CAMBIO CULTURAL

Una pieza clave en la estrategia política hacia la igualdad

 

Hablar de políticas culturales para la igualdad de género y diversidad es hablar de política, cultura y cambio. Esto nos invita a definir, incomodar y proponer.

Si la cultura es parte de aquello que regula lo humano y su existencia, hay una dimensión cotidiana que atender. Para hacerlo eficazmente no podemos perder de vista que esa regulación y la condición de posibilidad para que se produzcan cambios en la práctica es centralmente política. Lo cultural nos expresa, pero el entramado estructural tiene una dimensión política.

Así, costumbres, formas de mirar el mundo y actuar sobre él nos trascienden pero a la vez son nuestras y cercanas, porque las reproducimos constantemente. Son las respuestas esperadas, o el “sentido común” desde donde se responde sin dar lugar a preguntas.

Conviven en la noción de cultura aquellos consensos sociales y simbólicos que van más allá de lo que pensamos o sabemos conscientemente y que poseen un correlato directo con lo que hacemos, como una dimensión tangible que parece cercana y modificable, invitándonos a que “eso que hacemos sin pensar, empecemos a pensarlo”. Sin embargo la raíz estructural de estos consensos es sobre lo que tenemos que trabajar, y en simultáneo conmover lo cotidiano. Incomodar y preguntar, entonces, es asumir esta realidad diversa y proponer otras formas de la expresión cultural.

Nuestras culturas están basadas en la desigualdad de género y la discriminación por raza, clase, etnia. En marcar lo que sale de la regla androcéntrica (el varón como medida de todo lo humano). Por eso es fundamental discernir el engranaje como parte de un sistema que políticamente organiza y que tiene sus bases en un orden material y estructural plenamente vigente, que coagula sus sentidos en un lenguaje machista. Estos engranajes estructurales hacen mella en nuestras economías, se expresan en los salarios de las mujeres, lesbianas, trans, bisexuales marcando brechas en comparación a los hombres, en la concentración de tierras y propiedades en sus manos, como ejemplos recurrentes. Esa estructura condiciona las posibilidades de cambio en el orden cultural y, a la inversa, el cambio cultural puede contribuir en mucho a trastocar ese orden político.

 

Jaque a la cultura patriarcal

Como orden sistémico, el patriarcado construye artilugios hegemónicos que son milenarios y que conjugan elementos materiales y simbólicos. Por eso no hay estrategia posible hacia la igualdad sin que pongamos a jugar y a mover coordinadamente todas las piezas. En este sentido, una herramienta que nos permite trazar movimientos en clave transversal es sin dudas la Ley Micaela, por el nivel de legitimidad que ha alcanzado, como bien muestra la adhesión de todas las provincias del país. A su vez se sintetiza en la demanda proveniente de distintos espacios (por fuera de los tres poderes del Estado): “quiero Ley Micaela”, “hagamos Ley Micaela”, como sinónimo de una nueva forma de nombrar la necesidad de formación en perspectiva de género y diversidad, y tener herramientas frente a las violencias.

Me gusta decir que la Ley Micaela es una “llave” y tiene que ver con esta potencia de atravesar espacios y aumentar la capacidad de transversalización, refiriéndome a construir herramientas para que todas las personas puedan pensar y hacer desde la igualdad de género y diversidad. El impacto de la normativa se mide también cuando se instala como parte de un lenguaje más amplio que invita a hacer. Aplicarla es, por ejemplo, que existan cambiadores de bebes en todos los baños, o que los espacios educativos y de salud contemplen diversas formas de construir familia, o que la ciencia y la tecnología dejen de ser consideradas únicamente desde la inteligencia masculina. La Ley Micaela en este 2020 vino a abrir la posibilidad de estas y más reformulaciones culturales con impacto estructural.

Pero no fue siempre así, y una hipótesis es que gran parte de esa legitimidad política fue alcanzada desde el 10 de enero del 2020 cuando el propio presidente de la Nación, Alberto Fernández, junto a su gabinete de ministros y ministras se sentó en el Centro Cultural Kirchner a escuchar la primer clase dictada por Dora Barrancos y Elizabeth Gómez Alcorta a tan solo un mes de asumir la gestión.

A su vez la foto habla: cuánto de voluntad política y cuánto de contexto insoslayable. Quienes decimos que algo comenzó a cambiar en la Argentina desde el año 2015 con la explosión del Ni Una Menos lo decimos porque la masividad de esa participación en las calles, frente al horror de los femicidios, abrió en esta etapa política el primer jaque al patriarcado. Y podemos decirlo también porque en nuestro país las Madres de Plaza de Mayo sentaron las bases para que nos atrevamos a preguntarnos sobre lo que nadie, en medio del horror, se animaba a preguntarse.

Esta posibilidad de traccionar sentidos comunes y ponerlos en crisis permitió hablar con otra amplitud: desde plantear al amor romántico como contracara de las violencias a problematizar la dimensión habitacional y laboral.

Ese estado de efervescencia política y social que despertaron los feminismos continuó ganando espacios y, en el 2018, con el debate histórico por la legalización del aborto en nuestro país, la “marea verde” evidenció la batalla político cultural poniendo en escena la sexualidad, el deseo, los cuerpos y la forma de decidir sobre ellos. Desde ese momento, también los discursos hegemónicos empezaron a ser desbancados del sentido común. Por ejemplo,  el lugar de las iglesias y los mandatos moralizantes se relativiza frente a las pibas de la marea verde preguntando en la mesa a su mama si eligió serlo.

Ese proceso que comenzó con el primer Ni Una Menos es histórico y continúa abierto porque posibilitó esa articulación de luchas frente a las violencias y desigualdades de género, produciendo otras tramas. Desde ahí es legítima la posibilidad de sacarle el velo a todas las machiruleadas. Ya no es tan inercial que sean las mujeres las únicas que levantan la mesa después de comer o las que toman nota en una reunión. Ya no nos creemos el relato que puede construir un medio hegemónico en sus intentos por culpabilizar a las víctimas por violaciones y femicidios.

 

Es político: cultura igualitaria y popular

Las claves de una estrategia política que construya una sociedad más igualitaria se reflejan en las estructuras de poder porque están en las bases sociales. Atravesar con perspectiva de género y diversidad todos los planos es hacerlo en cada cimiento del proyecto de país. Construir igualdad desde la participación implica que el cupo no se restrinja a una cuestión numérica sino que nuestras miradas desplieguen transversalidad. Las feministas no queremos hablar y pensar sólo en cómo enfrentar las violencias y discriminaciones sino edificar de conjunto una Argentina más justa y soberana.

Para eso, crear cambios desde una política indeleble es buscar que ésta sea situada, empática, que recupere símbolos, que construya relato e identidad a la vez que impulse cambios materiales en nuestras vidas.

El entusiasmo y la voluntad optimista de estas ideas llevadas a la práctica no niegan que hay una batalla cultural abierta que perpetúa relaciones de poder desiguales, niega el carácter interseccional de los feminismos y su capacidad transformadora.

Pensar el cambio cultural desde el feminismo es hacerlo definitivamente anclado en lo popular y en lo diverso. Con pedagogía de lucha y por vidas más vivibles, se sostiene también en aquello que puede escapar a lo racional, manejando otros registros del lenguaje. Con deseo, mística, en los duelos y en las celebraciones, con imágenes paganas, con la espiritualidad en los sentidos más amplios, profundos y directos.

 

 

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