CAOS Y CREACIÓN EN ESTE PATIO

¿Dónde están las canciones que deberían servirnos de banderas a la hora de dar esta batalla?

 

Una de las características del arte, de la cual deriva parte de su poder, es su capacidad de expresar algo de enorme trascendencia con gran economía. Porque las formas del arte son finitas, acotadas: duran lo que una película o una pieza musical, caben dentro de un número limitado de páginas y de las exiguas dimensiones de una tela o de un bloque de mármol. Y sin embargo hablan con profundidad inagotable de temas infinitos: el fenómeno de la vida, el amor, el dolor, la justicia, la soledad... La forma artística resuelve la tensión entre lo inconmensurable y lo puntual, a lo que dota de la compresión del diamante. Parafraseando a Stephen Hawking, se podría decir que el arte es capaz de hacer que quepa el universo en una cáscara de nuez. O por lo menos nos persuade de que es posible que la pintura de una aldea —o de una persona, o de un momento— resuene universalmente, entre públicos de las culturas y circunstancias más diversas.

A veces pienso que el poder del arte es inversamente proporcional a la generosidad de su formato físico. O sea, que el arte sería más poderoso, o por lo menos más efectivo, cuando se expresa con brevedad. Ojo, que yo soy partidario de las formas largas: me gustan los novelones, las series y las miniseries. Aun así, entiendo que el punch emocional que propina una forma corta es mayor. El recuerdo de una novela que nos marcó profundamente se vuelve difuso, pero nunca olvidamos los versos del poema que expresa cosas esenciales. Tal vez el caso más extremo sea el de la canción popular, que en tres minutos y cuatro estrofas nos convence de haber participado de una experiencia completa, con historia, emociones e iluminaciones duraderas.

 

 

 

No son pocas las canciones que parecen contar todo lo esencial que debería ser contado: melodías que funcionan como un Aleph musical, un punto del espacio-tiempo donde podemos contemplar todo lo que ha sido, es y será. La semana pasada mencionaba Un día en la vida de Los Beatles. Sin pensar demasiado, se me ocurre que también Aleluya de Leonard Cohen puede experimentarse de ese modo, como una perfecta síntesis entre lo más carnal y lo más trascendente de la aventura humana. Un ejemplo menos obvio sería White Woman's Instagram, de Bo Burnham. Esa canción comienza como una sátira de los contenidos que las mujeres blancas y de clase media de los Estados Unidos suben a la red social: las fotos de un golden retriever con una corona de flores, arte hecho con espuma de café, una pareja tomada de la mano, una cita de El señor de los anillos atribuida erroneamente a Martin Luther King... Pero en mitad de la cosa, la canción pega un salto mortal y cambia de registro. Una de esas mujeres de las que el tema se mofa descubre una foto de su madre, que murió hace diez años, y esa irrupción le provoca una emoción verdadera: el deseo de contarle qué ha sido de su vida durante ese lapso en que no han tenido contacto y de tranquilizarla, porque a pesar de la orfandad no le ha ido mal. Y así Burnham pasa de burlarse de su target a empatizar con él, a sentir en sintonía. Y con ese twist, sintetiza algo complejo que toca a casi todos. Sí, nos hemos convertido en figuras banales, que viven en las redes y creen que un sinfín de publicaciones pelotudas constituyen algo parecido a una personalidad. Pero aun así no perdimos la capacidad de sentir algo genuino, una emoción arrasadora que reordene nuestras vidas y las rescate de la pavada, de la intrascendencia.

 

 

 

En las últimas semanas estuve escuchando una de esas canciones que parecen decirlo todo. Se llama Jenny Wren, es de Paul McCartney y forma parte de uno de sus discos no tan viejos: Caos y creación en el patio de atrás (Chaos and Creation in the Backyard), que es del año 2005. Me impresionó ya en aquel momento, a primera oída. Uno nunca sabe por qué lo sacude una canción nueva: en esa instancia la reacción es puro instinto, visceral y emotiva en simultáneo. Casi veinte años atrás, me sonó a prolongación de números acústicos como Blackbird e Hijo de la Madre Naturaleza, o de los melancólicos retratos sobre personajes ingleses a lo Eleanor Rigby que son la especialidad de McCartney. La novedad no era que un tema de Paul oliese a canción beatle, por razones obvias —¡es uno de los inventores de esa musicalidad!—, sino que la calidad de la pieza estuviese a la par de sus antecesoras. Como solista, McCartney ha escrito canciones preciosas, pero sólo un puñado de ellas merecería formar parte de los discos de su banda original. Jenny Wren es una de esas. Podría estar en uno de los viejos álbumes de Los Beatles, y no desentonaría.

Después se me ocurrió que su nombre me evocaba algo más. "Jenny Wren" era el nombre de una chica. ¿De dónde la tenía? Al rato me cayó la ficha. Jenny Wren es un personaje secundario de la última novela que Charles Dickens alcanzó a completar, Our Mutual Friend (1865). A su vez, wren significa reyezuelo, un ave pequeña que McCartney identifica como una de sus favoritas. Esa era otra línea de conexión con Blackbird, una belleza que forma parte del álbum doble The Beatles (1967). (Existe además una tercera canción que Paul dedicó a las aves: Bluebird, de su época con la banda llamada, apropiadamente, Wings — o sea: Alas.) Blackbird significa mirlo, otro pájaro caro a McCartney. Pero, por extensión, la letra de Blackbird no hablaba sólo de un ave con las alas rotas sino que aludía, de manera elíptica, a la minoría negra de los Estados Unidos que reclamaba derechos elementales, una lucha que estaba en su auge a mediados de los '60. Del mismo modo, el reyezuelo de Jenny Wren es más que un pájaro, a pesar de que McCartney siga definiendo aspectos esenciales de la protagonista a partir de su capacidad de cantar o no. Más expresamente que en Blackbird, Jenny Wren es una muchacha, que McCartney picoteó de las páginas de Our Mutual Friend.

 

Charles Dickens.

 

¿Cómo era la Jenny Wren original, la creada por Dickens? Un personaje excéntrico pero adorable. A quien la suerte le jugó en contra desde la cuna, porque tiene problemas de columna y un par de piernas mustias, que reducen su mobilidad. Para colmo, su padre es alcohólico. A pesar de las limitaciones que impone su físico, Jenny cuida de él como si más bien fuese su hijo. Viven ambos en condiciones precarias, pero el espíritu y las proclividades de Jenny —le encantan las flores, el cantar de los pájaros y los niños— anticipan que es una de esas personas que terminará elevándose por encima de sus circunstancias para vivir una vida plena.

Desde el muy conocido David Copperfield a la Esther Summerson de Casa desolada, los héroes y heroínas de Dickens —sus aves favoritas— despegan a volar con desventaja desde el origen: son pobres, o huérfanos, o víctimas de alguna enfermedad. Pero su decencia esencial los torna entrañables a la gente que va congregándose a su alrededor, como una familia que lo es en todo, menos en la sangre. Sobre el final de las novelas, la tenacidad con que persiguen la felicidad recibe algún premio, no necesariamente monumental pero siempre justo.

Por lo general, los y las protagonistas arrancan solos y su camino a la plenitud coincide con la creación de, o la integración a, una comunidad. Aquí hay una comunión plena entre la narrativa del autor inglés y ese dickensiano involuntario que fue Leonardo Favio —¡otro ex niño solo!—, que explicaba su convicción política diciendo que no se puede ser feliz en soledad. Para Dickens, la dicha depende de la capacidad de experimentar comunión con aquellos que, al cabo de experiencias risueñas pero también amargas, amás y respetás tanto como te aman y respetan a vos.

 

La Argentina de hoy es un escenario dickensiano. Un país de abundantes riquezas naturales y humanas, donde más de la mitad de su gente es pobre y un millón de pibes se van a la cama sin cenar cada noche, pero no como castigo por su conducta, sino a consecuencia del disciplinamiento social. Aquí, como en la Inglaterra de Dickens, hay ciudadanos de primera y de cuarta sin estaciones intermedias, y el más injusto de los órdenes es preservado por un poder judicial abotargado y corrupto. (Dickens fue pobre y fue cronista judicial, así que en ambos frentes sabía bien de lo que hablaba.) Ya desde su segunda novela, Oliver Twist (1839), sacudió al público lector con su descarnado relato de la pobreza en que vivían las mayorías. Marx decía que los relatos de Dickens "le presentaron al mundo más verdades sociales y políticas de las que han sido balbuceadas por todos los políticos, publicistas y moralistas juntos". Empujado al hambre por las magras raciones de la institución que lo aloja, el huérfano Oliver Twist genera rebelión a partir de un grito que expresa lo que tantos demandamos a la vida: "Por favor, quiero más".

En este país sobran Oliver Twists. Pero faltan Dickens, artistas que iluminen la realidad para defender al pueblo.

 

 

 

El poder alquímico de la música

¿Y cómo es la Jenny Wren de la canción de McCartney?

La letra la presenta así, asimilando a Jenny a sus congéneres para, de inmediato, subrayar algo que la diferencia:

 

Como tantas otras chicas, Jenny Wren podía cantar

Pero un corazón roto la despojó de su canción.

 

Los dos versos que vienen a continuación insisten en el propósito de comparar a Jenny con las demás como ella, a quienes sigue pareciéndose en muchos aspectos, pero de las que se distingue por su visión:

 

Como las otras chicas, Jenny Wren alzó vuelo

Ella podía ver el mundo, y la insensatez de sus costumbres.

 

De inmediato, la letra profundiza a qué se refiere cuando habla de la insensatez que prima en el mundo:

 

Cómo desperdiciamos nuestros días, relegando el amor a un lado

Perdiendo de vista la vida, día tras día.

 

La aguda percepción que singulariza a Jenny la ayuda a registrar lo siguiente:

 

Ella vio que la pobreza destrozaba los hogares

Y a los guerreros heridos que los despojaban de sus canciones.

 

Allí concluye la primera parte de la canción. Que hasta entonces se ha caracterizado por: 1) Un tratamiento acústico, de guitarra tocada sin púa. (Es decir, arpegiando con los dedos desnudos.); 2) Una melodía delicada pero bella, que va y vuelve de lo soleado a lo melancólico; y 3) Una letra que presenta a un personaje lastimado pero aun así, o tal vez precisamente por eso, sabio. Esos son todos los elementos: no hay nada más que la guitarra de McCartney, el ritmo que marca sobre el piso con su pie y la melodía que va desplegando las palabras. Hasta ese momento, todavía estamos en el terreno de lo que podríamos denominar folk inglés, la canción tradicional.

Pero acto seguido se suma un nuevo instrumento, que lleva el tema a otro plano. Es un sonido que desde la primera nota se despega del folklore inglés y te transporta a un lugar diferente del mundo. El solista que lo intepreta es un venezolano que se llama Pedro Eustache, y el instrumento es uno de viento de origen armenio, que se llama duduk y no se parece a ningún otro al que estemos acostumbrados. (Tanto es así, que a simple oída cuesta diferenciar si se trata de un instrumento de viento o de cuerdas. ¡Bien podría ser una suerte de cello o violín deforme!)

A resultas del solo de duduk, la canción se distancia del folk británico para sonar universal. Y como consecuencia, Jenny deja de ser una chica inglesa de otro tiempo para convertirse en un símbolo de lo mejor de la condición humana, sin importar dónde o cuándo nació. Para que no queden dudas al respecto, la letra se permite vislumbrar un futuro venturoso:

 

Pero ya llegará el día

En que Jenny Wren vuelva a cantar

Cuando este mundo roto

Repare la insensatez que cunde en él.

 

Entonces pasaremos las horas

Poniéndonos al día respecto de nuestras vidas

Y todo gracias a vos, Jenny Wren

Que supiste ver quiénes éramos.

 

McCartney cierra la canción al modo dickensiano: Jenny es una chica que la ha pasado mal, pero que a pesar de los contratiempos que la vida le presentó —el corazón roto, presumiblemente a causa de un amor malogrado o no correspondido; la devastación que la pobreza obra alrededor suyo; la acción que llevan a cabo los "guerreros heridos" a que hace alusión, es decir gente especializada en producir violencia, a la que imaginamos acorralada por su propia, inminente mortalidad— logra que su circunstancia no la derribe. La templanza con que Jenny abraza la vida ayuda a que comprendamos que, no obstante los sinsabores, no hay que perder de vista las maravillas que también entraña la existencia, aunque parezcan tan simples como reencontrarse como un afecto y descubrir qué ha sido de él desde la última vez que lo vimos. De lo que se trata es de recuperar el equilibrio que los golpes suelen comprometer, para no incurrir en el error de despreciar el amor en favor de otras ilusiones, para no deslumbrarse por espejitos de colores y dejar la vida fuera de cuadro.

 

Una ilustración de "Our Mutual Friend".

 

 

En apenas 3:47 —tres minutos y cuarenta y siete segundos—, McCartney ofrece el equivalente sonoro de un novelón de Dickens. Esto no significa, por supuesto, que yo prefiera la canción a un libro, porque no veo el sentido de elegir una cosa por encima de la otra. Cada forma depara sus propias delicias. (Pocas cosas encuentro más disfrutables que las novelas de Dickens, que por el mismo precio que cualquier otro libro te deparan el deleite de un lenguaje rico y lleno de ingenio, personajes inolvidables, humor y melodrama, crítica social y política, misterio y suspenso y un paseo por las emociones más variadas que la especie ha sido capaz de desarrollar.) Pero no por eso dejaré de sacarme el sombrero ante la proeza que McCartney realiza en menos de cuatro minutos.

Jenny Wren es magia real, un conjuro que te transforma en apenas 3:47. O si prefieren, para decirlo en términos más apropiados a este mundo descreído: es un exponente excelso del poder de la música.

 

 

 

 

Los antagonistas

¿Qué canción habría que crear y compartir hoy, para ayudar a que la Argentina actual se transforme y despegue de la insensatez que cunde en ella? La primera reacción sería, me imagino, pensar: "Esto no lo arreglan ni todas las canciones del mundo". Pero no tiene por qué ser necesariamente así. Es verdad que, salvo a su creador e intérprete —y esto, en el mejor de los casos—, una canción que te parezca lúcida y te conmueva no te dará de comer, ni te conseguirá trabajo, ni pondrá freno a la violencia, ni acabará con las injusticias. Sin embargo, sobran ejemplos de la forma en que el arte, y en particular el arte popular, ayuda a metabolizar una circunstancia histórica y a que primen las mejores ideas y los bellos sentimientos por encima de la intolerancia y el horror. No digo que una canción, o una película, o un libro vayan a cambiar la historia por sí solos. Pero hacen mucha fuerza en esa dirección, ya que crean comunidad —la comunidad de los que fueron conmovidos por esa obra, transformados por ella—, además de señalar el camino por el que habría que avanzar.

En lo que sin duda estaremos de acuerdo es en la conciencia de que esa canción, esa película y ese libro no existen aún, o al menos no han sido difundidos y surtido efecto. Es una de las marcas más tristes, y en ese sentido más coherentes, de esta época. Lo habitual suele ser que siempre esté dando vueltas una obra, o al menos un espectáculo, que funciona como signo de los tiempos, porque expresa algo que a las mayorías les parecía que debía ser dicho en ese instante. Nuevamente, lo más efectivo aquí vuelven a ser las formas breves. ¿Cuántas veces hemos reparado en una canción que suena en simultáneo en todos lados, y a la que todos nos descubrimos tarareando en un momento u otro? Por supuesto, en muchas ocasiones se trata de canciones pavas, pero aun en ese caso expresan un acuerdo respecto de que se trata de un tiempo que permite el disfrute.

Esto no ocurre hoy, porque no existe nada de lo que disfrutar.

 

 

 

En momentos tensos o cruciales de nuestra historia reciente, las canciones que salían de las radios, los stereos y las bocas no eran ninguna pavada. ¿Cuántas veces cantamos: La libertad, siempre la llevarás dentro del corazón? ¿Cuántas veces cantamos: Violencia es mentir? ¿Cuántas veces cantamos: Yo que crecí con Videla, yo que nací sin poder? ¿Cuántas veces cantamos: Si no hay amor que no haya nada, no vas a regatear?

Una de las funciones del arte popular es la de cristalizar en melodía y verso una idea que circulaba de forma gaseosa y necesitábamos que alguien bajase a tierra, que le diese forma por nosotros. Tanto Charly como el Indio —aquellos a cuyo ejemplo apelé— han funcionado infinidad de veces como antenas, captando una señal que zigzagueaba por el aire sin decodificar y encontrando el modo de re-transmitirla para que nosotros chasqueásemos los dedos y tuviésemos un momento eureka, de decir: "Claro, ¡era esto!"

Nada similar está pasando ahora. Y no porque falten artistas que lo estén intentando. Tal vez sea temprano todavía, porque el barullo es demasiado y se torna imposible escuchar entre el ruido. Tal vez no haya margen emocional para otra cosa que no sea esta depresión generalizada que parece permearlo todo, enchastrarlo todo. Y yo querría ser comprensivo, porque entiendo que los procesos emocionales son orgánicos, se toman su tiempo. Lo que me preocupa es que la devastación que esta gente lleva a cabo es demasiado veloz y demasiado terrible; y que, en consecuencia, no sé si estamos en condiciones de procesar el marasmo y de sobreponernos a él al ritmo que en otra circunstancia hubiese sido lógico y natural. Acá, o reaccionamos pronto como cocodrilos o somos cartera.

 

 

 

Dentro de pocos días, otro maravilloso orfebre de canciones va a sacar un disco nuevo. Hablo de Nick Cave y del álbum Wild God, que tendrá su bautismo de fuego a fines de este agosto. Por esa razón está haciendo prensa. Y esta misma semana se prestó a una entrevista en la televisión de los Estados Unidos, en un programa nocturno muy popular que se llama The Late Night with Stephen Colbert. Si disponen de tiempo y entienden inglés o se las rebuscan para encontrarle subtítulos, les recomiendo esa conversación, que está en YouTube: fue un encuentro deslumbrante entre tipos cultos y sensibles, de esos momentos que en televisión constituyen más la excepción que la norma. Pero lo que más me interesó de esa charla, en el contexto de esta disquisición, es lo que quiero explicarles.

 

 

 

 

Cave es un tipo que, durante décadas, se especializó con su banda The Bad Seeds —Las Malas Semillas, vendrían a ser— en una música oscura, a la que podríamos definir como un gótico contemporáneo. Pero en el año 2015 sufrió una tragedia familiar. Uno de sus hijos mellizos de 15 años, Arthur, se cayó de un acantilado en pleno viaje de LSD y se mató. Pero la desgracia no acabó allí, porque pocos años después, en el 2022, otro hijo de Cave —Jethro, fruto de una relación ocasional, a quien no conoció hasta que el crío tuvo siete u ocho años—, fue encontrado muerto en un hotel de Melbourne, por causas que no se difundieron. En el marco de ese duelo interminable, Cave debe haber hecho o padecido todo aquello que hacen y padecen las personas que pasan por un trance semejante, pero además hizo otra cosa, muy particular: abrió una página —lo que antes llamábamos un blog— llamada The Red Hand Files, Los Archivos de la Mano Roja, donde sus fans le hacen llegar todo tipo de preguntas, de entre las cuales elige algunas que se toma el tiempo de responder. Y cuando digo "todo tipo de preguntas", incluyo aquellas cuestiones personales que tienen que ver con el dolor producido por la muerte de sus muchachitos.

Lejos de bloquear el tema, de rehuirlo, Cave se abre a él por completo y suele analizarlo candorosamente. En vez de encerrarse a padecer, de aislarse y blindarse dentro de su pena, convirtió esos hechos trágicos en una experiencia comunitaria, en un ida y vuelta que intercambia ideas y sensaciones más que certezas. Esa misma actitud —la de tirarse de cabeza al dolor para ver si se lo puede trascender, si existe algo al otro lado— es la que viene dando forma a sus discos desde entonces, que incluyen maravillas como Skeleton Tree y Ghosteen. Pero también moldea al libro Faith, Hope, and Carnage —algo así como Fe, esperanza y masacre—, que reproduce las conversaciones que tuvo con el periodista Seán O'Hagan y se publicó en el año 2022.

 

Nick Cave.

 

Durante la entrevista de esta semana, Colbert le dio a Cave una página impresa con uno de los intercambios típicos de The Red Hand Files, y Cave lo leyó al aire. Se trataba del mensaje que le envió un tal Valerio, de Estocolmo, diciendo que en los últimos años había empezado a sentirse vacío y más cínico que nunca, y que su temor más grande era transmitirle esa actitud a su hijo pequeño. A partir de esa experiencia, Valerio le preguntó a Cave si todavía creía en nosotros, los seres humanos.

Esto es lo que Cave le respondió y leyó al aire días atrás.

"Buena parte de mi vida temprana se me fue despreciando al mundo y a la gente que contenía. Una actitud que a la vez era seductora y autoindulgente. La verdad es que yo era joven y no tenía idea de lo que estaba por venir. Fue necesaria una devastación para enseñarme cuán preciosa era la vida y la bondad esencial de la gente. Fue necesaria una devastación para revelarme cuán precario era el mundo y hasta qué punto pedía ayuda a gritos. Fue necesaria una devastación para enseñarme el valor de la mortalidad y fue necesaria una devastación para que encontrase esperanza. A diferencia del cinismo, la esperanza se obtiene mediante una labor ardua, es demandante con nosotros y a menudo puede experimentarse como el lugar más vulnerable y solitario del mundo. (Pero) La esperanza no es una posición neutral. Es una posición de antagonismo. Es la emoción guerrera que puede devastar al cinismo. Cada acto de redención o amoroso, por más pequeño que sea —como leerle una historia a tu hijo pequeño, o mostrarle algo que amás, o cantarle una canción, o ponerle los zapatos— mantiene al Diablo en lo más profundo del pozo. Dice que el mundo y sus habitantes tienen valor y merecen ser defendidos. Dice que vale la pena creer en el mundo. Pero sólo descubrimos que esto es exactamente así a su debido tiempo".

 

2001, una de nuestras (tantas) devastaciones.

 

La mayoría de nosotros —toco madera— no conoce la clase de dolor que Cave ha atravesado. Pero de todos modos, somos tan expertos en devastaciones como él. La gente de mi edad que vivió todo este tiempo en el país se ha sobrepuesto a varias devastaciones, empezando por la última dictadura. Pero incluso en el caso de que tengas de 25 años para abajo, ya sabés de qué se trata la devastación. Es la sensación de que estás atravesando un desierto material y espiritual, sin una gota de agua en la cantimplora. Es la convicción de que la realidad te está arrasando, sin que cuentes con herramienta alguna para cambiarla. Es la impotencia absoluta ante una cotidianeidad regida por la injusticia, la miseria y la peor de las mezquindades humanas. Es la soledad ante un poder olímpico, al que no le basta con hacer con vos y con los tuyos lo que se le canta el culo, sino que además te lo refriega en la jeta mientras se caga de risa.

Eso es lo que estamos viviendo: la devastación a que nos someten los poderosos de este país, a través de un gobierno que encarna el triunfo de todo lo feo, sucio y malo del fenómeno humano. Porque, a pesar de que no podemos dejar de reir de sus personajes principales, dignos de un esperpento de Valle-Inclán o un film grotesco de Ettore Scola, nos están haciendo mierda. Y nosotros contemplamos la destrucción con los brazos caídos y la quijada por el ombligo, en pleno estupor, porque no sabemos cómo reaccionar ante estos sátrapas que no respetan leyes, usos ni costumbres —la entera trama civilizatoria que habíamos construido, creyendo que así capitalizábamos las lecciones de la Historia— y entran al Congreso al mejor estilo bully, limpiándose los mocos con la bandera para después bajarse los lienzos y cagar encima de la Constitución.

 

"Feos, sucios y malos".

 

La devastación que perpetran en contra del pueblo argentino es doble, y por eso recuerda a la que infligió el último régimen militar: por un lado nos están saqueando —literalmente, están despojando al pueblo de todo lo que le pertenece en términos de valores materiales—, y por el otro destruyen nuestro espíritu, persuadiéndonos de no hay nada que se pueda hacer, de que no tiene sentido luchar. A eso apunta su campaña en contra de causas que dábamos por buenas y valiosas, como los derechos humanos, el feminismo, la ciencia y la cultura. Quieren persuadirnos de que son una farsa más, una engañifa a partir de la cual tipos de mierda lucran con los buenos sentimientos de la pobre gente — otro curro más.

La sensación de no tener ya nada en qué creer —ni en la democracia, a esta altura— nos está matando. Se trata de una violencia espiritual frente a la cual no podemos permanecer de brazos cruzados, a no ser que nos hayamos entregado a la perspectiva de un suicidio en cuotas. Hay que empezar a reconstruirse desde abajo, horizontalmente, a partir de los pequeños actos amorosos de los que hablaba Cave: hacia nuestra gente querida, pero también hacia nuestros semejantes. Ser más conscientes que nunca de que la generosidad y la empatía crean comunidad, y por ende realidad, a pesar que desde arriba no llueva otra cosa que palos e invitaciones a salvarse del naufragio a como dé lugar. Como dice Saint Nick, tenemos que asumirnos como antagonistas de la muerte. Es hora de asumir una posición guerrera desde la cual defender aquello que seguimos considerando valioso, por mucho que lo embarren.

 

 

Tengo claro que no estoy diciendo nada que no sepan. En el fondo de nuestras almas lo entendemos a la perfección, pero todavía no logramos conectar la convicción respecto de lo que hay que hacer con el motorcito que rige nuestra voluntad. Quizás sea esa otra de las cosas que sólo ocurren a su debido tiempo, como también decía Cave.

Por eso mismo, nos vendrían muy bien las canciones —y cuando digo canciones digo asimismo las películas, los libros, las obras de teatro— que decodifiquen los signos de este tiempo que todavía circulan por la atmósfera a su albur, en espera de las antenas adecuadas. Hay que salir a buscarlas denodadamente, y si aun así no están al alcance, si no aparecen pronto, hay que componerlas, escribirlas, cantarlas y compartirlas al toque. Porque nos espera una ardua lucha, y para ser los antagonistas que la situación requiere necesitamos disponer de banderas.

La fábrica por antonomasia de estandartes es el arte popular.

A esas banderas yo quiero verlas cuanto antes, luzca el sol o no.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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