancionada por el Congreso Nacional en 1974 y modificada por bando militar en 1976. Desde entonces hasta el año 2007 se mantuvo la redacción impuesta por la dictadura y sus cómplices civiles, lo que constituía una deuda para la democracia. A partir de entonces, por iniciativa del Diputado Héctor Recalde, el texto originario fue restaurado parcialmente artículo por artículo.
La ley de Contrato de Trabajo fue el fruto de un largo proceso de discusión que culminó con su promulgación en 1974 por las autoridades constitucionales. Lo que correspondió a 1976 fue la mutilación de la ley, justamente porque es “especialmente dura con los empleadores”, como señalan los defensores de la reforma. La afinidad ideológica entre la exposición de motivos del bando militar y los de la reforma saltan a la vista.
Las supuestas virtudes de la reforma como, por ejemplo, la licencia por adopción, solo pueden validarse en el marco de una amnesia generalizada. En 2012 los diputados Martín Sabbatella, Gastón Harispe, Carlos Alberto Raimundi, Juan Carlos Junio y Carlos Heller lo plantearon, pero no consiguieron vencer la resistencia del actual oficialismo.
El derecho del trabajo no nace porque a una persona o a un grupo político se le haya ocurrido que naciera. El derecho del trabajo fue consecuencia de la propia actividad de los trabajadores, antes de que existiera teorización alguna sobre ella. Los trabajadores adquieren conciencia de las relaciones de dominación dentro de las relaciones de dominación, no desde la teoría. Es la práctica la que hace nacer a la teoría.
La conciencia de clase de los dominados es el efecto de la reflexión sobre los hábitos que constituyen la práctica cotidiana de un grupo social subalterno. No requieren necesariamente que alguien los ilustre desde afuera. Siempre en algún lugar los dominados encuentran la manera de hacer hueco en un sistema de opresión. La reflexión sobre las prácticas crea la teoría de la praxis. Y así queda demostrado que todo hombre es un filósofo, o al menos tiene las condiciones para serlo.
Los dominantes, por el contrario, naturalizan las formas de dominación que los hacen tales. De esta manera una situación distinta no es posible, y si es posible no es justa y si es justa no es conveniente. Pero esta naturalización no es ignorancia, ellos saben perfectamente lo que no pueden, no deben y no les conviene saber.
Los cambios de y en los sistemas de dominación fueron justamente el efecto de la rebelión de los dominados frente a formas de dominación que se hicieron insoportables. Desde el momento en que un problema es planteado prácticamente, es porque la solución integra el universo de lo posible. Ninguna sociedad se plantea un problema que no esté en condiciones de resolver. Sin embargo, para los pueblos, hay una sola cosa que es peor que la rebelión: la cosa que causa la rebelión. Por eso los pueblos solo se rebelan cuando deben optar entre la libertad o lo peor.
Esa fue la causa del nacimiento del derecho del trabajo, del fin de la esclavitud, de la extinción del feudalismo o del resurgir de las sociedades democráticas. Todo estado de derecho reconoce su origen en insurrecciones colectivas triunfantes de distinta intensidad. De allí que toda forma de status quo necesite negar su origen en el poder constituyente insurreccional originario.
No existe una teleología de la historia. La historia no está determinada de antemano. Esto significa la expresión de que la anatomía del hombre es la clave para entender la anatomía del simio y no a la inversa. Es desde el capitalismo que podemos entender las estructuras de la producción feudal que derivan en el mismo. Pero esto no significa que el capitalismo fuera el destino inevitable del feudalismo. Es la contingencia la que, al incidir sobre las estructuras, determina el modo en que estas han de transformarse.
El determinismo histórico es el efecto del etnocentrismo que se apoderó de las formas políticas de la segunda internacional. Ese etnocentrismo europeo a la Juan B. Justo es el principal causante de los desencuentros políticos en el seno del pueblo. La fuerza del determinismo histórico actúa en los niveles más insospechados, como cuando se habla de períodos de transición entre dos momentos históricos. ¡Cómo si existiera una sociedad de Alta Edad Media como tal! De allí que los desviacionismos hablen de programas de transición como si pudiera existir otra cosa que programas de transición. En el fondo, esperan la transformación social como los cristianos evangelistas esperan la segunda venida de Cristo, en lugar de darse cuenta —permítaseme la metáfora— de que el reino de Dios ya se hace presente como disputa y como transformación desde el momento mismo de la llegada del Mesías.
El capital es una forma de organización y disciplinamiento de la fuerza de trabajo, una concepción que necesita desbrozar toda forma de presentación de totalidades para apropiarlas en cantidades discretas y discernibles. El capital necesita del reloj para desmenuzar la existencia humana y hacerla apropiable. Lo que el trabajador pone en el mercado es la fuerza de trabajo para obtener su subsistencia (en tanto distribución y consumo), que es el objeto que ha de ser consumido en la producción y disciplinado en el intercambio desigual que resulta de la apropiación originaria de los objetos y de los medios de producción. Lo que pone el trabajador en el contrato de trabajo es su vida como ser parlante, sexuado y efímero.
El capital es una lógica de apropiación que no concibe otro límite que la apropiación total de lo viviente (en tanto eterno y finito) para subsumirlo como elemento de su propio movimiento. De allí que todas las otras relaciones, todas las subjetividades, todo el tiempo de vida, incluyendo el trabajo, el consumo y el descanso, deben ser subsumidas como momentos del capital que se autovaloriza. Por esa razón es absurdo creer que el capital pueda encontrar su límite en contradicciones internas, al estilo de los "socialismos democráticos".
La lógica del capital no se interrumpe por las contradicciones internas. El límite es puesto necesariamente desde afuera. Sólo los pueblos hechos poder son capaces de poner fin a su dictadura. Por eso la democracia es antagónica del capital.
La democracia es antagónica al capital no sólo como límite externo sino también como límite en su interior más profundo: la relación de trabajo. Al interior del ámbito de la producción, el capital se revela como una relación de subordinación y disciplinamiento. Es el lugar donde, como decía Locke, el señor es un monarca absoluto aunque con un ámbito disminuido y corto (esto último difícilmente sea aplicable a las dimensiones actuales de los grupos capitalistas multinacionales). La democracia, por el contrario, se manifiesta como el lugar donde el poder reside en todos y no hay otro dominio que el de la voluntad común.
La democracia no se asienta sobre el principio de que el pueblo o la mayoría nunca se equivoca, no es un sustituto del despotismo ilustrado por ausencia de aquel que sabe. La democracia se asienta sobre la contingencia de los saberes y en el aparecer del sujeto. Es de allí que se comprende el concepto jurídico de libertad. No es que el pueblo no se equivoque, el error es el destino necesario de toda proposición. No se elige la democracia por la inexistencia del error sino por la imposibilidad de salir de él.
Lenin decía que los comunistas habían cometido todos los errores y su poder residía en la doctrina. Esto es que, en tanto exista voluntad de democratizar el poder, la cultura y la riqueza, todos los errores no dejan de construir el reino de la libertad por sobre el de la necesidad. Para las ortodoxias, el éxito va a ser el resultado de las formas bendecidas por el sínodo de dirigentes que excluyen el error.
La relación de trabajo es, entonces el punto de encuentro y de antagonismo entre dos lógicas incompatibles, la del capital y la de la democracia que no admite que la libertad cese en la puerta del establecimiento. Se sabe a quienes beneficia y a quienes perjudica la reforma laboral propuesta. Por eso, también se sabe qué se puede esperar de ella en cualquiera de sus formas de aparición.
Enrique Arias Gibert es juez de la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo.
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